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Alberto tenía de­so­cu­pa­do. El com­­­pro­mi­so era que ella pagaría sus gas­tos, pero Carlos Al­ber­to y So­nia la lle­naban de re­ga­los, lo que fue un pre­cio por su de­­recho a vivir sin la tuición inmediata de sus padres. Has­ta el golpe com­­par­tió el de­partamento con una amiga que los padres ja­más co­no­cie­ron y que se fue al acercarse la Navidad de ese año. Siguió vi­vien­do so­­la, aunque ca­da vez le era más difícil tener dinero, porque la ha­bían des­pedido del tra­bajo y en­­ton­ces tuvo ne­ce­sidad de recibir esa me­sa­da que su padre siem­pre había que­ri­do darle. No quiso regresar don­de los pa­­dres y Carlos Al­ber­to en eso fue un aliado, aunque Patricia debió re­sis­­tir con ener­gía el empeño de que lle­va­ra a vivir con ella a la prima Ber­­ta que había venido a San­tia­go a es­tu­diar. Oca­sio­nal­mente se que­da­ban con ella algunas amigas y tuvo co­mo gran com­­pa­ñía al poeta del de­­par­ta­men­to del lado.

      Ya casi un mes había sido la pelea con su hija y a Carlos Alberto le pareció oportuno apro­ve­char la melancolía de los días de lluvia para irse al Colonia a tomar un cho­co­late con leche, ca­len­ti­to y dulce, con un buen pedazo de kuchen de nueces, con crema, que a los dos les gustaba tan­­­­to.

      Desvió el auto, regresó al tráfico. No tuvo certeza de qué fue, pero al­go le había hecho cambiar brus­camente el estado de áni­mo. En realidad, tuvo una urgente necesidad de ver a su hija ma­yor. Per­dió la flacidez de la me­lan­co­lía y tensó los músculos del rostro, mordiendo fuer­te diente con diente, tal co­mo el dentista le decía que no debía hacerlo, mi­rando molesto a los au­to­mo­vi­lis­tas que hacían maniobras torpes. El pa­vi­men­to mojado, la lluvia, el barro que las gotas suaves de la llovizna no conseguían eliminar del parabrisas, todo le fue per­turbando cre­cien­temente, más y más, y aceleró, tocó la bo­ci­na, se abrió paso para llegar pronto. No sabía en­tonces el mo­tivo de la urgen­cia, pero po­co rato después descubriría que era ese don de an­ti­cipación o de percepción especial de los pa­dres cuan­do los hijos tienen problemas, pe­ro en ese momento pensó que era sólo por la hora, pues si no llegaba luego, Pa­tri­cia le diría que no po­día ir, que ya era muy tarde, tal vez por­que llegaría el tal Moncho a verla, ese tipo chico y ra­­ro, del partido se­guramente, clandestino tal vez, que era una es­­pe­cie de po­lolo y ella querría esperarlo en lugar de salir un ra­to con su pa­dre y si no llegaba lue­go, pensó, en lugar de recon­ci­lia­ción iban a tener otra pe­lea, así es que más rápido, más rá­pi­do, con cier­ta im­­pru­den­cia, la que los due­ños de autos grandes y potentes, ase­gu­rados por aña­­di­dura, se pueden per­mi­tir. No quería ver a ese Mon­cho, tipo callado y sin apellido y menos aun ver que le arrebataba a su Patita.

      Carlos Alberto nunca corría, sólo tenía el paso lar­go y enér­­gico de un ju­ga­dor de golf, única revelación de sus apuros. Con las lla­ves en la mano y abro­­chándose el abrigo su­bió la escalera. Sus piernas largas y el excelente es­tado físico le permiten subir hasta el cuar­to pi­so de modo constante y rítmico, sin detenerse en los in­ter­medios, sin cansarse, sin que se agi­te el pecho salvo por la ansiedad de en­contrar a su Pa­tita, a su niña, convertida en mujer in­de­pen­diente, la an­siedad de encontrarla sola y que ella aceptara ir a tomar cho­co­­late con le­che, de ése que llena de calorcito el cuerpo en las tardes de frío y re­­conforta el espíritu cuando empieza a anidar la angustia o la me­lan­co­lía...

      O la sorpresa.

      La puerta estaba abierta y desde el pasillo vio el de­sorden. Entró: los muebles del living fuera de su posición, los cuadros torcidos, el bergère que había sido de su madre, ra­jado de arriba a abajo, el florero en el suelo y las siem­pre­vi­vas esparcidas, como si un huracán hubiera pasado por allí. Lla­mó a su hija en voz alta, pero sin gritar. Avanzó has­ta el dor­mitorio, empujó la puerta y el espectáculo fue aun peor: la cama deshecha, el col­chón en el suelo, el closet abierto y de­sor­denado. El otro dor­mi­torio estaba igual y los li­bros del es­tan­te esparcidos por el suelo y encima de la mesa-escritorio.

