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pero esto me pareció algo peculiar”, dijo, señalando a la moqueta.

      “¿El qué?”, preguntó ella, incapaz de discernir nada notorio excepto lo gruesa que era la moqueta.

      “¿Ves lo profundas que son las marcas en la moqueta debido a nuestras pisadas?”.

      Jessie y el detective Trembley asintieron.

      “Cuando vinimos al principio después de que la encontrara el perro, no había ninguna huella en absoluto.”

      “¿Ni siquiera las suyas?”, preguntó Jessie, empezando a entenderlo.

      “No”, respondió Hernández.

      “¿Qué quiere decir eso?”, preguntó Trembley, que todavía no lo captaba.

      Hernández se lo explicó.

      “Quiere decir que, o esta lujosa moqueta tiene una capacidad sin precedentes para volver a su estado natural o alguien pasó la aspiradora después de los hechos para ocultar la existencia de otras huellas que no fueran las de Victoria”.

      “Eso es interesante”, dijo Jessie, impresionada por la atención al detalle del detective Hernández. Ella estaba orgullosa de saber leer a la gente, pero jamás hubiera captado un detalle físico como este. Eso le recordó que este era el hombre que había contribuido de manera importante a la captura de Bolton Crutchfield y de que no debía menospreciar sus habilidades. Podía aprender mucho de él.

      “¿Encontraste una aspiradora?”, preguntó Trembley.

      “No por aquí cerca”, dijo Hernández. “Pero los agentes la están buscando en la casa principal”.

      “Es difícil de imaginar que alguno de los Missinger realizara mucho trabajo de limpieza”, dedujo Jessie. “Me pregunto si saben siquiera donde se guarda la aspiradora. ¿Puedo asumir que tienen una asistenta?”.

      “Sin duda, así es”, dijo Hernández. “Se llama Marisol Méndez. Por desgracia, está fuera de la ciudad toda la semana, aparentemente de vacaciones en Palm Springs”.

      “Así que la asistenta está descartada”, dijo Trembley. “¿Hay alguien más que trabaje por aquí? Deben de tener un montón de empleados”.

      “No tantos como puedas creer”, dijo Hernández. “Su jardín es mayormente resistente a la sequía, así que solo tienen a un jardinero que viene un par de veces al mes para su mantenimiento. Tienen una compañía de mantenimiento de piscinas y Missinger dice que viene alguien una vez por semana, los jueves”.

      “Entonces, ¿con quién nos deja eso?”, preguntó Trembley, temeroso de decir la respuesta obvia en voz alta por miedo a ser demasiado obvio.

      “Nos deja con la misma persona con la que empezamos”, dijo Hernández, sin miedo a decir lo que estaba pensando. “El marido”.

      “¿Tiene coartada?”, preguntó Jessie.

      “Eso es exactamente lo que vamos a averiguar”, respondió Hernández al tiempo que sacaba su radio y hablaba por el aparato. “Nettles, haz que lleven a Missinger a comisaría para interrogarle. No quiero que nadie más le haga ninguna pregunta hasta que le tengamos en la sala de interrogatorios”.

      “Lo siento, detective”, respondió una voz tímida y aprensiva por la radio. “Pero ya lo ha hecho alguien más. Está de camino ahora mismo”.

      “Maldita sea”, juró Hernández mientras apagaba la radio. “Tenemos que irnos ahora mismo”.

      “¿Cuál es el problema?”, preguntó Jessie.

      “Quería estar allí esperando cuando Missinger llegara a comisaría—para ser el policía amable, su salvavidas, su confidente. Pero si llega allí primero y ve todos esos uniformes azules, las armas, y las luces fluorescentes, se va a asustar y a exigir ver a su abogado antes de que pueda hacerle ninguna pregunta. Cuando eso suceda, no sacaremos nada útil de él”.

      “Entonces será mejor que nos demos prisa”, dijo Jessie, pasándole de largo y saliendo por la puerta.

