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junior, a quien no le importe no tener un contrato a tiempo completo ni que le paguen por debajo de lo habitual”.

      “Seguro que con eso atraerán solicitudes de los mejores”, dijo Jessie.

      “Totalmente de acuerdo. Eso me temo—que, con la excusa de mantener los costes bajos, se decidan por alguien que no tenga lo que hace falta. ¿Qué pienso yo? Prefiero probar con alguien que puede que sea novato pero que tenga talento antes de un inútil que no sirva para nada en absoluto”.

      “¿Crees que tengo talento?”, preguntó Jessie, esperando no sonar como si estuviera buscando que le echaran un cumplido.

      “Creo que tienes potencial. Lo demostraste en el caso que presenté a la clase. Respeto mucho a tu profesor de esa clase, Warren Hosta. Y me dice que tienes talento de verdad. No entró en detalles, pero indicó que te habían concedido permiso para entrevistar a un preso de alto calibre y que habías establecido una relación que podría acabar siendo de utilidad en el futuro. El hecho de que no pudiera contarme todo lo que está haciendo alguien que se acaba de graduar del master sugiere que no estás tan verde como pueda parecer. Además, te las arreglaste para deshilvanar la complicada trama del asesinato que cometió tu marido y conseguiste que no te matara. Eso no es moco de pavo. También sé que te han aceptado en el programa de la Academia Nacional del FBI sin ninguna experiencia previa en las fuerzas de seguridad. Eso no sucede casi nunca. Así que estoy dispuesto a apostar por ti y mencionar tu nombre en las negociaciones, asumiendo que estés interesada. ¿Estás interesada?”.

      CAPÍTULO CINCO

      “Entonces, ¿no vas a hacer lo del FBI?”, preguntó Lacy con incredulidad mientras tomaba otro sorbito de vino.

      Estaban sentadas en el sofá, ya se habían bebido la mitad de una botella de vino tinto y estaban devorando la comida china que les acababan de traer a casa. Eran más de las 8 de la tarde y Jessie estaba agotada después de vivir el día más largo que recordaba en muchos meses.

      “Claro que lo voy a hacer, pero no ahora. Me concedieron una prórroga. Puedo unirme a otra clase de la Academia, siempre y cuando lo haga en los próximos seis meses. De lo contrario, tengo que volver a presentar mi aplicación. Como tuve suerte de que me aceptaran en esta ocasión, prácticamente eso garantiza que iré muy pronto”.

      “¿Y te rajas para hacer trabajo de despacho para el L.A.P.D.?”, preguntó Lacy, incrédula.

      “Otra vez, no me estoy rajando”, señaló Jessie, dándole un buen trago a su copa, “solo lo estoy retrasando. Ya estaba indecisa por todo lo que tengo entre manos con la venta de la casa y mi recuperación física. Esto no fue más que el factor decisivo. Además, ¡suena genial!”.

      “No, para nada”, dijo Lacy. “Suena completamente aburrido. Hasta tu amigo el detective dijo que estarías haciendo tareas rutinarias y manejando casos de poca monta en los que nadie más quiera trabajar”.

      “Al principio, pero cuando tenga un poco de experiencia, estoy segura de que me asignarán a algo más interesante. Estamos en Los Ángeles, Lace. No van a ser capaces de mantener a los locos muy lejos de mí”.

      *

      Dos semanas más tarde, mientras el coche patrulla dejaba a Jessie a una manzana de la escena del crimen, les dio las gracias a los agentes y se dirigió al callejón donde vio la cinta de acordonamiento de la policía en su lugar. Mientras cruzaba la calle, evitando a los conductores que parecían tener más intenciones de chocarse con ella que de evitarla, se le ocurrió que este iba a ser su primer caso de asesinato.

      Echando la vista atrás a su breve periodo en la comisaría central, se daba cuenta de que se había equivocado al pensar que no iban a poder mantener a los locos alejados de ella. De alguna manera, hasta el momento, lo habían conseguido. De hecho, la mayor parte del tiempo en estos días se lo había pasado en comisaría, repasando casos abiertos para asegurarse de que el papeleo que había rellenado Josh Carter antes de largarse estaba al día. Era pura rutina.

