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está devastada. Es una madre soltera. Recuerdo leer en algún artículo sobre él que trabajaba en tres sitios distintos cuando Lionel era un crío. Seguro que pensó que podría reducir sus horas cuando él triunfó, pero supongo que no fue así”.

      Jessie no supo qué decir como respuesta así que simplemente asintió y guardó silencio.

      “Voy a dejarlo por hoy”, dijo Hernández con brusquedad. “Unos cuantos vamos a ir tomar un trago, por si quieres unirte. Sin duda, te has ganado una a mi cuenta”.

      “Lo haría, pero se supone que voy a ir a un club esta noche con mi compañera de piso. Cree que ya es hora de que regrese al mundo de las citas”.

      “¿Y tú crees que ya es hora?”, preguntó Hernández, arqueando las cejas.

      “Creo que ella es imparable y no va dejar esto de lado hasta que salga al menos una vez, a pesar de que sea lunes por la noche. Con eso, debería obtener unas cuantas semanas de gracia antes de que empiece con ello de nuevo”.

      “En fin, pásalo bien”, dijo él, tratando de sonar optimista.

      “Gracias, estoy segura de que no será así”.

      CAPÍTULO SEIS

      El club estaba oscuro y con la música muy alta, y Jessie podía ver cómo se avecinaba un dolor de cabeza.

      Una hora antes, cuando Lacy y ella se estaban preparando, la cosa parecía mucho más prometedora. El entusiasmo de su compañera de piso era contagioso y Jessie casi se sentía ansiosa de pasar la noche fuera mientras se ponían sus vestidos y se acicalaban el pelo.

      Cuando salieron del apartamento, no podía negar que estaba de acuerdo con el comentario que había hecho Lacy diciéndole que estaba “reluciente”. Llevaba su falda roja con el corte que ascendía hasta su muslo derecho, la que nunca acabó poniéndose en su breve y tumultuosa existencia en los suburbios de Orange County. También llevaba un top negro sin mangas que acentuaba el tono muscular que había conseguido durante su fisioterapia.

      Hasta se atrevió a ponerse sus tacones de tres pulgadas que la hacían medir oficialmente más de uno ochenta y cinco y que la metían en el club de las amazonas del que formaba parte Lacy. Originalmente, se había atado su pelo castaño en un moño, pero su compañera de piso y empresaria de la moda le había convencido para que se lo dejara suelto, por lo que le caía como una cascada por la espalda. Al mirarse en el espejo, no le resultaba totalmente ridículo que Lacy dijera que parecían un par de modelos que salían a pasear sus palmitos por la noche.

      Sin embargo, una hora después, su estado de ánimo se había apagado. Lacy se lo estaba pasando en grande, flirteando lúdicamente con los chicos que no le interesaban y flirteando seriamente con las chicas que sí lo hacían. Jessie se encontraba junto al bar charlando con el barman, que obviamente tenía mucha práctica en el arte de entretener a las chicas que no estaba acostumbradas al ambiente.

      No estaba segura de cuándo se había vuelto tan sosa, aunque era cierto que no había estado soltera en casi una década. Sin embargo, Kyle y ella habían salido por este mismo tipo de sitios cuando vivían aquí, antes de mudarse a Westport Beach. Y ella nunca se había sentido fuera de lugar.

      De hecho, le solía encantar pasarse a conocer los nuevos clubs, bares y restaurantes nocturnos del centro de L.A.—o D.T.L.A. para los habitantes locales—, algunos de los cuales parecían abrir cada semana. Ellos dos entraban como una ráfaga de viento y se hacían con todo el lugar, probaban el artículo o bebida menos convencional del menú, bailando con toda despreocupación en el centro del club, ignorando las miradas críticas que pudieran atraer. No echaba en falta a Kyle, pero tenía que reconocer que añoraba la vida que había compartido antes de que todo se torciera.

      Un chico joven, probablemente de menos de veinticinco años, se acercó a ella y se acomodó en un taburete vacío que había a su izquierda. Le echó una mirada rápida en el espejo del bar, estudiándole en silencio.