      CAPÍTULO OCHO

      Cuando llegaron a la estación, Missinger ya llevaba allí diez minutos. Hernández había llamado por adelantado y le había ordenado al sargento de guardia que le pusiera en la sala para familias, que estaba destinada para las víctimas de delitos y las familias de los fallecidos. Era un poco menos clínica que el resto de la comisaría, con un par de viejos sofás, algunas cortinas en las ventanas, y unas cuantas revistas de meses anteriores sobre la mesa del café.

      Jessie, Hernández, y Trembley se apresuraron hasta llegar a la puerta de la sala para familias, donde había un agente muy alto montando la guardia afuera.

      “¿Cómo está él?”, preguntó Hernández.

      “Está bien. Desgraciadamente, exigió ver a su abogado en el segundo que entró por la puerta”.

      “Genial”, espetó Hernández. “¿Cuánto tiempo lleva esperando para hacer la llamada?”.

      “Ya la ha hecho, señor”, dijo el agente, moviéndose con incomodidad.

      “¿Qué? ¿Quién le dejó hacer eso?”.

      “Yo lo hice, señor. ¿No se supone que debía hacerlo?”.

      “¿Cuánto tiempo llevas en el cuerpo, agente… Beatty?”, preguntó Hernández, mirando la placa con su nombre sobre la camisa del agente.

      “Casi un mes, señor”.

      “Muy bien, Beatty”, dijo Hernández, tratando obviamente de controlar su frustración. “No hay nada que hacer al respecto ahora. Pero, en el futuro, no tienes por qué darle un teléfono de inmediato a un potencial sospechoso en el segundo que te lo pida. Le puedes poner en una sala y decirle que vas a encargarte de ello. ‘Encargarte de ello’ puede llevarte unos minutos, quizá hasta una hora o dos. Es una táctica para darnos tiempo a preparar una estrategia y mantener al sospechoso desconcertado. ¿Puedes intentar recordar eso en el futuro?”.

      “Sí, señor”, dijo Beatty tímidamente.

      “De acuerdo. Por ahora, llévalo a una sala abierta de interrogatorios. Seguramente no tenemos mucho tiempo antes de que llegue aquí su abogado, pero me gustaría utilizar lo que tenemos para al menos conocer un poco al tipo. Y Beatty, cuando le traslades, no respondas a ninguna de sus preguntas. Simplemente ponle en la sala y lárgate, ¿entendido?”.

      “Sí, señor”.

      Mientras Beatty iba a la sala para familias para recoger a Missinger, Hernández llevó a Jessie y Trembley a la sala de descanso.

      “Vamos a darle un minuto para que se acomode”, dijo Hernández. “Vamos a entrar Trembley y yo. Jessie, deberías observar desde detrás del espejo. Es demasiado tarde para hacerle preguntas de peso, pero podemos intentar establecer algún tipo de conexión con él. No tiene que decirnos nada, pero nosotros podemos decir mucho. Y eso puede surtir un efecto en él. Necesitamos que se sienta lo más inseguro posible antes de que llegue su abogado y empiece a hacerle sentir cómodo. Necesitamos meter esas dudas persistentes en su cabeza, para que se pregunte si somos mejores aliados que el abogado de su firma de lujo. No tenemos mucho tiempo para hacerlo, así que vamos a entrar”.

      Jessie se fue a la sala de observación y tomó asiento. Era su primera oportunidad de echarle un vistazo a Michael Missinger, que estaba de pie en una postura algo incómoda en una esquina. Si acaso, era todavía más atractivo de lo que lo había sido su mujer. Hasta a las 3 de la madrugada, vestido con vaqueros y una sudadera que debía haberse puesto en el último minuto, parecía que acabara de salir de una sesión de fotos.

      Su cabello corto, aclarado por el sol, estaba lo bastante desgreñado como para no resultar pretencioso, pero no tanto como para parecer desaliñado. Tenía la piel bronceada a trozos, pero blanca en otros, el síntoma de un surfista habitual.

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