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no debería hacer, esparció en la mesa los saquitos de gamuza que contenían las piedras y los collares. Los retenía con el característico gesto de todos los joyeros. Un movimiento insinuante y tímido, pero fuerte al mismo tiempo, como el movimiento de un padre cuando acuna a su hijo.

      Las piedrecitas verdes, blanquiazules, rojo ahumado, estaban sobre la mesa y al momento esta —qué extraño, se dijo Litvínov— se convirtió en otra, pesada, y ya no era en absoluto clara, sino oscura, se empapaba de los enigmáticos destellos de las piedras. De cuando en cuando estas parecían absorber los apagados rayos del sol y entonces disparaban fríamente una luz facetada, tornasolada y estelar, pero esta luz se alargaba solo por un instante, pues después el sol se disolvía en el silencio de la piedra; y aunque seguía siendo la de antes, aun así, la mesa se había convertido en otra: con una cualidad misteriosa, oculta al entendimiento humano; se había empapado de luz para siempre, sólida y ávidamente.

      —¿Le gustan las piedras? —oyó Pozhamchi la voz del embajador.

      Sintió esa voz tirando a sorda desde algún lugar lejano, y le resultó desagradable oírla, porque era árida y corriente, mientras que Pozhamchi hablaba en susurros siempre que examinaba piedras, como si estuviera en el templo de una deidad.

      —¿Cómo no van a gustarme? —respondió—. En cada piedra hay una historia.

      —Esta, por ejemplo —preguntó Litvínov rozando con un dedo una perla grande gris celeste—. Si no tiene color, es sosa…

      —Las perlas mueren si no sienten un cuerpo cerca. Está tan marchita porque ha permanecido cinco años en un depósito. Las perlas pertenecen a ese tipo único de piedras preciosas que saben lo que es estar enamorado. Fíjese. —Pozhamchi se colocó la pieza debajo de la lengua y se quedó quieto. Pasó así como un minuto y después sacó la perla de la mejilla—. ¿Lo ve? Ha empezado a coger un tono rosa. Puede salvarse. Morirá dentro de unos diez años si la guardan en un sótano sofocante en lugar de llevarla en la mano. Y estos diamantes son del depósito de Filaret, un diamante puede sanar el corazón. Si, por ejemplo, lleva en la corbata un alfiler de diamantes, nunca le dolerá el corazón… Estas esmeraldas de Sajonia las sostuvieron las manos de Federico el Grande, del sueco Carlos, de Pedro I… Y después pasaron a manos de personas de mi profesión, seguramente por eso se han conservado. Es que somos gente callada, como todos los enamorados…

      Vorontsov tenía alquilada una pequeña buhardilla en las afueras de Revel. La casa era de madera; olía a mar y a mina al mismo tiempo. El dueño, Hans Saaks, había navegado en América en los «mercantes» y desde aquella lejana época estaba «enfermo» de mar: junto a su casa descansaban cables llenos de brea y cabos de Manila, que habían absorbido los aromas misteriosos y lejanos de los veleros del siglo pasado; la casa se caldeaba con esquisto, como en toda Estonia, por eso Vorontsov, mientras ayudaba a Nikándrov a desvestirse y se quitaba él mismo su abrigo pequeño y ligero, dijo:

      —Ponte cómodo, Leniushka, te cedo mi yacija; yo me apañaré en el suelo, como en el frente.

      —No quiero causarte molestias, Víktor, me iré a un hotel, allí podré convocar conferencias de prensa, reunirme con los editores.

      Vorontsov lanzó una mirada algo extraña a Nikándrov y algo parecido a una sonrisa cambió su cara, que se volvió triste y bella, de una belleza de las que calan.

      —De acuerdo, veamos —dijo—, ¿cuánto dinero tienes?

      —No tengo… Bueno, algo suelto, unos veinte dólares… Sin embargo, me he traído el manuscrito de mi nueva novela.

      Vorontsov sacó de un armarito vodka, un par de huevos duros y un queso poroso, amarillo fuerte.

      —¿Sobre qué es la novela?

      —Sobre los decembristas.

      La cara de Vorontsov se congeló y preguntó en voz baja:

      —¿Y para qué quieren aquí a los decembristas?

      —¡Ya estamos con el escepticismo ruso!