      Era parte de un juego privado al que le gustaba jugar consigo misma. De manera informal, lo llamaba “predicción humana”. En el juego, intentaba adivinar cuanto más le fuera posible sobre una persona, en base a su aspecto, su manera de actuar y de hablar. Mientras le echaba una ojeada a escondidas al chico en cuestión, se sintió encantada de darse cuenta de que ahora ese juego le proporcionaba beneficios profesionales. Después de todo, era una criminóloga interina, novata. Esto era trabajo de campo.

      El chico era moderadamente atractivo, con el pelo rubio oscuro y desgreñado que le caía por encima del lado derecho de la frente. Estaba bronceado, pero no era un moreno de playa. Era demasiado uniforme y perfecto. Jessie sospechó que visitaba una sala de solárium periódicamente. Estaba en buena forma, pero parecía delgado de un modo que no resultaba natural, como un lobo que no ha comido en mucho tiempo.

      Era obvio que venía de su trabajo, ya que todavía llevaba “su uniforme”—un traje, zapatos abrillantados, y la corbata ligeramente aflojada como para indicar que estaba relajándose. Eran casi las 10 de la noche, y si acababa de salir del trabajo, eso sugería que su trabajo requería de largas horas en la oficina. Quizá trabajaba en finanzas, aunque por lo general, eso requería más bien empezar temprano y no salir muy tarde.

      Era más probable que se tratara de un abogado, aunque no para el gobierno; quizá era un asociado que estaba en su primer año en alguna compañía de alto nivel donde le estaban exprimiendo. Le pagaban bien, como demostraba el traje de sastre, pero no tenía mucho tiempo para disfrutar de los frutos de su labor.

      Parecía estar decidiendo la entrada que iba a utilizar para hablar con ella. No podía ofrecerle un trago porque ya tenía uno que estaba medio lleno. Jessie decidió echarle una mano.

      “¿Qué compañía?”, le preguntó, volviéndose hacia él.

      “¿Qué?”.

      “¿Con qué compañía legal trabajas?”, repitió, casi gritando para que le oyera por encima de la música que les envolvía.

      “Benson & Aguirre”, respondió con un acento de la costa este que Jessie no pudo identificar del todo. “¿Cómo supiste que soy abogado?”.

      “Pura suerte; parece que te están haciendo trabajar de lo lindo. ¿Acabas de salir?”.

      “Hace como media hora”, dijo él, con una voz que mostraba un tono más bien del Atlántico medio que de New York. “Llevo tres horas deseando tomarme un trago. Podría tomarme un agua con hielo, pero tendré que conformarme con esto”.

      Le dio un trago a su cerveza.

      “¿Cómo se compara Los Ángeles con Filadelfia?”, preguntó Jessie. “Ya sé que han pasado menos de seis meses, pero ¿te parece que te estás adaptando bien?”.

      “Pero bueno, ¿qué diablos es esto? ¿Eres algo así como un detective privado? ¿Cómo sabes que soy de Filadelfia y que me mudé aquí el pasado agosto?”.

      “Es una especie de talento que tengo. Me llamo Jessie, por cierto”, dijo, extendiéndole la mano.

      “Doyle”, dijo él, estrechándosela. “¿Me vas a contar cómo haces ese truco de salón? Porque me estás asustando un poco”.

      “No quiero desvelar el misterio. El misterio es muy importante. Deja que te haga otra pregunta, solo para completar la imagen. ¿Fuiste a Temple o a Villanova para estudiar leyes?”.

      Él se la quedó mirando con la boca abierta de par en par. Tras pestañear unas cuantas veces, se recompuso.

      “¿Cómo sabes que no fui a Penn?”, le preguntó, fingiendo sentirse insultado.

      “De ningún modo, no pedías aguas heladas en Penn. ¿Cuál de ellas es?”.

      “¡Guau, guau, y más guau, chica!”, le gritó. “¡Vamos Wildcats!”.

      Jessie asintió con entusiasmo.

      “Soy una

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