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Había estado navegando toda la noche a través de la máquina, hasta que finalmente cayó vencida por el sueño.

      El miércoles llamó a Mirko para expresarle sus dudas acerca de todo aquel proyecto en que se había involucrado. Sin embargo, de cualquier manera, quería seguir adelante.

      El jueves a las 7:30 de la mañana sonó el teléfono. Era la voz de Mirko.

      —¡Ya lo he encontrado, ya tengo a ese señor Bergström!

      Edith quedó muda y le quitó el seguro a la puerta. Un cuarto de hora después Mirko estaba llegando. Encontró a Edith sentada en el sofá, muy rígida, con la foto de Curt Bergström entre las manos.

      —¿Dónde está él? —preguntó con ansiedad.

      —Bueno, pues aquí lo tenemos, Thin-Bergström. Tienen una escuela de buceo en un archipiélago de Birmania.

      —¿Y quién es Thin? —preguntó Edith en un susurro.

      —Es su hija. Ella es quien dirige la escuela. Su madre murió cuando tenía apenas siete años de edad. Curt está viudo. Estuve jugando un poco a ser detective, y mire toda la información que he recopilado para usted. Aquí está hasta su dirección de correo. ¡Vamos primero a tomarnos una buena taza de café y luego le enviamos un mensaje!

      Edith quedó como clavada en el sofá. Ni se movía. Fue Mirko quien debió ir hasta la cocina a preparar el café. Cantaba una de las óperas más famosas de Verdi. Cuando volvió con el café, Edith estaba sentada delante de su laptop diciendo:

      —¿Y ahora qué voy a escribirle yo? A lo mejor él ni quiere encontrarme.

      —¡Sería un gran tonto! ¡Claro que quiere encontrarla! ¿Piensa usted que hemos pasado todo este trabajo y hemos vivido toda esta locura para ahora sencillamente cambiar de opinión?

      Edith escribió: «Hola Curt. Estoy desde el sábado buscándote por todo el mundo. ¿Cómo estás? ¿Podemos encontrarnos? Espero noticias tuyas… Edith».

      Le pidió a Mirko que apretara el botón «Enviar». Ella estaba muy excitada. Mirko agregó con mucha claridad su dirección y su número de teléfono y envió el mensaje. Entonces, los dos suspiraron al unísono delante de la laptop.

      —¿La puedo dejar sola ahora? Mary está regresando de una de sus giras y queremos pasar un par de días en las montañas. Estaremos de vuelta el sábado en la noche.

      —Claro, claro; si tengo un montón de cosas que hacer ahora. Tengo que limpiar este piso. Tengo que sacudir los muebles y lavar las cortinas. Luego debo ir al peluquero y pasar a comprarme ropa nueva. Y tengo también que verificar mi pasaje para el viaje que he planificado hacer a Merguy. Como ve, tengo más que suficiente para las dos próximas semanas.

      Mirko se quedó un rato más de pie, contemplando a aquella señora que lucía ahora veinte años más joven.

      —No se olvide de comprar también un nuevo y sexy camisón de dormir —dijo él con picardía y abandonó la casa con una sonrisa en los labios. Su cara enrojeció con su propio comentario.

      El sábado, Edith abrió su armario y se puso a registrarlo por todos los rincones. Por fin encontró lo que estaba buscando: las medias negras con el bordado y el cinturón elástico. Suspiró y decidió ver cómo le sentaban. Después de todos estos años, le costó bastante que las cosas quedaran en su lugar. Se plantó delante del espejo y sonrió. Se dio la vuelta y se dijo a sí misma: «Bueno, lo más importante es que logra disimular en algo los estragos de la edad». Se enfundó luego en su nueva blusa de seda negra con cenefas y encontró todo el conjunto bastante elegante. Ya estaba lista y presentable para cualquier cosa que pudiera surgir. Continuó posando y sonriendo. «¿Qué pensaría él si me viera ahora así? ¿Le gustaría?».

      Sonó el timbre. Ella no esperaba a nadie. El timbre sonó de nuevo. Se apresuró hacia la puerta y espió hacia afuera a través de la mirilla. Logró ver algo parecido a unas flores. «¡Oh, qué bien, él me ha enviado flores!», susurró, y pudo reconocer que era un pequeño y maravilloso ramo de orquídeas.

