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irresuelto, entre sometimiento y liberación. El lenguaje es uno de los campos en que se libra la batalla sin fin entre la vida y la cultura.

      Una de esas batallas, la librada por el pensamiento teórico, tiene en el psicoanálisis su arquetipo y, volviendo a Freud, podemos atestiguar ese esfuerzo por librarse de la prisión de los preconceptos al intentar definir lo sexual con objetividad:

      Resulta muy difícil delimitar con exactitud el contenido del concepto de «lo sexual». Lo más acertado sería decir que entraña todo aquello relacionado con las diferencias que separan los sexos; mas esta definición resultará tan imprecisa como excesivamente comprensiva. Tomando como punto central el acto sexual en sí mismo, podría calificarse de sexual todo lo referente a la intención de procurarse un goce por medio del cuerpo y, en particular, de los órganos genitales del sexo opuesto, o sea, todo aquello que tienda a conseguir la unión de los genitales y la realización del acto sexual. Sin embargo, esta definición tiene también el defecto de aproximarnos a aquellos que identifican lo sexual con lo indecente y hacernos convenir con ellos en que el parto no tiene nada de sexual. En cambio considerando la procreación como el nódulo de la sexualidad se corre el peligro de excluir del concepto definido una gran cantidad de actos, tales como la masturbación o el mismo beso, que, presentando un indudable carácter sexual, no tienen la procreación como fin. Estas dificultades con que tropezamos para establecer el concepto de lo sexual surgen en todo intento de definición y, por lo tanto, no deben sorprendernos con exceso. Lo que sí sospechamos es que en el desarrollo de la noción de «lo sexual» se ha producido algo cuya consecuencia podemos calificar, utilizando un excelente neologismo de H. Silberer, de «error por encubrimiento» (Überdeckungsfehler). [2]

      La palabra clave aquí es «encubrimiento»: la razón, incluso la científica, ha sido víctima del prejuicio, cuya función es ocultar las verdades como quien oculta, con idéntico rubor, las partes pudendas. En estos párrafos en que Freud se esfuerza por definir lo sexual, ya están indicados los obstáculos ideológicos principales: el tabú del placer sexual (la «indecencia» del puro goce) y la insuficiencia del argumento de la procreación.

      De todos modos, a pesar de las limitaciones de la inteligencia y de las trampas que a ésta le tiende la ideología, la batalla verbal obtiene sus conquistas. De no ser ello cierto, de ser el lenguaje un universo cerrado, condicionante férreo de todo significado, tendríamos que concluir aquí nuestro discurso. Por el contrario, si nos hemos animado a este esfuerzo, es por el convencimiento de la importancia y, en el caso de la homosexualidad, de la urgencia de una reflexión - teórica, poética o ambas a la vez - que detecte las fronteras entre la necesaria obediencia y la irrenunciable transgresión de los lazos entre el lenguaje y el deseo.

      La identidad no es un hecho independiente del discurso. No sólo forma parte del universo de lo real sino también del universo del lenguaje: es muy difícil reconocerle «ser» a algo que el discurso no pueda denominar. La identidad - lo que es y lo que no es - está férreamente condicionada por la cultura y circunscrita por el lenguaje. Es, por lo tanto, relativa, artificial, no natural. ¿Qué es una montaña? ¿Dónde comienza? ¿Cuándo ha de tener nombre propio? No todas las montañas de una cordillera tienen un nombre; es decir hay montañas que son más montañas que otras y merecen, por lo tanto, un apelativo que las diferencie. Pero tal merecimiento no es intrínseco al accidente geográfico sino a los especiales intereses de la mirada que lo bautiza. O sea, a la cultura. Lo que para unos pueblos es una mera transición entre colores para otros puede ser el color puro por excelencia. Varias tribus a la vez contemplan el mismo arco iris, pero cada una ve una bandera distinta. La identidad de las cosas del mundo - lo que es y lo que no es - es una función de la cultura.

      En el individuo, todo rasgo particular se suma al complejo cuadro de la identidad personal para cualificarla; pero ninguno, per se, alcanza para fundarla. La identidad personal surge de un complejo entrecruzamiento de universos de sentido – múltiples y heterogéneos – en los cuales el sujeto se autoreconoce y es reconocido. La identidad es una gestalt en la cual sus ingredientes se articulan siempre de un modo distinto en función del particular, ocasional e irrepetible vínculo comunicacional con el otro y consigo mismo. La identidad personal no es una foto sino el vitral de un calidoscopio que gira permanentemente: nunca se suman ni se pierden cristales pero nunca se repite la imagen anterior.