      No ayudaba el hecho de que la Comisaría Central pareciera una terminal de autobuses transitada. La zona del recinto principal era masiva. La gente revoloteaba a su alrededor todo el tiempo y nunca estaba del todo segura de si se trataba de personal, civiles, o sospechosos. Tuvo que moverse en varias ocasiones a otro escritorio cada vez que los criminólogos sin la etiqueta de “interinidad” utilizaban su experiencia para reclamar las estaciones de trabajo que preferían. Y daba igual donde terminara, parecía que Jessie siempre estaba situada justo debajo de una luz fluorescente titilante.

      Pero hoy no. Al entrar al callejón a las afueras de la Cuarta Este, vio al detective Hernández al otro extremo y esperó que este caso fuera diferente a los otros que le habían asignado hasta el momento. En cada uno de ellos, había acompañado a los detectives, pero no le habían pedido su opinión. No había gran necesidad de ello de todos modos.

      De los tres casos en que había hecho de acompañante, dos habían sido robos y el otro un incendio provocado. En cada uno de ellos, el sospechoso había confesado a los pocos minutos de que le arrestaran, en una ocasión sin que le tuvieran que interrogar. El detective había tenido que leerle sus derechos Miranda y pedirle que confesara de nuevo.

      Pero hoy puede que por fin fuera diferente. Era el lunes después de Navidad, y Jessie esperaba que el espíritu de las fiestas pudiera hacer que Hernández se sintiera más generoso que sus colegas. Se unió a él y a su compañero por el día, un hombre con gafas de unos cuarenta y tantos años llamado Callum Reid, durante su investigación de la muerte de un adicto que habían encontrado al final del callejón.

      Todavía tenía una aguja pinchada en su brazo izquierdo y el agente de uniforme solo había llamado a los detectives como mera formalidad. Mientras Hernández y Reid hablaban con el agente, Jessie se metió por debajo de la cinta de acordonamiento y se acercó al cadáver, asegurándose de que no pisaba en ningún lugar importante.

      Miró al joven, que no parecía ser mayor que ella. Era afroamericano, con un corte de pelo difuminado. Hasta tumbado y descalzo, podía asegurar que era alto. Algo sobre él le resultaba familiar.

      “¿Debería saber quién es este tipo?”, le gritó a Hernández. “Me da la impresión de que le he visto antes en alguna parte”.

      “Probablemente”, le gritó Hernández de vuelta. “Fuiste a la USC, ¿verdad?”.

      “Así es”, dijo ella.

      “Seguramente coincidió contigo uno o dos años. Se llamaba Lionel Little. Jugó al baloncesto allí durante un par de años antes de hacerse profesional”.

      “Vale, ahora creo que me acuerdo de él”, dijo Jessie.

      “Tenía un increíble tiro con la mano izquierda en que volteaba los dedos”, recordó el detective Reid.

      “Me recordaba un poco a George Gervin. Fue un novato muy solicitado, pero acabó desvaneciéndose en unos pocos años. No podía jugar como defensa, y no supo cómo manejar todo ese dinero ni el estilo de vida de la NBA. Solo duró tres temporadas antes de que le sacaran por completo de la liga. Para entonces, las drogas se lo llevaron por delante. En algún momento, acabó viviendo en la calle”.

      “Le veía de vez en cuando”, añadió Hernández. “Era un chico muy agradable—nunca le detuvieron por otra cosa que vagabundear o mearse en público”.

      Jessie se inclinó y miró más de cerca a Lionel. Trató de imaginarse a sí misma en su posición, un chico perdido, adicto a las drogas, pero no problemático, vagabundeando por los callejones de atrás del centro de L.A. durante los últimos años. De algún modo, se las arregló para mantener su hábito sin llegar a la sobredosis o terminar en prisión. Y, aun así, allí estaba, tumbado en un callejón, con una aguja en el brazo, descalzo. Algo no encajaba del todo.

      Se arrodilló para echarle una mirada de cerca donde la aguja sobresalía de su piel. Estaba metida hasta el fondo en su piel básicamente limpia.

      Su

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