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La mercadotecnia define grupos a partir de unos rasgos comercialmente funcionales a la oferta, los bautiza y los trata comunicacionalmente de un modo diferenciado; aunque dichos «grupos» no se reconozcan a si mismos como tales.

      O sea: no todos los grupos reconocidos socialmente como colectivos diferenciados constituyen entidades socioculturales objetivas, grupos de pertenencia articulados por una identidad compartida, como sí lo son, por ejemplo, las comunidades nacionales o religiosas. Dicho con un ejemplo: nuestra sociedad reconoce igualmente como comunidades diferenciadas a los alemanes y a los negros. Pero los alemanes poseen una identidad colectiva de la cual «los negros» carecen. La primera es propia, constituida a lo largo de una experiencia histórica compartida; la segunda es asignada desde afuera por una necesidad ideológica de los blancos. En este segundo caso, se trata de una entidad de naturaleza imaginaria, una «realidad ideológica».

      Estas realidades imaginarias se construyen en torno a un único atributo al que se le asigna, a priori, un valor mítico, trascendental, constitutivo de toda una personalidad individual y colectiva; tal como lo son el tipo de predilección sexual o el color de la piel. Los géneros así construidos no son hechos objetivos, sino formas culturalmente determinadas de recortar la realidad. El lenguaje acuña sólo las definiciones útiles a una determinada matriz cultural. Esas clasificaciones deciden qué es lo típico y qué es lo atípico. Y lo separan.

      Y esta necesidad de diferenciar lo considerado atípico respecto de lo considerado típico es una compulsión cultural espontánea y tenaz, difícil de superar por simple voluntad del individuo. Veámoslo en un ejemplo. Si mi hermano, que es blanco, se casa con una persona de su misma raza, al hablar de mi cuñada ante un tercero yo diré: «Mi hermano se ha casado con Rosa, una chica encantadora». Pero, si mi cuñada fuese negra, diré inevitablemente: «Mi hermano se ha casado con Rosa, una chica negra encantadora». Mi afecto por Rosa, no importa cuán grande sea, está condenado de partida; arrastrará una pequeña tara toda la vida. Y no por decisión mía. Por mi boca es el lenguaje el que habla, o sea, la sociedad. El lenguaje es, así mirado, una cruz. (Tal como lo prueba la propia metáfora en que, espontáneamente, acabo de incurrir).

      El caso de la «identidad sexual» no es una excepción a lo dicho. Entendida como «clase», o sea, como característica que permite filiar a la persona como miembro de un conjunto, la identidad sexual se reduce al par femenino-masculino. La única realidad objetiva que puede sustentar la idea de «identidad sexual» es la diferencia entre los sexos, o sea, aquélla que permite reconocer a los varones y las mujeres como distintos gracias a su diferencia sexual. La singularidad psicofísica de lo masculino y lo femenino es objetivamente verificable: las diferencias anatómicas y fisiológicas van acompañadas por ciertas diferencias psicológicas.

      Aún así, éstas últimas no llevan implícita la estanqueidad: en el individuo, ambos componentes, con distinto grado de predominio, coexisten. A partir de la diferencia anatómica – única unívoca – las identidades sexuales, o sea, lo masculino y lo femenino se van combinando y desdibujando, confluyendo finalmente en características indiferenciadas, compartidas por ambos sexos. Toda identidad se construye en un contexto «contagioso» y la «identidad sexual» no es una excepción. Dicho con una metáfora: un individuo no es un órgano sexual pensante, sino una complejísima e irrepetible combinatoria de rasgos, entre los cuales, los caracteres masculinos y femeninos coexisten, manifestándose con distinto predominio. Y tal predominio varía no sólo según la persona sino también según el ámbito particular de su experiencia vital: en un sujeto determinado, su componente masculino puede predominar, por ejemplo, en su actividad deportiva y, en cambio, adoptar actitudes claramente femeninas en su vida íntima.

      Toda presunta «identidad sexual» basada en otro rasgo que el propio sexo – por ejemplo, el tipo de objeto sexual – es inevitablemente una construcción imaginaria producto del sistema de valores profundos de la sociedad y expresada a través de las matrices del lenguaje. Poco o nada tendrá que ver con estructuras identitarias objetivas; o, si se quiere, carecerá de otra objetividad que la de la convención que la ha hecho existir y prevalecer en el pensamiento colectivo.

