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en el diminuto apartamento ya mencionado que ella tenía en el cuarto piso de esta enorme casona con escalera de incendios en la pared frontal. Vivir allí le resultaba muy costoso y Matteo pensaba que el mudarse a la vieja casa familiar, aparte de ser una agradable opción, la ayudaría también desde el punto de vista económico. Esta idea él aún no la había conversado con su novia, pero estaba convencido de que estaría encantada con su manera de ver y de resolver las cosas.

      Entre tanto, ya había alcanzado el nivel del primer piso. Hasta aquí todo parecía fácil, porque desde esta altura aún podía saltar al suelo en caso de problemas. Ascender incluso hasta la segunda planta debía ser algo que manejara sin dificultad, pero de ahí en adelante ya las cosas no serían tan sencillas y la escalada se convertiría en un desafío real. Mirar hacia abajo por encima del hombro desde el tercer nivel requería tener un gran valor y no ser propenso al vértigo. Y, finalmente, llegar hasta el cuarto piso era una verdadera heroicidad y se requería para ello de una absoluta concentración y de habilidades propias de un antiguo mosquetero. Matteo era de carácter amistoso, muy equilibrado y, en general, muy buena persona. Prefería la paz, tenía cierto apego al refinamiento y despreciaba por completo cualquier atisbo de rudeza.

      Justo ahora estaba alcanzando la tercera planta e hizo un breve descanso. Respiró profundamente y una enorme sonrisa de felicidad se dibujó en su rostro al pensar en los ojos desorbitados por el asombro que pondría su novia cuando lo viera aparecer así, de una manera tan poco usual y al mismo tiempo tan valerosa. Imaginó también su alegría infinita cuando conociera de su propuesta de matrimonio. Volvió a sonreír de la forma en que solo puede hacer alguien que está a punto de proporcionarle una gran sorpresa a otro, y, despacio, continuó su ascenso. Cuando ya estaba a la mitad del tercer piso y dispuesto a seguir hasta el cuarto, se inclinó para, furtivamente, echar un vistazo a través de la ventana que tenía delante. La habitación estaba en silencio y encima de la cómoda ardían tres velas grandes. Su luz provocaba un aura muy romántica, proyectando largas sombras en las paredes. En ese instante se abrió la puerta y una mujer muy atractiva entró en su campo de visión. Apenas sí estaba vestida. Llevaba un camisón azul de seda, de los usados para dormir en las noches. Solo le cubría media espalda y se veía extremadamente sexy con su cabello oscuro, suelto y llegándole casi a la cintura. Sostenía en su mano una copa de champaña y estaba a punto de tomar un sorbo, cuando un hombre muy bronceado por el sol y también medio desnudo entró a la habitación. Solo vestía un calzón con estampado de piel de leopardo e igualmente sostenía en la mano una copa de champaña. Matteo se sintió avergonzado por haber invadido su privacidad y, en el momento en que quiso moverse, el hombre lo descubrió a través de la ventana. Apuntándolo con el dedo, gritó con enojo:

      —¿Qué rayos está usted haciendo ahí?

      Sin esperar una respuesta, se volvió hacia la hermosa mujer, que miraba a Matteo con los ojos muy abiertos, asustada por lo que estaba viendo. Matteo continuaba en la escalera de incendios, en una posición muy incómoda, sosteniendo aún bajo la barbilla el ramillete de rosas. El hombre medio desnudo en su calzón con estampado de piel de leopardo dio dos pasos hacia la ventana para ver mejor quién era el que estaba allá afuera. Entonces movió la cabeza incrédulo, los ojos se le inyectaron de sangre y se volvió hacia la atractiva mujer, que había terminado por dejarse caer en la enorme cama llena de cojines de todos los tamaños y colores. En un gesto de sumo enojo, le arrojó a la cara el contenido de la copa y luego la hizo añicos al lanzarla contra el suelo.

      —¡Ya ves! ¡Yo lo sabía! ¡Yo siempre lo supe! —le gritó en muy mala forma y la asió por el hombro—. ¡Tú no me respetas! ¡Te acuestas con otros hombres mientras yo estoy en mis viajes de negocios! ¡Siempre supe que esto iba a pasar! ¡No se puede confiar en las mujeres! ¡Esto es el colmo! ¡Ahora tu gigolo trepa por la escalera de incendios para traerte un barato ramillete de rosas!

      Estaba totalmente poseído por los celos y hasta alzó la mano para pegarle. Pero la atractiva joven pudo escapar y refugiarse en el otro extremo del cuarto.