      Dicha complejidad está presente y activa en los vínculos reales, que se entablan predominantemente en lo inconsciente – «de inconsciente a inconsciente» – pero no se refleja punto por punto en el espejo del imaginario social, que es producto de la acción represora (en el sentido psicológico) de la ideología. O, más radicalmente aún, de la gramática. (Recordemos aquellos «compromisos de la gramática» referidos por Barthes).

      Cuando la identidad personal real – oscura, indiscernible – sale a la calle, se integra en el espacio social como un circulante más y es resignificada conforme a las matrices que rigen el imaginario colectivo. Lo individual real es pensado conforme los paradigmas o clases imaginarias. El sujeto se transforma en una determinada combinación de «tipos oficiales» donde unos priman sobre otros. En el imaginario social, lo que pasaba con las cosas pasa, entonces, con las personas. Las personas estamos clasificadas conforme una matriz cultural expresada en el lenguaje: lo que socialmente somos y no somos depende de los parámetros con que se nos piensa.

      Este carácter «imaginado» de las identidades personales, socialmente construidas, nos lo aclara más tajantemente Cornelius Castoriadis cuando afirma:

      El hopeful and dreadful monster que es el humano recién nacido, radicalmente inadaptado a la vida, debe ser humanizado, y esta humanización es su socialización, trabajo social mediado e instrumentado por el ambiente inmediato del infans. La sociedad son las instituciones y los significados imaginarios sociales que estas instituciones encarnan y hacen existir en la efectividad social. Son estos significados los que dan un sentido – sentido imaginario, en la acepción profunda del término, es decir, creación espontánea e inmotivada de la humanidad – a la vida, a la sociedad, a las opciones, a la muerte de los hombres, así como al mundo que crean y en el cual los hombres deben vivir y morir. La polaridad no es entre individuo y sociedad (…) sino entre psique y sociedad. la psique debe ser, bien o mal, domada, debe aceptar una «realidad» que para ella es, desde el principio y, en un cierto sentido, hasta el fin, heterogénea y extranjera. Esta «realidad» y su aceptación son el trabajo de la institución. Esto los griegos lo sabían; los modernos, en gran parte por el cristianismo, lo han ocultado. (…) La psique de los individuos humanos particulares no es ni puede ser nunca completamente socializada y conformada de acuerdo con lo que le exigen las instituciones [3].

      Cuando en un pueblo juegan un partido de casados contra solteros, la diferencia de estado civil de los miembros de estos equipos no es arbitraria ni casual; ésta es una costumbre extendidísima en nuestra cultura y tiene que ver con un modelo de identidad centrado en la familia.

      No hay partidos de rubios contra morenos. Pero si hay torneos de moros y cristianos. No hay bares de flacos y bares de gordos. Pero si hay bares normales y bares gays. Es decir, no cualquier rasgo aislado es suficiente para determinar y evidenciar socialmente una identidad; y el hecho de que un número significativo de individuos compartan un mismo rasgo no es suficiente ante la sociedad para convertir a dicho grupo de personas en un colectivo diferenciado. Sólo ciertos atributos, aquellos significativos para una determinada cultura, son elegidos para crear artificialmente en torno a ellos una supuesta identidad individual que, al ser compartida, configura un grupo socialmente diferenciado.

      A pesar de que rasgos tales como la belleza física, la castidad o la criminalidad son tan diferenciadores como el tipo de objeto sexual preferido o el color de la piel, nadie habla del grupo de los hermosos, ni del colectivo casto, ni de la comunidad de los delincuentes. Cada uno de éstos tienen un rasgo en común, pero a dichos rasgos nuestra sociedad no les asigna la relevancia suficiente como para definir una identidad.

      Las mujeres de pelo rizado no constituyen un género; nadie las considera un colectivo humano diferenciado, ni las denomina como grupo. El «pelo rizado» no pasa de ser un rasgo más que, al igual que el color de los ojos, resulta insuficiente, per se, para definir su identidad y, mucho menos, indicar la existencia

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