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co­mo te­nía que ser entre per­sonas que se dedican a los negocios y sa­ben ga­nar siempre.

      Teresa le dijo que como fruto de sus averigua­cio­nes se ha­bía en­te­ra­do que a la fa­milia, a los padres de Patricia, se les dijo que la mu­chacha ha­bía que­da­do en libertad a fines del setenta y cuatro y se había ido a Ar­gen­tina y luego a Cu­ba y que luego de esperar por mucho tiempo que ella escribiera, habían to­ma­do la actitud de olvidarse que existía, lo que en­tendía que era im­posible, pues un padre jamás puede olvidarse de un hi­jo.

      − Eso lo sabemos todos, incluso yo, se­ñor, porque tuve un hijo que mu­rió cuan­do tenía un año y lo sigo re­cor­dando, aunque des­­pués he te­ni­do otros, así es que sé que usted tiene que se­guir preguntándose por ella.

      Él la mira con los ojos fijos.

      − Lo que pasa, dice levantando los ojos y enronqueciendo la voz, que no es ver­dad lo que les contaron. Patricia nunca fue dejada en libertad, si­no que murió en prisión.

      Fueron detenidas el mismo día. Cuando tomaron a Teresa, los agen­tes la se­pa­raron de su marido −que era a quien buscaban− y la llevaron con los ojos ven­dados hasta un lugar cerca de la cordillera. La sentaron en el sue­lo de una habi­ta­ción y al poco rato se dio cuenta que no estaba sola, pero no hi­­zo na­da, no pudo hacer nada, ni hablar ni mo­ver­se, pues te­nía mucho miedo y no sabía si había guardias mi­rán­do­la. Pasó mucho rato en esa posición, pre­sa de un terror que le do­mi­na­ba to­do el cuerpo, su frágil cuerpo, pensó Carlos Al­berto, hasta que la puer­­ta se abrió y la obligaron a levantarse. Luego hi­cie­ron po­nerse de pie a la otra persona, las esposaron juntas.

      − Me di cuen­ta que era mujer y caminamos a través de pasillos y es­ca­le­ras has­­ta lle­gar a una pieza en la que nos sentaron, es­ta vez en si­llas de ma­de­ra. Era una especie de oficina de in­gre­so, en la que un hombre de voz du­­ra y pre­­po­tente nos pre­guntó los nombres y otros datos personales.

      Allí su­po que la otra persona detenida junto a ella, era Pa­tricia.

      − Su hija, señor, a la que conocía de nom­bre y de vista co­mo di­rigente de la Uni­versidad, pero ella no me conocía a mí. Ni de nom­bre.

      El sol se ha puesto, la brisa playera se levanta, discreta y tibia.

      − Para qué le voy a contar mi historia. Me trataron pésimo, me some­tie­ron a mu­chas torturas, las más brutales que se pueda imaginar. Querían hacerme confesar todo tipo de cosas sobre mi marido, querían que diera nombres de otros compañeros, pero yo no sabía casi nada de lo que me preguntaban y has­ta ahora tengo dudas sobre si acaso habría cedido a las presiones o no, en caso de saber algo de todo eso, por supuesto.

      Quedó muy mal después de las sesiones de tor­tu­ras. Sólo des­pués de varios días le permitieron descansar.

      − Me enviaron a una es­pe­cie de sala de recuperación en la que pu­­de sa­carme la venda, au­to­ri­zada, señor. Casi enceguecí de la impresión al recibir un poco más de luz, no mucha, porque era una celda ubicada en un semisubterráneo al que le en­tra­ba algo de luz na­tural, muy fría, muy húmeda, con seis ca­mas y una me­sa.

      Había col­cho­ne­tas y frazadas so­bre las camas, tos­cas, grises, ás­pe­ras. No estaba sola. Estaba Pa­tricia. Tendida so­bre una cama, en muy mal es­ta­do, en una especie de som­no­len­cia, pálida. Tenía fiebre.

      La voz se le aceleró aun más cuando contó que se acercó a ella, le di­jo que la co­no­cía y que también estaba de­te­ni­da como ella.

      − Pa­tri­cia no me creyó, señor, pensó que era una del equipo de tor­­tu­ra­dores, porque siempre hacen el juego del bueno y del malo.

      Durante va­­rios días no la dejaron dormir. La in­te­rro­garon mucho, duramente, le preguntaron por mu­cha gen­te, algunos de los cuales parece que ya habían sido detenidos y que­rían comprobar de­claraciones.

