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de una maleta escondida debajo de la cama una camisa muy almidonada—, no le tiene mucho cariño a ese Sóviet, aunque podría decirse que es un trabajador. Los que se han consagrado al servilismo también tienen sus parias y patricios, sus esclavos y aves de rapiña. Y hace mucho que comprendieron que la riqueza y la independencia solo pueden alcanzarse por medio de una autohumillación sofisticada, especial. Odia a los clientes, los odia muy en serio, aunque es todo sonrisas, respeto y dulzura y ofrece dosis de trato familiar. Creo que los lacayos moscovitas tenían fichas con nuestros nombres… hasta la revolución. Y cuando pidieron la cuenta, pues no había quién les pagara, y por eso sacaron los ojos a los potros… Con un hacha…

      Nikándrov se quedó mirando fijamente a Vorontsov, pero su rostro era impenetrable.

      —La industria local de humillación lacayuna es asombrosa —continuaba Vorontsov—. Ofrece ocho horas de esclavitud y dieciséis de una misteriosa libertad, potente. Los lacayos empezarán pronto a crear sus propios clubs, créeme. Bueno, pues que les vaya bien. ¿Una más para el camino? La corbata no es del mismo tono, ya me perdonarás, solo tengo dos.

      —¿En serio no te llevaste nada de casa, Víktor?

      —Unos cien mil en diamantes…

      —¿Bebiste mucho?

      —Lenia, he prestado ayuda. Al principio a Antón Iványch Denikin, después me fui a Omsk, le entregué todo al almirante… ¿Recuerdas al corneta Ratomski? Murió de hambre en Shanghái, y había una vacante, de lacayo en un club inglés. No fue. Siempre había considerado que sus antepasados no eran de sangre muy pura, su soberbia era excesiva… Porque yo sí me habría humillado y habría ahorrado dinero en el club para el viaje a Europa… Su señoría, haga el favor, por aquí…

      —Por ti, Víktor —dijo Nikándrov alzando el vaso y sintiendo que, por tercera vez en el día, no podía contener las lágrimas—. Por tu corazón y tu valentía.

      —Está bien, Lenia… Está bien… Todo lo que pasó… ha sido útil. Hombre escaldado…

      Ya en la calle, mientras avanzaban entre el precavido crepúsculo primaveral, tardío, con el presentimiento alarmante del mar, con el agua lila del primer deshielo junto a la orilla, cortado por el relieve marcado de los tejados oscuros, Nikándrov preguntó por fin:

      —¿De verdad que no pudo ayudarte ninguno de los nuestros?

      Vorontsov no respondió, se limitó a esbozar una sonrisa amarga.

      —Recuerda el camino, Lenia —dijo por fin—, te toca volver solo, yo tengo una cita de trabajo hoy por la noche.

      —¿No te molestaré?

      —No, no llevo a nadie a casa…

      —¿Te avergüenzas de tu cueva?

      —¡Qué dices…! No soy un mercader, ni mucho menos… No, la persona vive en el centro y le resulta más fácil acercarse hasta aquí. Lenia, dime, como cuando de pequeño te confesabas a un viejo bondadoso, ¿en casa es igual de terrible que antes? ¿Como en el dieciocho?

      —Para mí que es peor. Han llevado al aldeano a la extenuación total. Nuestra aldea les da igual… Ellos quieren al proletariado urbano… Resulta que han decidido destruir el sistema campesino, hacer que los aldeanos se marchen a la ciudad, que se conviertan en fuerza trabajadora gratuita para construir fábricas: según su esquema, sin fábricas no habrá felicidad ni en la vida ni en la revolución mundial. Un esquema cruel, y en ese esquema nosotros solo somos componentes inanimados, llamémoslo así, elementos transferibles de la sociedad…

       revel, para román.

      Es imprescindible averiguar cuál de los colaboradores de nuestra embajada tiene contacto con gente de las representaciones extranjeras acreditadas en Estonia. Por cuanto los informes proporcionados por nuestra fuente están sujetos a comprobación, le pedimos que mantenga excepcional cautela y tacto.