      Pues cada manera de hacer el sexo no responde a una supuesta «sexualidad diferenciada» sino a una canalización particular de la misma pulsión sexual humana: puro erotismo, único e indivisible en especies. La manera de hacer el sexo no puede, per se, obrar como sustrato de una identidad. Dan simple prueba de ello la versatilidad de las prácticas, la intercambiabilidad del objeto e, incluso, la prescindibilidad de éste. Una manera de hacer el sexo sólo puede tener sentido como parámetro clasificatorio de las personas para una cultura que necesita estructuralmente discriminar entre modalidades sexuales canónicas y modalidades transgresoras del canon.

      La reivindicación de identidades sexuales diferenciadas – más allá de la mera diferencia de los sexos - lleva implícita la creencia en la existencia de tipos de sexualidad cualitativamente distintos hasta el punto de determinar una identidad (primer a priori). Y entre todos los diferenciales posibles – igualmente arbitrarios – la ideología de la «identidad sexual» ha escogido como parámetro identitario la igualdad o diferencia sexual entre los copartícipes (segundo a priori), desechando otros tanto o más estructurales y tenaces. El tipo de partenaire sexual no es más definitorio del perfil sexual de la persona que el tipo de práctica predilecta o, más aún, el tipo de fantasía sexual recurrente.

      Pero, en nuestra sociedad, masculinidad y femineidad están soldadas a la heterosexualidad. Un hombre que es hombre y una mujer que es mujer, sólo desean a alguien del sexo opuesto; así se lo instituye explícitamente y se lo implanta en los hechos. En algunas regiones de Latinoamérica, aún se practica la iniciación sexual de los jóvenes mediante una celebración familiar, socialmente trascendente, que incluye los servicios de una prostituta. El joven que se rehúsa a atravesar esa experiencia deshonra a su familia y, fundamentalmente, a su padre; y se expone a ser expulsado del hogar. No cuesta nada imaginar el significado social implícito en el renunciamiento a ese festín sexual y comprender, así, el horror del padre ante semejante humillación: sólo por rechazar a una hembra, su hijo es «poco hombre», lo cual es mucha tragedia.

      Nuestra concepción reduccionista y estanca de la sexualidad crea identidades cerradas y centradas en la igualdad o diferencia del sexo anatómico de los copartícipes y desprecia la riquísima gama de características de la personalidad erótica que inciden en el modo de disfrute sexual. Pues, para defender la primacía absoluta del sexo anatómico del partenaire en la definición de la identidad, es indispensable desdeñar una serie de componentes esenciales de la sexualidad humana.

      Hay que desdeñar la inevitable ambigüedad sexual del individuo: no todo hombre es puramente masculino en su ejercicio sexual ni en sus vínculos interpersonales. Hay que desdeñar la singularidad de las predilecciones eróticas de cada persona individual: un homosexual sadomasoquista tiene mucho más en común con un sadomasoquista heterosexual que con otro homosexual. Y hay que desdeñar la compleja combinatoria de zonas erógenas, que varía no sólo según cada individuo sino según el tipo de relación que éste mantenga: el espacio corporal del placer erótico se extiende más allá de la genitalidad y desplaza su centro conforme el tipo y circunstancia de la relación. En síntesis: acerca de mi sexualidad, el sexo de mi partenaire tiene bastante poco que decir… si es que debiera decir algo y fuera necesario saberlo.

      En el núcleo de nuestra concepción de la identidad sexual se localiza una auténtica fijación en el puro hecho de la igualdad o diferencia de los órganos sexuales, y la completa desatención de la experiencia sexual propiamente dicha, que incluye un amplio repertorio de zonas erógenas que no son filiables como masculinas o femeninas, y un universo imaginario prácticamente infinito. Desde el punto de vista de la sexualidad humana, el ano es un órgano sexual de primera categoría equiparable al pene o la vagina, ¿Cuál es el sexo del ano? ¿Y qué no podría decirse de la piel, toda la piel y todas las pieles? ¿Pueden los besos clasificarse en homos y héteros? ¿Y las caricias? Para aquellos abusos metafóricos a los que es tan proclive el psicologismo vulgar, el ano es un órgano femenino y el dedo – qué duda cabe -, masculino. A partir de esta codificación sexista de aquello que carece de

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