      —Vale, vale… —repitió Vorontsov y sirvió el vodka.

      —Tiene aristas —reparó Nikándrov—, como los de tu montero en Sosnovka.

      —Yelizárushka —dijo Vorontsov, y su rostro se volvió cálido, se estremeció—, ¿cómo estará ahora el viejo? Me quería y era leal, con entusiasta lealtad, esa que solo encuentras en los monteros rusos. —Cortó dos lonchas gruesas de queso y añadió—: Y en las mujeres.

      —Y si te engañan, las mujeres o los monteros, también lo hacen a la rusa: con crueldad, con locura.

      —Yo tengo la culpa de lo que pasó con Vera…

      —No me refería a Vera… Yelizárushka fue el primero en prender fuego a tu casa en Sosnovka y en sacarles los ojos a los caballos… con un hacha…

      —Eso es imposible, Lenia. Ahora cuentan de todo sobre los hombres, solo porque sí, por aburrimiento…

      Nikándrov había visto a Yelizárushka cuando vivía en la aldea vecina —barbudo, entrecano, vestido con harapos—, ¡quién habría reconocido entonces al brillante escritor petersburgués! Había visto a Yelizárushka arrancándose del pecho escuálido, de clavículas salientes y angulosas, la ropa y gritando: «¡Esos parásitos nos han chupado la sangre! ¡Ya está bien!».

      —Quizá tengas razón —respondió Nikándrov, que no quería causar dolor a su compañero y por primera vez en todo ese tiempo se fijó bien en la habitación de Vorontsov. Vio unas manchas grandes esparcidas por el techo; el papel en las paredes, antiguo y desencolado; el suelo mal teñido; una de las patas de la mesa estaba calzada con un periódico doblado varias veces.

      —Hale, por el encuentro, Lenia.

      Bebieron en silencio.

      —Señor, qué envidia te tengo, todavía hoy estabas en Rusia…

      —No la tengas, Víktor. Tú estás aquí, en tu cas… —Nikándrov se paró en seco, Vorontsov lo ayudó:

      —En una caseta, no te compadezcas, Lenia, en una caseta. Vivo como un perro. Aunque mis perros vivían en casa, debajo de la biblioteca, ¿te acuerdas? Una vez, en Pascuas, te colaste allí con el lebrel… ¿Cómo se llamaba? Lizaveta, creo. Sí, seguro, era Jerry y la rebautizamos… En una caseta de perro, Lenia… Cuando te azuzan, un vasito viene bien.

      —Ten paciencia, venderemos la novela y daremos el salto a París, aquello está lleno de los nuestros.

      —En Berlín hay más.

      Se tomaron otro vaso. Vorontsov se levantó —era de piernas largas, bien plantado— y con paso suave, como todo miembro de la caballería, se fue a la puerta.

      —Ahora vengo. Voy a avisar al dueño de que regresaremos al alba. Ahora tengo un dueño. Vivo en casa de otros, Lenia.

      Nikándrov sintió una inmensa pena por ese hombre de ojos grises que ya empezaba a perder pelo, que en Rusia había poseído fincas y haciendas célebres por su hospitalidad, por sus amplios rasgos democráticos —a la manera inglesa—, su magnífica colección de pinturas, sus bibliotecas y, lo más importante, por su espíritu único de bienquerencia e interesada respetuosidad, algo ajeno tanto a los ricos alcanzados como a los nobles empobrecidos, quienes de todas las formas posibles acentuaban su origen precisamente noble, pero en modo alguno aristocrático.

      «La verdad, tiene un comportamiento admirable —pensó Nikándrov—. Habiendo perdido todo lo posible, se ha conservado a sí mismo, su dignidad. Por eso saldrá vencedor. Te destruyes cuando empiezas a hacer tratos contigo mismo. Por eso te observa vigilante el zar-fortuna, mientras forma sus enigmáticas combinaciones de ensamblaje del bien y el mal, de la falta de voluntad y la contundencia, de la fidelidad y la traición. Te tropiezas —contigo mismo, a solas con tu auténtico “yo”, das paso al mal aunque sea una pizquita— y estás perdido. Y esos tratos ya pueden traerte después gloria, reconocimiento y riquezas por un tiempo, da igual, estás

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