      − Después de todos esos días, estaba peor, mucho peor que yo.

      Teresa describió a Carlos Alberto las torturas que re­cibió Patricia. Pri­mero los golpes en el rostro y en el es­tó­ma­go. Luego los interrogatorios de pie, hasta que las pier­nas se hincharon. No la dejaban ir al baño y ella ya no re­sistía los dolores en la vejiga. En me­dio de una golpiza se orinó, lo que apro­vecharon para humillarla. El grupo de torturadores se in­te­gró con mu­je­res cuando tocó el turno de la electricidad.

      − En los pies, en las axilas, en los ge­nitales, introduciendo alam­bres por la vagina y por el ano, señor, usted no puede ima­ginar lo que es eso, a mí también me lo hicieron y después en los pezones.

      Horas y horas amarrada en la parrilla. Siempre des­nuda, la habían colgado de los pulgares teniendo los brazos atados a la espalda.

      − El descanso que nos dieron duró tres días. Nos hicimos muy ami­gas. Ha­bla­mos de todo, nos contamos la vida entera, des­cu­bri­mos pun­tos co­mu­nes, ami­gos, conocidos, fiestas, ale­grías, terrores.

      Patricia se re­cuperó mucho, pero le per­sistió un dolor muy fuerte bajo el es­tó­ma­go. Les daban algo de comer ca­da cierto tiempo, pero ella no re­te­nía na­da y botaba mucha san­gre.

      − Me con­tó de ustedes, de la familia, de los re­sen­timientos pen­dien­tes y de las peleas. So­bre todo se acordaba de usted.

      Al cuarto día empezó una nueva etapa de torturas pa­ra ella. Re­gre­só a la celda dos días después, en un estado peor que el an­te­rior.

      − Fue terrible, do­lo­­ro­­so verla, más aún cuando ya la sentía mi ami­­ga.

       Teresa habla, mientras Car­­­los Alberto siente un bulto que le gi­ra­ por el tórax.

      − Dijo que se iba a morir, que no soportaría el terrible su­fri­miento.

      La brisa es menos tibia, las estrellas están lejos, demasiado lejos.

      − Me habló de su amigo poeta, de sus otros amigos, de la gente que más quería. Esa noche, de­­ben haber sido como las tres de la mañana, la sentí quejarse. Me acer­qué y tomó mis ma­nos con mucha fuerza. Eso me pa­reció buen signo, pero me dijo que se moría. Me muero, Te­resa, me voy a morir. Y entonces me pidió este favor. Teresa, me dijo, si es que al­gu­na vez sales de aquí, anda a ver a mi pa­dre, no a mi madre, a mi padre, y le cuentas todo esto que has visto. Di­le que le he tenido rencor porque siem­pre estuvo lejos de mí, pero que en rea­lidad lo quie­ro mucho, que siempre lo quise mucho y que lo he per­do­na­do. Dile que me perdone él a mí, por lo malo que le hice, yo só­lo quise ser leal con mi con­ciencia, quise ser honrada, jamás qui­­se dañarlo. Dile que nunca he hecho nada de lo que él tenga que avergonzarse y que to­do lo que le puedan decir de mí es men­tira. Anda, me dijo, y se lo dices en persona. Nunca lo es­cri­bas. Debes estar segura que él se entere, aunque pasen mu­chos años.

      Ya está oscuro y ellos sentados en el banco, frente al pino le­gen­da­rio de Concón. Carlos Alberto, el pecho com­pungido, incrédulo mirando a la mu­­chacha, ambos emo­cio­nados y ella con la vista en la profundidad de las es­trellas, sintiendo el frescor de la noche que ya caía, agra­de­cien­do aliviada que este hombre hubiera sido capaz de man­te­ner­se en silencio du­rante su largo dis­curso. Retomó el aire y siguió contando.

      − Poco después Pa­tri­cia perdió el conocimiento, pero mantenía su mano en las de Teresa, res­piraba cortito y rá­pi­do. Una o dos ho­ras después empezó a que­jarse, arrugó el rostro y la vi que se iba a morir. Me puse a gritar para que vi­nie­ran los guar­dias y llamaran a un médico. Vino un guardia, me hi­zo callar pe­ro no obedecí y luego lle­ga­ron otros más, hasta que por fin trajeron una ca­milla pa­ra lle­vár­sela. No puedo asegurarlo, señor, pero creo que cuando se la llevaron ya había muerto.

      A

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