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en lo esencial la especialización heredada de la división soviética del trabajo como proveedores de productos primarios, especialmente energéticos y agrícolas. Esa dependencia económica, fuera del marco del sistema autárquico y planificado que la generó, inhibió el crecimiento económico y abonó el terreno para el incremento del desempleo, la pobreza y el deterioro de las condiciones de vida de amplios sectores de la población, especialmente rurales, convirtiéndose en factores potenciales de la migración laboral extra-regional, sobre todo a Rusia, y también de muchos conflictos locales dentro del abigarrado escenario étnico centroasiático, los cuales se han encargado de alimentar estrechos nacionalismos de corte etno-regional que han hecho más difícil la ya compleja tarea de construir identidades nacionales que fundamenten las artificiales fronteras territoriales heredadas de la era soviética.

      Los nuevos Estados soberanos nacieron así dentro de un contexto de pluralidad étnica y sin el anclaje de identidades nacionales propias. La necesidad de diferenciarse de su anterior identidad soviética, creó condiciones propicias en todos ellos para que el islam se convirtiera en un punto de reencuentro con una vieja y rica tradición cultural autóctona, totalmente disociada de ese pasado soviético. En consecuencia, la evolución de las cinco repúblicas centroasiáticas desde 1991 se ha visto inmersa, con especificidades y grados diferentes, en una doble contradicción: por una parte, entre el creciente renacimiento del islam a nivel societal y la acción de un Estado interesado en instrumentalizar parcialmente esos valores religiosos sin renunciar a su carácter secular; y por otra, entre la vocación autoritaria del Estado, que pretende mantener bajo control el ámbito religioso, y las crecientes expresiones de oposición religiosa a la política interventora y represiva gubernamental, incluyendo las modalidades más radicales de extremismo violento.

      La presunta vinculación de este último con las redes de la yihad internacional ha sido un tema que durante las últimas dos décadas ha despertado interés por la islamización del Asia Central postsoviética, aunque desde perspectivas diferentes. La corriente predominante centra su atención en la expansión del islam político y el extremismo violento en Asia Central como una amenaza latente para la seguridad y estabilidad regionales (Baran, 2005; Idrees, 2016; Mori y Taccetti, 2016; Karin, 2017; Lang, 2017). En contraste, hay quienes sostienen que la islamización no conlleva necesariamente la radicalización y consideran exagerado el peso atribuido al extremismo islámico por tratarse de una fuerza muy reducida en el espectro del islam regional (Heathershaw y Montgomery, 2014); o incluso afirman que el islam hanafí profesado tradicionalmente en Asia Central —tolerante, liberal y distante de la cultura árabe— no es por naturaleza político, violento ni incompatible con la democracia y, por ende, no representa en sí mismo un caldo de cultivo para el radicalismo (Priego, 2009).

      Esas diferencias derivan, en no poca medida, del carácter multidimensional implícito en el proceso de islamización de Asia Central después de 1991, por eso en este capítulo trataremos de abordarlo en tres ámbitos diferentes. Primero, como fenómeno social, asumiendo como tal el renacimiento de la fe y práctica religiosa en las sociedades centroasiáticas, así como el creciente papel de los valores, tradiciones e instituciones islámicas en la vida cotidiana de las personas. Segundo, en su dimensión estatal, que presupone la acción para mantener la islamización bajo control gubernamental y transformarla en un “islam oficial” que sirva a la vez de instrumento de legitimación política y de contención a la influencia del islamismo radical y de cualquier otra forma de oposición religiosa moderada. Y tercero, como medio de activismo político, que conlleva el análisis particular del espectro de expresiones políticas del islam, tanto de aquellas con pretensiones de erigirse en partidos opositores dentro de la política nacional, como de los diversos grupos que se oponen al estado secular y buscan implantar la ley islámica, ya sea por medios constitucionales, por la labor misionera o a través de la yihad violenta. En las siguientes páginas se analizará en detalle cada una de estas dimensiones del proceso de islamización.