       Boki

      ___________

      LA DISTRIBUCIÓN DE FUERZAS

      Päts, jefe del Estado estonio, salió rápidamente al encuentro de Litvínov por una alfombra gruesa que disimulaba el sonido de los pasos.

      Al principio no había alfombra y había que salir al encuentro de los embajadores atravesando una sala enorme, cuyo parqué se expresaba de una forma especial, resonante a más no poder, y al presidente lo alteraba ese estruendo soldadesco cuyo eco resonante golpeteaba por toda la sala, aunque él intentara que sus pasos fueran suaves, de puntillas.

      —Buenas tardes, señor presidente…

      —Buenas tardes, disculpe que le haya hecho esperar… Päts hizo una pausa creyendo que Litvínov respondería lo obligado en este caso, algo tipo «comprendo lo ocupado que está», pero el embajador no respondió nada, la pausa se alargaba y el presidente, extendiendo el brazo izquierdo, indicó dos sillones junto a la chimenea:

      —Por favor.

      —Gracias.

      Como si fuera a embestir, Litvínov bajó la cabeza —en ese momento al presidente le pareció que era enorme, más grande que el cuerpo del embajador—, adelantó un poco el cuerpo y empezó a hablar:

      —A pesar de nuestras repetidas peticiones, la policía estonia no ha dado ningún paso en contra de los grupos de delincuentes que, con base en Revel, realizan incursiones en ciudades y poblaciones ubicadas en nuestra república, donde se dedican a saquear, asesinar y violar.

      —Por favor, hechos, señor embajador. La falta de pruebas en una cuestión así puede ser interpretada simplemente como un intento de injerencia en nuestros asuntos internos.

      —Creo que, si empezamos a citar hechos, el cuadro puede ser justo el inverso. No somos nosotros quienes injerimos, sino que en nuestros asuntos internos hay injerencias: desde el territorio de Estonia se trasladan a Rusia grupos de delincuentes, aquí encuentran protección.

      —Me veo obligado a repetirme: la base para debatir esta cuestión solo pueden ser hechos rigurosamente documentados.

      Litvínov extrajo del bolsillo de la chaqueta varias hojitas de papel. Las fue sacando despacio, torpemente, y lo hizo de forma calculada y alegre: el presidente nunca habría pensado que traería un documento oficial en el bolsillo en lugar de en una carpeta. El embajador se permitía gastar bromas, a veces tenían su riesgo, pero siempre eran precisas y ganadoras.

      Antes —tanto deportado como emigrado—, Litvínov tenía una remota idea sobre la diplomacia. Esta idea es imposible de cambiar hasta que una persona no se convierte ella misma en diplomático. Solo entonces comprende que la diplomacia es una de las variantes del comercio internacional y que es, a su vez, parecida al comercio común y corriente, aunque en los momentos de mayor peligro para el mundo recuerde al comercio de los bazares, donde vence el más tranquilo, fuerte y, obligatoriamente, honrado: la mercancía mala te pringa los morros y te difama por mucho tiempo, no es tan fácil recuperarse…

      Litvínov había aprendido mucho de Chicherin, Krasin y Vorovski.

      El estilo de estos hombres era magnífico: tirando a seco, sin emoción alguna, las cartas sobre la mesa, el trabajo es el trabajo, nada de bullicio y un elevado sentimiento de autoestima; no estaban representando a cualquier potencia, sino a la primera socialista en el mundo.

      Una vez Litvínov le dijo al vicecomisario Karaján:

      —Estoy convencido de que tarde o temprano llegaremos a resolver un problema importantísimo —todavía no nos hemos acercado, y cómo acercarse a él es la cuestión de las cuestiones, porque puede liarse pero bien—, me refiero al problema de extirpar de la conciencia de la intelectualidad rusa ese sentimiento que tiene de ser de

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