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(Nogoybayeva, 2017, p. 42), con lo cual muchos fueron transformados de facto en funcionarios públicos.

      Después de cierta espontaneidad durante los primeros años, la construcción de mezquitas y otras obras religiosas se regularon legalmente, requiriendo el otorgamiento de licencias y permisos estatales. La clausura de mezquitas y centros religiosos, considerados ilegales por carecer de esas autorizaciones oficiales, se convirtió en un poderoso instrumento para el ejercicio del control gubernamental. En los últimos años, muchos lugares de culto islámico han sido forzados a cerrar sus puertas por carecer de los registros oficiales, sólo en 2017 fueron clausuradas por esa razón 2,000 mezquitas en Tayikistán (AsiaNews, 2018). Aunque la responsabilidad por la edificación de los lugares de culto no recae en los gobiernos, sino en la comunidad de creyentes y en patrocinadores externos como Turquía, Arabia Saudita y otras monarquías del Golfo, estos han ejercido una fuerte supervisión sobre el ámbito interior de las mezquitas, sometiendo a revisión y censura los sermones de los imanes e incluso instalando cámaras de seguridad para monitorear las instalaciones. La educación islámica también sufrió restricciones. Se impidió la enseñanza privada de la religión, y las escuelas y universidades islámicas creadas después de 1991 quedaron insertadas dentro del sistema de educación general y tuvieron que compartir su currículo religioso con materias de las ciencias seculares.

      Desde la perspectiva gubernamental, la política de control se justifica por la necesidad de conservar la pureza del islam “tradicional” y sustraerlo de la influencia perniciosa del radicalismo salafista foráneo. Con ese propósito, la narrativa gubernamental ha promovido, por un lado, la simbiosis entre islam “oficial” y “tradicional”, basada en el reconocimiento de la adscripción del islam centroasiático a la escuela de pensamiento hanafí, de naturaleza menos rigorista y tradicionalmente apolítica; y por el otro, su contraposición con el islam extremista, violento y ajeno a la tradición cultural de la región (Omelicheva, 2017, pp. 8-9). A medida que el islam aumentó su influencia en las sociedades centroasiáticas, la instrumentalización de un islam oficial como encarnación de la identidad cultural se hizo tanto más importante. La tradición sirvió para condenar públicamente los vicios de la influencia occidental y justificar las prácticas políticas autoritarias. Creció el interés por recuperar el patrimonio y la memoria histórica asociada al islam, y figuras casi olvidadas de grandes juristas y maestros sufís adquirieron nueva relevancia. Las referencias religiosas en los discursos se hicieron más recurrentes y el capital simbólico del islam comenzó a usarse como recurso de movilización con fines políticos y electorales. Los presidentes de las cinco repúblicas, en particular, empezaron a mostrar un especial empeño por proyectar una imagen personal asociada al islam. El uso del Corán en las investiduras presidenciales y las peregrinaciones a la Meca de los mandatarios constituyeron dos expresiones inequívocas del nuevo papel legitimador conferido al islam, aunque también del interés de insertarse en el mundo musulmán para asegurarse el acceso a la solvente banca islámica (Khaki y Malik, 2013; Hoggarth, 2016), como alternativa a la tradicional dependencia económica de Rusia, y más recientemente de China.

      Pero además de su utilidad como línea diferenciadora entre un islam bueno y autóctono, y otro nocivo y extranjero, la exaltación de la tradición hanafí sirvió también para legitimar la aspiración de los gobiernos centroasiáticos de mantener al islam totalmente fuera del ámbito político. A lo largo del periodo postsoviético los partidos de orientación religiosa han estado expresamente prohibidos por la ley en todos los países, con la única excepción de Tayikistán durante los años 1997-2015 donde, como resultado de la guerra civil, tuvo lugar un intento fallido de coexistencia de un partido islámico dentro del marco de un estado secular (Nogoybayeva, 2017, p. 36).

