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teórico respecto de la interpretación del fenómeno que es definido como capaz de “establecer una comunicación entre el mundo sacro y el mundo profano por la intermediación de una víctima, es decir, de una cosa destruida a lo largo de la ceremonia” (Mauss – Hubert, 2004: 302). La necesidad de la intermediación se justifica en el hecho de que “las fuerzas religiosas son el principio mismo de las fuerzas vitales” y por esta razón, el oficiante necesita un sustituto sacrificial para no encontrar él mismo la muerte en un rito donde busca renovar la vida en relación con los dioses (Mauss – Hubert, 2004: 303).

      Esta concepción, heredada entre otros del maestro de Marcel Mauss, el hinduista Sylvain Lévi, revestía, en este último, matices superiores en la concepción, pues en el caso védico “siendo el lugar en el cual converge el universo, el sacrificio pone en contacto la tierra y el cielo” (Lévi, 2009: 107). Como los dioses y demonios mismos son creados por el sacrificio, entonces, la ley del sacrificio consiste en imitar a los dioses: “siendo el sacrificio una obra divina cuyo fin es la transformación del hombre en dios (…) imitar a los dioses significa al mismo tiempo salir de la condición humana” (Lévi, 2009: 110).

      Este es un matiz del estudio de Lévi que, en efecto, ha sido oportunamente captado y subrayado por Mauss en todas sus consecuencias: “el sacrificio no es solamente autor de los dioses, es dios y es el dios por excelencia. Es el maestro, el dios indeterminado, el infinito, el espíritu del cual todo viene, muriendo y naciendo sin cesar” (Mauss – Hubert, 2004: 353).

      En este punto, es necesario rescatar que precisamente la superación de la condición humana se juega en la sangre del sacrificio vampírico donde los participantes se vuelven también inmortales, aunque dobles demoníacos de los poderes divinos. Todo lo humano, en efecto, se puede definir como un ex-tasis de una condición postulada pero nunca asumida y por siempre perdida. Nuevamente, el hito del sacrificio vampírico desafía las lecciones más conspicuas sobre el sacrificio porque su sangre se derrama por medio de una conquista trágica del reino de la muerte. No existe, en el sacrificio vampírico, la tranquilidad de la imitación de los dioses sino la entrada en un Averno que hace posible yacer eternamente más allá de la vida y de la muerte.

      El vampiro no comunica la esfera sacra con la profana sino que, al contrario, profana el dominio sacral para traspasar la vida-muerte hacia la eternidad y establecer una perenne discontinuidad entre el mundo de los seres vivientes y la esfera de los dioses. La prestación más específica del sacrificio de la sangre vampírica separa para siempre el lazo con lo divino celeste para consagrar la atadura con las fuerzas ctónicas asegurando que no exista, jamás otra vez, concordancia entre los dioses y los mortales.

      Un heredero más directo de lo que suele creerse del pensamiento de De Maistre, el intrépido Georges Bataille, lleva la razón cuando intuye que el dios del sacrificio termina siendo el deudor de un crimen destructor. Sin embargo, yerra en lo esencial al desviar el sentido del sacrificio hacia una esfera donde prima la no productividad: “el sacrificio es la antítesis de la producción, hecha con vistas al futuro; es el consumo que no tiene interés más que por el instante mismo (…) es don y abandono (…); en el sacrificio, la ofrenda se hurta a toda utilidad” (Bataille, 1974: 66-7).

      En la sangre del sacrificio vampírico, en cambio, no hay ofrenda sino depredación y absorción que no busca lo inútil o improductivo sino que, al contrario, tiene una meta cuasi-destinal trazada desde tiempos inmemoriales: ser el alienus de la vida que, al mismo tiempo, la hace transcendentalmente posible. En ese punto, la sangre y la muerte son el testimonio de la fagocitación primordial de la vida que se consume para perpetuarse (o extinguirse) en el decurso de los milenios.

      Desde una perspectiva que resulta de interés para nuestra pesquisa, Eduardo Viveiros de Castro recuerda, por ejemplo, que en la cosmología de los Araweté existe lo que podría denominarse un canibalismo póstumo en el cual las divinidades celestes (Maï) devoran las almas de los muertos llegados al cielo como preludio a su transformación en entidades inmortales en todo semejantes a sus devoradores: “ese canibalismo místico-funerario araweté es una transformación, tanto histórica como estructural, del canibalismo bélico de los Tupinambá de la costa brasileña” (Viveiros de Castro, 2011: 460).

