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autonomía es la “potestad para comportarse”,5 que en el marco del contrato se traduce en la potestad de actuar en función de una relación jurídica, ya sea para crear, modificar o extinguir los efectos de esta en el contexto jurídico; de allí que el acuerdo de voluntades sea producto del ejercicio de la autonomía de la voluntad. Sin embargo, esta autonomía no es absoluta, pues el contrato debe nacer a la vida jurídica y ejecutarse en el marco de la buena fe, sin desconocer los límites que el orden público y las buenas costumbres han marcado.

      De lo anterior se colige que el alcance de la autonomía de la voluntad se relativiza por los límites legales establecidos; pero, además, con los límites que se han impuesto en el marco de la protección constitucional de los derechos de terceros, el bien común y el principio de solidaridad, en función del denominado fenómeno de la constitucionalización del derecho, que si bien no es objeto de estudio en este capítulo, sí demarca un escenario que debe ser observado por las partes en desarrollo de la actividad contractual, toda vez que exige un ejercicio responsable de la libertad contractual, sin abuso del derecho o de la posición dominante, lo que implica la disminución de espacios de libre intercambio entre los particulares, pues siempre debe concebirse la autonomía de la voluntad sujeta a los parámetros de la buena fe y “debe comprometerse con la realización de propósitos igualitarios, redistributivos y orientados hacia el bien común”.6

      El ejercicio de la autonomía de la voluntad posibilita otras libertades, entre ellas la libertad contractual, es decir, la facultad de decidir si se contrata o no y con quién se contrata, así como la libertad de contenido, es decir, definir los términos y las formas en las que se celebrará el contrato. Por ello, en el proceso de formación del acuerdo “la libertad de contratar responde a un momento estático y la libertad de contenido responde a un momento dinámico, dentro del negocio jurídico”,7 en virtud de los cuales las partes definen las formas y contenidos de su relación jurídica contractual, entre ellos la inclusión o no de cláusulas de responsabilidad civil.

      Es por ello por lo que las libertades derivadas de la autonomía de la voluntad se conciben como un segundo principio contractual, atendiendo al “poder normativo que otorgan a los particulares para autorregular sus intereses por medio de sus propias relaciones contractuales”,8 puesto que esa determinación y la forma en que se hace será la que produzca efectos de ley para las partes, al encontrarse soportada en el ejercicio legítimo de la autonomía de la voluntad.

      La libertad contractual y de contenido tampoco son absolutas, toda vez que responden a las mismas limitaciones de la autonomía de la voluntad que les sirve de fundamento, de allí que, en el siguiente acápite, sea necesario precisar algunas particularidades de los elementos que son de la esencia, de la naturaleza y accidentales del negocio jurídico. Los primeros, de obligatoria observancia para las partes que pretenden el perfeccionamiento de su acuerdo; los segundos como supletorios de su voluntad, y los terceros como máxima expresión de autonomía y libertad, en cuyo contexto nacen las cláusulas de modificación de la responsabilidad.

      Como tercer principio contractual, la buena fe exige que “las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe, la cual se presumirá en todas las gestiones que aquellos adelanten ante éstas”,9 y al concretarse en la relación contractual, exige que “los contratos deben ejecutarse de buena fe”,10 integrándose de manera directa con todos “aquellos deberes que emanan de la naturaleza de la obligación, o que por la ley pertenecen a ella”.11

      Por lo anterior, la buena fe debe estar presente en todos los momentos del contrato, esto es, desde su formación, pasando por su celebración y finalizando con la ejecución de los términos establecidos para el tipo contractual requerido y definido por las partes; así se colige de la consideración que el mismo Código Civil expresa, al considerar que la actuación de buena fe obliga a lo considerado dentro del negocio jurídico y a “todas las cosas que emanan precisamente de la naturaleza de la obligación, o que por ley pertenecen a ella”.12 Así lo ha advertido la Corte Suprema de Justicia al concebir la buena fe como un instituto que

      se proyecta a lo largo de las diferentes fases que, articuladas, conforman el plexo contractual –en un sentido amplio–: la atinente a la formación del negocio jurídico, lato sensu (fase formativa o genética), la relativa a su celebración (fase de concreción o de perfeccionamiento) y la referente a su desenvolvimiento, una vez perfeccionado (fase ejecutiva; de consumación o post-contractual).13