      El Partido del Renacimiento Islámico de Tayikistán (irpt), fundado en 1991 por Said Abdullo Nuri, encabezó la Oposición Tayika Unida (otu), el frente combinado de fuerzas islamistas y demócratas seculares que combatieron al régimen de Emomali Rahmon durante la guerra civil. Después de un difícil proceso de negociación auspiciado por Naciones Unidas y otros actores internacionales, en 1997 Rahmon y Nuri aceptaron suscribir un acuerdo de paz sobre la base de la repartición del poder, mediante el cual la otu aceptó desmovilizar sus fuerzas militares para insertarse dentro del proceso de reconciliación nacional. El Protocolo Político del acuerdo de paz concedió a la otu 30% de los puestos gubernamentales, incluidos algunos ministerios, y consagró el compromiso de realizar enmiendas constitucionales (Abdullo, 2001, pp. 51-52). Como resultado, los grupos integrados en la otu fueron legalizados y el irpt se convirtió en un partido político con cierto peso en la estructura formal de gobierno. En el 2000 el irtp participó por primera vez en unas elecciones legislativas y obtuvo dos de los 63 escaños en disputa.

      Durante los quince años siguientes se desarrolló una relación controversial entre un partido islamista con creciente visibilidad pública y aspiraciones de fortalecer el papel de la religión en la sociedad, y un estado secular bajo la égida del Partido Democrático del Pueblo de Tayikistán, de Emomali Rahmon, interesado en anular progresivamente a la oposición para consolidar su hegemonía política (ifes, 2015, pp. 1-3). El desenlace sobrevino en 2015 cuando el gobierno tayiko involucró al irtp en el frustrado intento de golpe de Estado liderado por el viceministro de defensa Abdukhalim Nazarzoda. La Suprema Corte de Justicia prohibió de inmediato las actividades del irtp y en un referendo nacional celebrado en mayo de 2016, el gobierno de Rahmon consiguió la aprobación para la ilegalización de los partidos políticos de orientación religiosa y nacionalista. De esa forma concluyó una experiencia excepcional derivada de la guerra civil, que permitió al régimen tayiko retomar la tradición de los estados centroasiáticos de procurar mantener al islam al margen de la política. A pesar de ello, sin embargo, todos tuvieron que lidiar con la amenaza latente de un islamismo radical dispuesto a desafiar al estado secular fuera del ámbito del sistema y de la política formal.

      Irrupción del islam político y radical

      La presencia de un islam radical en la región no constituye un fenómeno nuevo ni importado, como tampoco parece tener la exagerada importancia que la narrativa oficial le atribuye como amenaza a la seguridad interna de los países centroasiáticos. Sus raíces se remontan a las décadas de los sesenta y setenta, durante el periodo soviético, cuando el valle de Ferganá devino en el centro fundamental de la resistencia doctrinaria al islam oficial impuesto desde el Kremlin, y en campo de confrontación entre conservadores de la escuela hanafí e islamistas de orientación hanbalí y shafi’í (Peyrouse, 2007, p. 52), contradicción acentuada en los años siguientes por la perestroika, la influencia de la situación en el vecino Afganistán tras la intervención militar soviética, y la crisis final del régimen comunista. De modo que el islam político en Asia Central tuvo antecedentes propios que, en cierta forma, abonaron el terreno para el desarrollo de una corriente salafista en el periodo posterior a 1991.

      Sin embargo, la delimitación del ámbito de acción del islam radical y de su peso real durante el periodo postsoviético, resultan cuestiones más difíciles de determinar por la ambigüedad en el manejo de la terminología, en buena medida influida por la perspectiva del discurso oficial dentro y fuera de la región. La tendencia a considerar cualquier acción religiosa conservadora y/o política del islam como sinónimos de islamismo (islam político) o salafismo genera una confusión que desvirtúa la relación entre religión y política en Asia Central (Heathershaw y Montgomery, 2014, p. 7). El islamismo engloba un fenómeno de naturaleza bastante heterogénea, pero la esencia de su radicalismo está determinada, en primera instancia, por su carácter regenerador y la aspiración de implantar un Estado basado en la ley islámica; y, en segunda, por los medios utilizados para su consecución, siendo el yihadismo su expresión violenta y más extremista.

      Esa distinción debería dejar fuera del islamismo las manifestaciones políticas cuyo propósito no es subvertir el carácter secular del Estado, sino, en todo caso, oponerse o mostrar el descontento de ciertos grupos sociales hacia las políticas particulares de los gobiernos. El caso ya analizado del irtp en Tayikistán constituye un buen ejemplo de un tipo de relación entre islam y política que no encuadraría bien dentro del molde salafista, ya que su programa nunca tuvo un carácter abiertamente antisecular, pero sí fungió como una oposición al gobierno dentro de un esquema constitucional

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