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recuperándose del ataque de Kyle. Todavía estaba bajo la influencia de los medicamentos, por lo que sus recuerdos eran algo vagos.

      Solo había venido hasta allí porque ella le había hecho una llamada, sospechando de los antecedentes de Kyle antes de conocerle a los dieciocho años, con la esperanza de que le pudiera ofrecer alguna pista que seguir. Le había dejado un mensaje de voz y cuando él no pudo dar con ella después de varios intentos—básicamente porque su marido la había maniatado en su casa—él había rastreado su celular para caer en la cuenta de que se encontraba en el hospital.

      Cuando le visitó, había sido amable, y le había repasado el estado del caso pendiente contra Kyle. Sin embargo, también había mostrado claras sospechas (con razón de sobra) de que Jessie no había hecho todo lo posible para aclarar las cosas después de que Kyle matara a Natalia Urgova.

      Era cierto. Después de que Kyle persuadiera a Jessie de que ella había matado a Natalia en medio de un furor fomentado por el alcohol del que no se acordaba, Kyle le había ofrecido encubrir el crimen arrojando el cadáver de Natalia al mar. A pesar de las dudas que había sentido en ese momento, Jessie no había insistido en presentarse a la policía para confesar. Era algo de lo que se seguía arrepintiendo hasta el día de hoy.

      Hernández había guardado eso en secreto y, por lo que ella sabía, no le había dicho nada respecto a ello a nadie más. Una pequeña parte de ella se temía que esa fuera la verdadera razón para decirle que viniera hoy y que lo del trabajo no era más que una patraña para hacerle venir a comisaría. Se imaginó que, si le llevaba a la sala de interrogatorios, sabría por dónde iban las cosas.

      Tras unos pocos minutos, él salió a recibirla. Era el mismo que ella recordaba, de unos treinta años, de complexión fuerte pero no excesivamente imponente. Con un metro ochenta, y algo menos de noventa kilos de peso, era obvio que estaba en una forma excelente. Solo cuando se le acercó más, recordó lo musculoso que era.

      Tenía el pelo negro y corto, ojos castaños, y una sonrisa amplia y cálida que seguramente hacía que los sospechosos se sintieran a salvo. Se preguntó si la cultivaba por esa misma razón. Vio el anillo de bodas en su mano izquierda y se acordó de que estaba casado, aunque no tenía hijos.

      “Gracias por venir, señorita Hunt”, le dijo, extendiéndole la mano.

      “Llámame Jessie, por favor”, dijo ella.

      “Muy bien, Jessie. Vamos a mi escritorio y te pondré al tanto de lo que tengo en mente”.

      Jessie sintió una ráfaga de alivio más intensa de lo esperada cuando no le sugirió ir a la sala de interrogatorios, pero consiguió que no fuera demasiado obvio. Mientras le seguía hasta la zona de oficina, él le habló en voz baja.

      “He estado al tanto de tu caso”, admitió. “O, mejor dicho, el caso de tu exmarido”.

      “Pronto exmarido”, anotó ella.

      “Correcto. También me enteré de eso. No hay planes de seguir junto al tipo que intentó inculparte por asesinato y matarte a ti después, ¿eh? Ya no hay lealtad hoy en día”.

      Le sonrió para indicarle que estaba bromeando. Jessie no pudo evitar sentirse impresionada por un hombre que estaba dispuesto a gastar una broma sobre un asesinato ante la persona que casi acaba siendo asesinada.

      “La culpabilidad me tiene frita”, dijo ella, siguiéndole la broma.

      “Apuesto a que sí. Tengo que decir que no tiene buena pinta para el que pronto será tu exmarido. Incluso si los fiscales no van a por la pena de muerte, dudo de que salga algún día de la cárcel”.

      “De tus labios…”, murmuró Jessie, sin necesidad de terminar la frase.

      “Cambiemos de tema a algo más alegre, ¿te parece?”, sugirió Hernández. “Como puede que recuerdes o no de mi visita a tu clase, trabajo para una unidad especial en Robos-Homicidios. Se llama la Sección Especial de Homicidios, o SEH abreviando. Nos especializamos en casos de gente famosa, de esos que generan un montón de interés mediático o escrutinio público. Puede incluir incendios provocados, asesinatos con múltiples víctimas, asesinatos de individuos notables, y por supuesto, asesinos en serie”.