      Su desconcierto se fue convirtiendo en certeza.

      Él había escuchado de las de­ten­cio­­nes, la propia Pa­tricia se lo ha­bía contado, pero esto era demasiado. ¿Qué ha­bía pasado? ¿Por qué todo es­ta­ba así? ¿No sería quizás una pelea?

      Aceptó la idea de que habían llegado a de­tener a otra persona, no a su Pata, al Moncho ése, seguro, que debe es­tar metido quizás en qué cosas, ca­­ra­jo, el muy ca­ra­jo, entonces se debía haber resistido y los habían llevado a los dos. Ese mi­se­­ra­ble de mierda, ese tipejo, la había involucrado.

      Por la misma mierda, que estas cosas le pa­sen a otros, pero no a él, no a su hija, a su familia.

      No era posible.

      Sonia lloró cuando se lo dijo y Juan Alberto su­gi­rió ir al día si­guiente al Co­mité de la Paz, porque ahí ayudan, di­jo, presentan recursos y todo eso, pero Car­los Alberto, mo­les­to por la proposición de su hijo, que calificó de im­pertinente, pre­tendió ser práctico y llamó inmediatamente a Francisco Jo­sé, quien fue pololo de Patricia por tantos años, para que tú co­mo abogado nos ayu­des, pero él con­tes­tó fría­men­te, demasiado fríamente aun para él, que us­ted sabe, señor, que yo no soy de los abo­gados que se dedican a esas cosas, tal vez mañana le pueda dar algún nombre y aunque acep­tó que había varios ami­gos suyos cumpliendo funciones en el Ministerio del In­te­rior le di­jo que no po­día molestarlos para esto, pues ellos cum­plen sus obligaciones bien precisas, don Carlos Alberto y cosas como estas están a cargo de los servicios de se­gu­ri­dad y quizás en qué estaría metida Patricia, usted sabe, señor, disculpe, con esos amigos que tiene ahora y su partido y el centro de alum­nos, pero es cosa de tener paciencia, si no está metida en nada la van a sol­tar, hay que te­ner con­fianza en las Fuerzas Ar­madas que hacen todo a conciencia.

      Chi­qui­llo de mier­da, pensó Carlos Alberto, no es problema de confianza sino de encontrar a Pa­tricia. Mu­chas gracias y punto, eso era todo lo que podía esperar del que de­cía que tanto la amaba.

      Quedaron los tres solos. Pasaron toda la noche entre los ataques de llan­to Sonia y las acusaciones de “tú tienes la culpa, Carlos Alberto, porque la ayu­daste a irse de la casa” y la respuesta de “no me hables así, Sonia, porque ella se fue porque tú le hacías la vi­da imposible y a todos por igual, que ya estamos hasta aquí contigo”, mientras Juan Alberto, el hermano, simplemente se entristecía en toda la profundidad posible.

      Habló con todos sus conocidos. Incluso consiguió que lo re­ci­biera el Al­mi­ran­te. Una vez habían estado juntos ju­gando al golf. To­dos prometieron ha­cer algo, pronto se va a sa­ber. Habló con las más va­ria­das personas: co­ro­ne­les, ge­ne­ra­les, miembros del poder judicial, abo­­­gados. Todos le re­co­men­­da­ban no presentar recurso de amparo, no ar­­mar es­cán­da­los, no de­cir una pa­la­bra en público, ya que si recurría a las Cortes o al Comité del Cardenal, las co­sas se pondrían peor. Con­­si­guió que un obispo de cuya lealtad no se podía dudar, se in­­­te­re­sa­ra pri­va­damente en la situación. A los pocos días los re­cibió, en esos ai­res costeros cerca de la capital, para ex­plicarles que, efectivamente Patricia ha­bía sido detenida, pues había una de­nun­cia sobre actividades políticas sub­ver­sivas, pero que pronto podrían vi­si­tarla y con los antecedentes de los pa­dres todo se acla­ra­ría rápidamente. Mientras tanto no ha­bía que decir nada ni ha­cer escándalos.

      Sonia estaba desesperada y Carlos Alberto le in­­sistía en la ne­ce­si­dad de confiar, había que tener paciencia y confianza, ellos no eran cua­les­quie­ra, pero los días, las se­ma­nas y los meses pasaron y, después del aniversario del golpe de estado, en muchas partes se co­men­zó a hablar de personas que de­saparecían o que habían sido detenidos y los ejecutaban sin proceso o no se sabía más de ellos.

      Hasta su oficina lle­ga­ron algunas mujeres, di­cién­dole que habían sa­bido

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