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de la historia:

      Había un sepulcro más grande y señorial (lordly) que los demás; aunque enorme estaba noblemente proporcionado. En él no había sino una palabra: DRÁCULA. Así que esa era la morada donde reposaba como no-muerto (Un-Dead) el rey de los vampiros (King-Vampire), a quien tantos otros se debían. (Bram Stoker, 1992 (1897a): 374).

      La filosofía de lo no-vivo alcanza aquí un punto culminante que concierne, desde luego, a la ontología analéptica que buscamos desarrollar en este libro. El No-muerto, la más metafísica y a la vez económica de las definiciones de un vampiro resulta ser, en el caso de Drácula, una suerte de Ur-Padre en una Horda de vampiros inmemoriales. Alfa y omega de un linaje satánico, su nombre condensa todo cuanto la Humanidad del Nuevo Mundo del Capital, alienada de su acceso a la dimensión de lo inmaterial, no podía sino vivir bajo la forma de una pesadilla que retorna en la realidad mediante la figura de un Rey ávido de sangre sacrificial y señor de la noche más oscura.

      Probablemente, el tono metafísico último del vampirismo literario moderno fue enunciado en nuestra tierra por la prosa de Horacio Quiroga: “para los seres que viven en la frontera del más allá racional, la voluntad es el único sésamo que puede abrirles las puertas de lo eternamente prohibido” (Horacio Quiroga, El vampiro (1927), en: Ibarlucía – Castelló-Jourbert, 2007: 595). De hecho, resulta de la máxima relevancia el hecho de que la propiedad de la agencia que posee el sujeto en el mundo sea, desde un punto de vista biológico, normalmente asignada a los seres vivientes. El caso vampírico, en contraste, muestra que un no-vivo puede ser agente voluntario de acciones sobre el mundo de los vivos y, en cierto sentido, el paradigma de toda acción que pasa de la negatividad a la positividad de su ejercicio.

      Por esta razón, lejos siempre de los convencionalismos, es el mérito de H.P. Lovecraft, quien seguramente no habrá dejado de tener en mente a la Berenice de Edgar Allan Poe, el haber celebrado lo que podríamos llamar el credo anárquico y nihilista del vampiro eternamente condenado:

      Ahora cabalgo con las burlonas y amigables gulas en el viento de la noche, y de día juego entre las catacumbas de Nephren-Ka, en el sellado y desconocido valle de Hadoth, junto al Nilo. Sé que la luz no es para mí, excepto la de la luna sobre las rocosas tumbas de Neb, y que tampoco hay para mí alegría alguna, excepto los innominables festejos de Nitokris bajo la Gran Pirámide, pero en mi nuevo salvajismo y libertad casi agradezco la amargura de ser un anormal. (H.P. Lovecraft, El intruso (1921), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 582-583).

      No podría haberse escrito, con mayor maestría, lo que constituye la analítica existenciaria y, por ende, política del vampirismo. De esta forma, el Vampiro es la figura ontológica que representa, con mayor exactitud, al viviente humano de nuestro tiempo. El espejo invertido del muerto-vivo no debe confundirnos respecto de las simetrías invertidas puesto que la analogía opera justamente aquí mediante esas equivalencias alternas.

      Así el Vampiro es el depositario del auténtico “estado de yecto” del viviente y el “ser-para-la-muerte” define su rasgo existenciario fundamental a partir del cual enlaza al tiempo con el Ser en una perspectiva que sólo para los vivientes, en su estado de vivos, puede parecer disociado. Por ello, en el Vampiro y en el viviente, como opuestos complementarios, colisionan el status corruptionis y el status integritatis hasta el punto en el que se devela que ambos se co-pertenecen desde los orígenes de la vida y se proyectan, en el novísimo despunte epocal que atravesamos, hacia una inédita forma de subversión de toda su existencia milenaria en el Ser.

      En un ensayo de enorme interés, Friedrich Kittler ha analizado a Drácula a través de una suerte de Mediengeschichte y, por tanto, como el resultado del triunfo de los media tecnológicos por sobre el oscurantismo sanguinario de la vieja Europa (Kittler, 1993). Por un lado, el diagnóstico toca un punto central: las tecnologías, en cierta forma, han acorralado al vampirismo. Por otro, el limitado alcance del análisis de Kittler, concentrado sobre la figura de Drácula, le impide observar que la sombra metafísica del vampirismo se extiende mucho más allá de la condición histórica de los seres hablantes o de la historia europea para ser el emblema mismo de la condición de toda la vida sobre la Tierra.