      “Como Bolton Crutchfield, el tipo al que ayudaste a capturar”.

      “Exactamente”, dijo él. “Nuestra unidad también emplea a criminólogos. No son exclusivamente nuestros. Todo el departamento tiene acceso a ellos, pero nosotros tenemos prioridad. Puede que hayas oído hablar de nuestro criminólogo más experimentado, Garland Moses”.

      Jessie asintió. Moses era una leyenda en la comunidad de criminólogos. Antiguo miembro del FBI, se había mudado a la costa oeste para retirarse a finales de los años 90 tras pasarse décadas dando tumbos por el país a la caza de asesinos en serie. Le pagaba el departamento, pero no era un empleado oficial, así que podía ir y venir como le daba la gana.

      Ya tenía más de setenta años, pero todavía aparecía por el trabajo casi cada día. Y al menos tres o cuatro veces al año, Jessie leía alguna historia sobre cómo había resuelto otro caso que nadie más podía descifrar. Se suponía que tenía un despacho en el segundo piso de este edificio en lo que se rumoreaba era un armario de limpieza reconvertido.

      “¿Voy a conocerle?”, preguntó Jessie, tratando de controlar su entusiasmo.

      “No hoy”, dijo Hernández. “Quizá si aceptas el trabajo y cuando lleves algún tiempo por aquí, te lo presentaré. Es algo difícil de tratar”.

      Jessie sabía que Hernández estaba siendo diplomático. Garland Moses tenía reputación de ser un tipo desagradable y taciturno, con muy mal genio. Si no fuera porque se le daba de maravilla atrapar a asesinos, seguramente no habría manera de conseguirle un trabajo.

      “Así que Moses es algo así como el criminólogo emérito del departamento”, continuó Hernández. “Solo aparece por aquí para los casos realmente importantes. El departamento tiene unos cuantos criminólogos autónomos y otro personal que emplea para casos menos célebres. Por desgracia, nuestro criminólogo junior, Josh Caster, presentó su dimisión ayer”.

      “¿Por qué?”.

      “¿Oficialmente?”, dijo Hernández. “Quería mudarse a una zona más apropiada para la vida en familia. Tiene una mujer y dos hijos a los que no ve nuca. Así que aceptó un puesto en Santa Bárbara”.

      “¿Y extraoficialmente?”.

      “Ya no podía más con el trabajo. Trabajó en robos-homicidios media docena de años, entonces fue al programa de formación del FBI, regresó con fuerza y trabajó muy duro como criminólogo durante dos años después de eso. Entonces, se dio con un muro”.

      “¿Qué quieres decir?”, preguntó Jessie.

      “Este es un negocio bastante feo, Jessie. Creo que no he de decírtelo, después de lo que pasó con tu marido. Pero una cosa es tener un encuentro fortuito con la violencia o la muerte. Y otra cosa es tener que enfrentarse a ello cada día, ver las cosas horribles que los seres humanos pueden hacerse entre ellos. Es difícil mantener tu humanidad bajo el peso de todo eso. Te deprime. Si no tienes algún sitio donde dejarlo al final del día, puede alterarte de verdad. Eso es algo en lo que pensar mientras consideras mi propuesta”.

      Jessie decidió que este no era el momento de decirle al detective Hernández que su experiencia con Kyle no era la primera ocasión en la que se había enfrentado a la muerte de cerca. No estaba segura de que haber sido testigo de cómo su padre asesinaba a varias personas cuando ella era una niña, incluyendo a su propia madre, pudiera dañar sus posibilidades laborales.

      “¿Cuál es exactamente tu propuesta?”, le preguntó, alejándose del tema por completo.

      Habían llegado al escritorio de Hernández. Le hizo un gesto para que se sentara al otro lado de la mesa, frente a él, mientras continuaba.

      “Que sustituyas a Caster, al menos en calidad de interinidad. El departamento no está preparado

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