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circulación de bienes donde debe examinarse los posibles conflictos entre aquellos.6 7

      En la doctrina nacional, Guillermo Ospina Fernández y Eduardo Ospina Acosta exponen que la oponibilidad de los negocios jurídicos no se contrapone al principio de relatividad, pues este “[...] se limita a impedir que los agentes pretendan imponerles derecho u obligaciones concretos a los terceros”,8 mientras que con la inoponibilidad “se trata de evitar que estos, a su vez, invadan la órbita jurídica de las partes, negando la eficacia de actos que la propia ley reconoce”.9

      Es claro que el principio de oponibilidad no se corresponde ni puede ser confundido o asimilado con el principio del efecto relativo del contrato. Se trata de conceptos disímiles, tanto en su acepción como en las repercusiones que generan frente a las partes y frente a los terceros.

      Sobre la distinción que existe entre ambos principios contractuales –efecto relativo y oponibilidad–, Díez-Picazo y Gullón explican que

      [...] una cosa es que el contrato no pueda crear derechos y obligaciones para terceros sin su consentimiento, y otra distinta que estos terceros tengan que contar con él y sus efectos, [...] con razón decía Ihering que todo negocio jurídico produce un efecto reflejo para los terceros porque, al igual que ocurre en el mundo físico, todo hecho jurídico no se puede aislar en el mundo jurídico, sino que se relaciona con su entramado.10

      Delimitado el alcance del principio de oponibilidad, y diferenciado este con nitidez del principio de relatividad, resulta preciso fijar las condiciones para su reconocimiento en el ordenamiento jurídico colombiano.

      Los principios que de manera explícita consagra la legislación civil colombiana con respecto a la etapa de ejecución de los contratos son el de normatividad, el de buena fe y el de diligencia y cuidado (artículos 1602 a 1604 del Código Civil).

      La legislación de derecho privado en Colombia no consagra de manera expresa el principio de relatividad ni el principio de oponibilidad. La doctrina nacional reconoce de manera general el primero, pero no el segundo.

      La falta de consagración expresa del principio de oponibilidad justifica el análisis acerca de si este puede o no ser admitido en la legislación colombiana como un postulado rector de los negocios jurídicos.

      En la legislación nacional se regulan supuestos expresos que consagran la oponibilidad de ciertos negocios jurídicos, sobre la base de que las partes cumplan con una formalidad de publicidad, que se erige en el presupuesto para que los terceros deban respetar los efectos del acto jurídico ajeno, en el entendido de que se trata de actos que pueden incidir en la situación jurídica de aquellos.11

      Son ejemplos de normas que consagran formalidades de publicidad: 1) el artículo 47 de la Ley 1579 de 2012 contentiva del Estatuto de Registro de Instrumentos Públicos, en cuanto dispone que “Por regla general, ningún título o instrumento sujeto a registro o inscripción surtirá efectos respecto de terceros, sino desde la fecha de su inscripción o registro”; 2) el artículo 1960 del Código Civil al prescribir que la cesión del crédito le debe ser notificada al deudor, so pena de no producir efectos frente a este y frente a terceros; 3) el artículo 888 del Código de Comercio al establecer que la cesión de contratos de ejecución periódica o sucesiva y de ejecución instantánea que consten en escritura pública podrá realizarse por escrito privado, pero que la misma no producirá efectos frente a terceros “mientras no sea inscrita en el correspondiente registro”; y 4) el artículo 196 del Código de Comercio al disponer que las limitaciones y restricciones de las facultades de la persona que represente a la sociedad que no consten en el contrato social inscrito en el registro mercantil no serán oponibles a terceros.

      El problema por elucidar es si se puede admitir la existencia, en cabeza de los terceros, de un deber jurídico de respetar los contratos respecto de los cuales la legislación no consagró formalidades de publicidad; y como antes se dijo, si dichos terceros pueden inclusive prevalerse del acto jurídico ajeno.