      Matteo movió con rapidez la cabeza hacia atrás y por un momento no supo qué hacer. Estaba aturdido con todo lo que estaba viendo. Luego reaccionó y pensó: «Bueno, esta relación de ella no puede durar mucho. Al menos, le servirá para que aprenda a medir consecuencias, porque no creo que quiera seguir manteniendo contacto con semejante monstruo». Y entonces, con mucho cuidado, terminó por ascender al cuarto piso.

      Cuando alcanzó el nivel de la ventana, se inclinó para mirar al interior de la habitación de su novia. Ella estaba sentada en el sofá, sostenía un teléfono junto al oído y evidentemente hablaba con alguien. Cuando lo vio, dejó caer el teléfono y con una sonrisa en el rostro corrió hasta la ventana para abrirla y dejarlo pasar. Matteo entró a la habitación y se sentó por un momento en el alféizar, sosteniendo ahora las flores con la mano derecha para imprimirle más importancia a la escena que vendría. Se dejó caer entonces, hincó la rodilla en el suelo, la miró con lastimeros ojos de perro —cosa que ya había ensayado en casa delante del espejo— y le hizo la propuesta matrimonial poniendo el ramillete de rosas rojas bajo su rostro.

      Estaba contento y se sentía ahora relajado, convencido de poder sorprenderla y de que todo saldría bien. Cerró los ojos por un momento y esperó a que ella tuviese tiempo de armar su discurso. Antes de abrir de nuevo los ojos y escuchar lo que debía ser su tierna respuesta, sintió de pronto un terrible dolor en el rostro, como si mil espinas estuviesen hiriéndolo una y otra vez. Mantuvo los ojos cerrados, pero supo de inmediato que su novia estaba azotándolo con el ramillete de rosas lleno de innumerables espinas puntiagudas. Ella debía haber perdido el juicio. Por un instante, Matteo pensó que esa noche aquella casa estaba habitada por el diablo. Abrió muy despacio los ojos para asegurarse de que el ataque había terminado y descubrió al ramillete de rosas totalmente desguazado junto a sus pies.

      —¿Quién piensas que soy? —le gritó ella poniéndose delante de él—. ¿Una muchacha estúpida que no sabe cómo se mueve el mundo? ¿Una propuesta de matrimonio con tan solo un ramillete de rosas rojas por delante? ¡No lo voy a aceptar! ¿Dónde está mi anillo de diamantes, eh? ¿Dónde? ¿Nunca has leído un libro romántico o has visto una moderna película de amor? ¡Una propuesta de matrimonio sin un anillo de diamantes no merece para nada la pena! ¡No quiero para mí un hombre que no conoce ni siquiera lo básico de las reglas que rigen un buen matrimonio! Y, para ser franca, ¡no estoy dispuesta a irme a vivir con tu madre a un piso de esa casa vieja! ¡No es lo mío! ¡Aquí terminamos! ¡Se acabó todo entre nosotros!

      Puso una cara tan horrible mientras hablaba que Matteo pensó «¿Qué rayos vi yo en esta mujer?» mientras permanecía allí de pie organizando sus ideas. Sintió que la sangre goteaba y que las heridas le ardían en el rostro.

      —¡Tú ni siquiera sabes defenderte! —volvió ella a sus gritos—. ¡Eres un cobarde! ¡Quiero que salgas de aquí ahora mismo!

      Se apresuró por el corredor y le abrió la puerta de entrada. Se puso ambas manos en la cintura y, mirándolo con cara compungida, esperó a que se fuera.

      Matteo la dejó de pie allí. Se dio la vuelta y salió por la ventana aún abierta. Tenía que tener mucho cuidado al bajar, porque ahora que estaba roto por el dolor no solo físico, sino también emocional, aquel descenso se convertía en una acción muy riesgosa. No sabía qué le dolía ni qué le preocupaba más, si aquellas heridas en el rostro o la otra que llevaba en el corazón. Era como si un cuchillo estuviese horadándolo. Intentó ser valiente, se guardó las lágrimas para después y se concentró en llegar seguro a tierra.

      Cuando iba por el tercer piso, se ladeó y echó una ojeada a través de la ventana. Vio a la joven desconocida sentada en el suelo, delante de la cama. Tenía el rostro hundido entre sus rodillas. Su largo cabello le caía sobre las piernas y casi tocaba el piso. Parecía llorar. Matteo golpeó en la ventana para llamar su atención. Nada pasó. Golpeó de nuevo, esta vez con más fuerza. Lentamente, ella levantó el rostro y miró hacia la ventana. Se veía muy triste. El maquillaje se le había corrido por toda la cara y sangraba por la nariz. Cuando lo vio, se asustó y abrió desmesuradamente los ojos. Se puso en pie y corrió hasta la ventana para abrirle y ayudarlo a entrar.

      —¿Qué le pasó en el

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