      Esa concepción de la buena fe como un principio latente en todo negocio jurídico, exige a las partes una conducta permanente de rectitud que vele por el adecuado diseño y ejecución del negocio, que guarde los intereses de las partes; de allí que se conciba como límite o marco de actuación de la autonomía de la voluntad y las libertades derivadas, ya mencionadas.

      En función de las denominadas cláusulas contractuales de responsabilidad civil, los principios de autonomía de la voluntad, libertad contractual y de contenido y la buena fe, sirven como fundamento para su establecimiento y ejecución, en la medida en que son las partes quienes, en ejercicio de su autonomía y libertad, deciden sobre su inclusión o no, otorgando validez al acuerdo, siempre que las mismas hayan sido objeto de negociación, se ajusten a los límites establecidos por la ley, el orden público y las buenas costumbres y se predique de ellas la buena fe. Así, se reconoce que las

      cláusulas modificatorias de la responsabilidad son válidas con fundamento en la autonomía privada, pero deben respetar los límites de validez, los cuales tienen como fundamento el orden público que incluye las normas imperativas, la buena fe y las buenas costumbres, que buscan proteger el equilibrio contractual en beneficio del bien común.14

      Los principios mencionados establecen el marco de actuación para las partes, en virtud del cual la declaración o exteriorización de la voluntad se manifiesta y, cumpliendo los elementos esenciales del negocio pretendido, el acuerdo produce los efectos de ley, siempre que se haga con los medios o con las solemnidades establecidas en la ley para que sea reconocido por el derecho con las condiciones establecidas por las partes, razón por la cual, a continuación, se hace mención de aquellos elementos que son de la esencia, la naturaleza y accidentales al negocio jurídico.

      Se ha advertido, de manera enunciativa, la existencia de unos principios en la actividad contractual, como fundamento para la celebración, perfeccionamiento y ejecución de la relación jurídica y que dichos principios están sujetos, entre otros, a la observancia de disposiciones que garantizan su existencia y que le dan validez. Pues bien, dichas disposiciones obedecen, en primera medida, a elementos contractuales de carácter esencial, que son complementados por elementos de carácter natural y accidental.

      Esas disposiciones que hemos denominado elementos contractuales están definidas por el Código Civil colombiano como aquellas cosas que se distinguen en cada contrato. Cosas que son de su esencia, de su naturaleza y las puramente accidentales:

      Son de la esencia de un contrato aquellas cosas sin las cuales, o no produce efecto alguno, o degeneran en otro contrato diferente; son de la naturaleza de un contrato las que, no siendo esenciales en él, se entienden pertenecerle, sin necesidad de una cláusula especial; y son accidentales a un contrato aquellas que ni esencial ni naturalmente le pertenecen, y que se le agregan por medio de cláusulas especiales.15

      En función de la libertad contractual y de contenido, las partes tienen un marco de actuación restringido en los elementos esenciales y naturales; mientras que gozan de amplio margen de decisión en los elementos accidentales. Los primeros son de naturaleza obligatoria, vinculante e impositiva para que el contrato produzca efectos amparados por el ordenamiento jurídico y responda a las necesidades contractuales de las partes; los segundos son de naturaleza vinculante supletoria de la voluntad de las partes, en la medida en que se entienden incluidos dentro del acuerdo, aún sin consagración expresa, y en aras de garantizar el adecuado desarrollo del mismo; los últimos deben ser consagrados expresamente por las partes,

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