      Existen dos posibilidades interpretativas: 1) entender que la exigencia de la formalidad de publicidad atañe a un asunto de interés especial, que le impone al tercero el deber excepcional de respetar el contrato ajeno, sin que sea posible reconocer un verdadero principio de oponibilidad; o 2) asumir que por principio, cuando el contrato ajeno es conocido por el tercero, las partes le pueden aducir su contenido; perspectiva dentro de la cual la formalidad de publicidad genera una especie de presunción no desvirtuable, de conocimiento del contrato, pero sin que la oponibilidad se agote en este supuesto.

      Personalmente, encuentro razones idóneas para acoger el segundo criterio. En efecto, el deber jurídico genérico, ligado necesariamente al propósito de una convivencia social pacífica, implica el respeto por los intereses legítimos ajenos, en tanto no afecten a su vez intereses jurídicos propios dignos de mayor tutela. Así, siendo indiscutible que el contrato genera una situación jurídica que vincula a las partes y que tiene especial relevancia jurídica, en principio el tercero no tiene el poder de desconocer dicha relación, ni de afectar o interferir su cabal desarrollo.

      De otro lado, y en respaldo del criterio que se defiende, solo por excepción la legislación les atribuye a terceros mecanismos jurídicos para impugnar negocios jurídicos ajenos, en tanto estos resulten lesivos de sus intereses jurídicos. Ello evidencia que el ordenamiento jurídico reconoce que los contratos pueden incidir en la esfera de terceros, y que, solo por vía de excepción, estos pueden entrar a desconocer dichos actos. En este contexto se destacan la acción de simulación y la acción pauliana.

      Si bien la doctrina discute la naturaleza jurídica de dichas acciones,12 lo cierto es que la atribución de estas a terceros afectados tiene como base el reconocimiento de que tales contratos (el que entraña fraude pauliano o el simulado) no pueden afectar la situación jurídica de los terceros, es decir, que dichos negocios no les pueden ser oponibles.

      Como dichos mecanismos –que tienden a evitar que los efectos del negocio se proyecten negativamente sobre la esfera de terceros– son excepcionales, ello permite afirmar que, en situaciones normales, vale decir, de no mediar el fin fraudulento, el contrato sí sería oponible al tercero.

      Es incuestionable, además, que el ordenamiento protege al tercero que de buena fe se ampara en un negocio jurídico ajeno; y ello es así por cuanto el contrato originario le es oponible. Por ello, en eventos de simulación o de resolución del contrato, e inclusive de nulidad, la voluntad real de las partes o las fallas que se presenten en la ejecución del contrato o los vicios que afecten el negocio le son inoponibles al tercero, que se confió legítimamente en la seriedad y eficacia negocial.13

      De allí que el principio de oponibilidad de los contratos se cimente en: 1) el deber de respeto por la situación jurídica ajena surge con independencia de que la misma involucre derechos reales o derechos de crédito, dignos ambos de tutela jurídica; 2) la buena fe como parámetro de conducta social; 3) la existencia de las formalidades de publicidad en relación con negocios jurídicos que en el orden normal de las cosas pueden tener incidencia frente a terceros; y 4) el carácter excepcional de los mecanismos jurídicos que le atribuyen a los terceros la posibilidad de incidir en la órbita del contrato ajeno.

      De lo expuesto, igualmente se puede concluir que las condiciones para que se imponga el deber jurídico de respeto del contrato ajeno, son dos: 1) el conocimiento del contrato ajeno por parte del tercero, y 2) que dicho contrato no lesione un interés legítimo del tercero que merezca especial protección.

      En relación con el primer punto, se enfatiza que dicho conocimiento debe ser efectivo en los casos en los que la legislación no impone la formalidad de publicidad, y potencial en los eventos en los que la legislación consagra dicho formalismo. Mientras que, en el primer caso, es necesario que se demuestre que el tercero sí conocía efectivamente el contrato (o por excepción, que estaba en una posición jurídica que le exigía su conocimiento), en el segundo caso el tercero no puede alegar

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