      Renacimiento de la identidad islámica en Asia Central

      La incorporación de Asia Central a la urss supuso una ruptura con una larga historia de influencia islámica en la región que, de diversas formas, había contribuido a moldear sus particularidades y tradiciones culturales a lo largo de doce siglos. A finales del siglo vii y principios del viii, el islam llegó a la zona junto con la conquista árabe de la Transoxiana, enclavada entre los ríos Amu Daria y Sir Daria, y que hoy forma parte de Uzbekistán, Tayikistán, Kirguistán y Kazajistán. Los califatos omeya y abasí no lograron afianzar por mucho tiempo su presencia en una zona de confluencia de fuertes rivalidades y después de un siglo de enfrentamientos con iranios, turcos y chinos el dominio árabe desapareció. Pero la semilla del islam perduró y siguió creciendo gracias, por una parte, a la función intermediadora de Asia Central en el comercio entre China y Oriente Medio, que transformó lugares como Bujara, Samarkanda y Kokand en grandes ciudades bazares y en centros difusores del islam; y por otra, a la adopción de la religión por muchos gobernantes locales (Mori y Taccetti, 2016, p. 7).

      La adscripción de los gobernantes al islam contribuyó a promover la nueva religión entre las élites dominantes y a conformar lo que Ernest Gellner denominó “alto islam” (1992, pp. 10-11), del cual emanó una particular jerarquía religiosa esencialmente sunita, patrocinada por gobernantes seculares y partidaria de la escuela hanafí, con una interpretación más flexible de la doctrina religiosa, desligada del puritanismo de la tradición árabe (Priego, 2009, pp. 236-237) e influida por la herencia cultural de los diversos poderes sucesivos y de las costumbres locales. Aunque los gobernantes al parecer no recurrieron a la conversión forzosa de la población, durante los siglos posteriores también se fue configurando gradualmente un amplio “bajo islam” por su difusión entre los sectores populares. Ese islam “folklórico”, enriquecido por costumbres y tradiciones locales, se fue transformando en un pilar fundamental de la identidad cultural en la región y, gracias a ello, incluso muchos pueblos nómadas entraron en la órbita de la civilización islámica (Khalid, 2014). Hacia el siglo xviii el islam se había implantado amplia y sólidamente en las sociedades centroasiáticas.

      Entre 1863 y 1885 el Asia Central cayó bajo la órbita del imperio zarista. Hasta la Primera Guerra Mundial el dominio ruso en la región enfrentó frecuentes expresiones de rebeldía motivadas por su política económica, cultural y de colonización de tierras. Pero el triunfo de la revolución bolchevique en 1917, de orientación comunista y antirreligiosa, desató una beligerancia significativamente mayor contra las medidas impositivas del nuevo régimen de Moscú. La nacionalización de tierras, la prohibición de las madrasas y la clausura de los tribunales islámicos representaron un fuerte golpe al orden tradicional y provocaron el estallido de una vasta resistencia armada encabezada por la clase media terrateniente, jefes tribales y líderes religiosos, con amplio apoyo de la población local. Durante seis años el movimiento nacionalista basmachi (bandoleros), denominado así despectivamente por el poder soviético, luchó por impedir la consolidación del nuevo régimen, pero finalmente fue aplastado en 1924, año en que los territorios de Asia Central pasaron a formar parte de la urss.

      El islam quedó estigmatizado y fue duramente asediado por la política estalinista durante los años veinte y treinta, la cual arreció la prohibición de las escuelas y cortes islámicas, convirtió a los líderes religiosos en blancos de sus purgas políticas, y cerró la mayoría de las mezquitas, cuyo número descendió drásticamente de 26,000, en 1912, hasta un millar hacia 1941 (Peyrouse, 2007, p. 42). Sólo tras la entrada de la urss a la Segunda Guerra Mundial, la política estalinista suavizó su intolerancia religiosa como parte de la estrategia para defender a la “madre patria” de la agresión nazi. A finales de 1943 el gobierno soviético estableció la Junta Espiritual de Musulmanes de Asia Central y Kazajistán (jemak), cuya misión principal fue establecer una rigurosa diferenciación entre las prácticas religiosas “puras y correctas” y las “tradicionalistas y retrógradas” (Epkenhans, 2016, p. 182). Así el islam fue reconocido y dotado de una estructura bajo control gubernamental, compulsada a cooperar y mostrar lealtad al régimen. La jemak se convirtió en el único cuerpo representativo oficial de los musulmanes hasta la desintegración de la urss en 1991.

      Durante la era soviética el islam fue desplazado de los espacios públicos y la política

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