      Desde este punto de vista, el vampirismo no es un fenómeno histórico acotado al gótico y sus temores tecnológicos sino, al contrario, constituye la vía de acceso al umbral metafísico originario de todas las formas de vida en Gaia y, en ese punto, sigue siendo un determinante que, por caminos que habremos de explorar seguidamente, nos sigue determinando a todos los seres vivientes en nuestra estructura genómico-metafísica. Al contrario, lo que resulta combatido abiertamente en nuestra época no es tanto el vampirismo per se sino su influencia en la condición del Homo sapiens en cuanto tal.

      Salvo que, según la tesis de este libro, el humano nunca ha existido y, por consiguiente, podemos decir que todo ser viviente, especialmente los seres hablantes, bajo una forma de analogía metafísica que habremos de precisar, son vampiros con una estructura lupina. Lo que Kittler no puede captar, entonces, es que todo combate contra el vampirismo es una guerra interna de los seres hablantes contra sí mismos y su historia metafísica que no puede sino concluir en resultados imprevisibles los cuales, como veremos, no excluyen la catástrofe.

      — 10 —

      Resulta sugestivo el hecho de que, en los estudios sobre el sacrificio, la mitopoiesis del sacrificio vampírico haya sido completamente dejada de lado. De hecho, Joseph de Maistre, en su pionero y en muchos aspectos imprescindible tratado de 1810 sobre el sacrificio, no deja de señalar la problemática decisiva de la sangre desde Egipto a la India, desde Grecia hasta el continente americano:

      La vitalidad de la sangre, o más bien la identidad de la sangre y de la vida era un hecho del cual la Antigüedad no tenía duda alguna y que ha sido renovado en nuestros días, es asimismo una opinión tan antigua como el mundo, que el cielo irritado contra la carne y la sangre no podía ser apaciguado sino por la sangre y no existe pueblo que haya dudado que en la efusión de sangre hay una virtud expiatoria. Ahora bien, ni la razón ni la locura han podido inventar esta idea y, menos aun, haberla hecho adoptar de manera generalizada. La idea echa sus raíces en las profundidades de la naturaleza humana. (De Maistre, 2007: 812).

      El mérito consiste aquí en señalar la importancia de la sangre como ningún otro estudioso sobre la temática sacrificial ha osado hacerlo, pues abandona, con toda determinación, la teoría según la cual el sacrificio sería una “ofrenda” a los dioses. Ahora bien, De Maistre asocia inevitablemente al sacrificio con la culpa primordial de la Caída asumiendo una visión cristiana que oscurece su intuición primordial de que sólo en las profundidades de la naturaleza humana es posible encontrar las raíces del fenómeno. La idea podría haber sido fecunda si los caminos no los hubiera cerrado el propio De Maistre al postular que esas profundidades se identifican con la natura lapsa de la teología política cristiana del pecado adánico.

      De allí, no obstante, la sugerente explicación que brinda De Maistre sobre el instituto jurídico del homo sacer (ya ampliamente conocido en su tiempo) al que se puede sacrificar precisamente porque está consagrado por su culpa y la ejecución constituye, al contrario, el medio de su des-consagración (De Maistre, 2007: 816). En este sentido, el homo sacer demuestra la teoría de De Maistre según la cual la fuente última de toda autoridad jurídico-política radica en el sacrificio. Con todo, la expiación de la culpa por la sangre alcanza su ápice con el cristianismo:

      El hombre culpable no podía ser absuelto sino por la sangre de las víctimas: esta sangre era entonces el lazo de la reconciliación, el error de los antiguos fue imaginar que los dioses acudirían a donde quiera fuese que la sangre corriera sobre los altares (…) los antiguos veían todavía algo de misterioso en la comunión del cuerpo y de la sangre de las víctimas. (De Maistre, 2007: 837-838).

      En efecto, admitida la comunidad de la sangre, sólo el sacrificio del Cristo inocente puede garantizar la “salvación por la sangre” de la culpa originaria (De Maistre, 2007: 839). Ahora bien, precisamente el locus más propicio donde la sangre se transforma en el centro del sacrificio como misterio de la vida es en el vampirismo, cuyas fuentes De Maistre no toma en consideración pues constituye, como veremos, la sombra más peligrosa que existe para la legitimación de la teología política cristiana del sacrificio

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