      En este caso, adquiere una enorme importancia el aspecto póstumo-funerario del sacrificio, puesto que es una característica que también hallamos en el vampirismo sacrificial pero, a diferencia de las etnias brasileñas, el aspecto místico-mortuorio tiene lugar no en el mundo de los cielos sino en esta misma Tierra, pues la muerte (o, tal vez, siendo más precisos el Otro-no-vivo), según uno de los axiomas esenciales que tanto el vampirismo como la licantropía enseñan, es la condición de posibilidad de aquello que hemos dado en llamar vida y sin la cual esta última no podría tener lugar.

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      Resulta posible formalizar una axiomática del Ultra-ser que se desprende de los desarrollos del vampirismo como fenómeno filosófico y cuyas propiedades querríamos enunciar bajo el nombre de una ontología analéptica, entendiendo por tal la posibilidad de interrupción del tiempo histórico de la metafísica de la presencia que el vampirismo pone en acto en cada instante de su Nachleben (supervivencia) perpetuo desde el alba de la vida hasta nuestro hábitat contemporáneo en la era del titanismo telemático.

      El primer axioma establece que el Vampiro en tanto que figura de la No-Vida, de la In-vida del muerto no-muerto, del muerto resurrecto, es la condición trascendental de posibilidad de la vida que, para superar esta tensión no-dialéctica necesita de un suplemento o de un elemento supernumerario. Se trata, entonces, de la existencia de un plus-de-vida que se condensa en la forma de una tracción de lo inmaterial como motor vital que arrastra la in-vida hacia su metamorfosis en vida viviente que es llevada por un cebo analéptico que interrumpe el curso del flujo de la vida precisamente para, en su detención, lanzarla nuevamente al fluir que le permite su evolución perpetua.

      Un corolario se deduce: no existe ninguna vida que se sustente a sí misma en la inmanencia de su propio devenir material. La vida y la muerte son una emanación de una instancia anterior que las antecede y resultan guiadas en su decurso por una figuración analéptica que, sin ser trascendente, no se confunde con el flujo inmanente de la vida sino en la medida en que lo interrumpe para, sólo en una aparente paradoja, motorizarlo.

      El segundo axioma implica que, viceversa, la Vida aspira al Nihil vampírico desde el origen mismo de su emergencia en el plano del Ser. En ese sentido, el cebo analéptico que arrastra a la vida hacia su evolución es una suerte de archi-figmentum, un cebo imaginal. La imagen no es aquí otra cosa que la potencia inmaterial que hace que la vida material se torne plenamente realizable. El corolario correspondiente señala que la vida es, consecuentemente, el negativo puro y que, únicamente haciendo suya la nulidad eminente, la vida puede progresar más allá de todas las inexistentes relaciones que se dan a lo largo de su tejido pero al precio de que jamás podrá tener sentido su propio devenir, el cual sólo puede ser seguido pero no apropiado pues carece de meta y de final. En este punto, toda vida no es más que el homenaje perpetuo del Cosmos a la Muerte; salvo que ambas convergen en la inmanencia absoluta de un Nihil que las precede y es expresión de una horadación suprema en el fundamento del Ser. Como veremos enseguida, con este corolario no hemos hecho otra cosa que definir al Amor en sus términos esotéricos y uránicos.

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      Se ha observado con gran perspicacia que, efectivamente, hay rasgos de la Modernidad que solo han podido ser vislumbrados por la captación única de la que hacía gala Charles Baudelaire (Calasso, 2021). Al mismo tiempo, no resulta menos verdadero que la singularidad de Baudelaire se constituye respecto de una longue durée de fórmulas textuales y tropos poético-metafísicos que lo preceden. El caso del vampirismo en Baudelaire, que asocia al Eros con la muerte, es una demostración palmaria de este hecho.

      En efecto, como lo ha mostrado el máximo exponente del dolce stil nuovo, el secreto del Amor está en su co-pertenencia respecto de la Muerte. Al mismo tiempo, la Muerte es otra forma del sueño. Como ha sido subrayado en un notable libro sobre la tradición medieval de onirociencia, Hipnos y Tánatos no pueden separarse pues “los sueños y la muerte se parecen; los ríos que separan esos cauces vulneran sus fronteras (…) durante el sueño hay otra política del deseo, del crimen

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