      Su corazón le dio un vuelco. Una ola de calor le recorrió todo el cuerpo y vino a instalarse en sus mejillas. Se olvidó por completo de cómo estaba vestida y precipitadamente le dio una vuelta a la llave. Abrió la puerta.

      —¡Hola, Edith! ¡Pero qué bien, me encanta cómo te ves con esa ropa!

      Ella se quedó de una pieza, con los ojos muy abiertos, los espejuelos en una mano y mirando a aquel señor mayor alto, cargando un ramo de orquídeas. Era Curt Bergström.

      —¡Oh, estás aquí, no puedo creerlo! —dijo ella tartamudeando, al tiempo que apretaba las rodillas como queriendo ocultar la piel que sobresalía por encima de las medias negras.

      —Te avisé en la respuesta que le di a tu correo —dijo él con paciencia.

      Ella se dio la vuelta y se dirigió presurosa hacia su cuarto de estar para hundirse en la silla frente a la laptop. Curt Bergström entró, cerró la puerta y acomodó las orquídeas sobre la mesa. Entonces, caminó hacia Edith, extendió la mano por encima de su hombro y apretó una tecla en la máquina. Tardó solo un rato. Abrió la carpeta de correos entrantes y había solo un mensaje que leyó en alta voz: «Hola, Edith. Ya estoy en camino».

      Ella se puso en pie y se sumergió en sus brazos.

      Se casaron tres meses más tarde y abrieron una sala de navegación por Internet para jubilados en un gran espacio trasero de la galería de arte donde trabajaba Mirko, y donde ahora, de cuando en cuando, el trío al que pertenecía Mary solía amenizar con música alguna velada.

      Mirko muchas veces pensaba mientras sonreía: «La vida es mucho más placentera cuando nosotros los jóvenes podemos trabajar unidos a nuestros vecinos más veteranos».

      Trepando con rosas

      Matteo estaba pletórico de orgullo y felicidad, porque el de hoy era un día muy especial. Llevaba su nuevo traje de lino negro, una ligera camisa azul y sus ultrasuaves mocasines marrones puestos sin calcetines. En su mano derecha sostenía un maravilloso ramillete de rosas de un rojo muy intenso.

      Se detuvo delante de una enorme casa de cuatro plantas, construida en el siglo pasado por una familia muy rica. Un aspecto particular de su arquitectura eran las escaleras de incendio que tenía adosadas a la pared del frente, y que al mismo tiempo le servían de decoración. En el siglo anterior fue una propiedad única, pero, ahora, tras algunas renovaciones y transformaciones, los pisos estaban divididos y constituían propiedades individuales. Matteo alzó la vista hacia la parte izquierda del último piso y sonrió, anticipándose mentalmente a lo que iba a hacer. Puso el pie en el primer peldaño de la escalera de incendios, sujetó el ramillete de rosas bajo su barbilla y, muy despacio, comenzó a trepar. Esta idea se le había ocurrido un tiempo atrás y esperaba que una acción así de valiente sirviera no solo para impresionar a su novia, sino también para sorprenderla con su propuesta de matrimonio.

      Matteo estudiaba el séptimo semestre de Filosofía y en las noches trabajaba como portero en un pequeño hotel. Vivía con su madre al final del pueblo, en una vieja casa que ella había heredado de sus padres. A menudo, la hermana de su madre venía y pasaba largas temporadas en la casa. Coincidentemente, ambas mujeres habían perdido a sus esposos en un accidente de tráfico. Los planes de Matteo eran llegar un día a convertirse en profesor universitario, pero por ahora esto era tan solo un sueño aún lejano.

      Por más de tres años, él y su novia habían mantenido una relación estable y pensaba que ya era tiempo suficiente para dar paso al matrimonio. Podrían vivir entonces en la acogedora buhardilla que una vez se preparara como apartamento para su hermano, agregándole retrete y cuarto de baño. Su hermano era un guía de turismo que se la pasaba viajando y el ochenta por ciento de los días del año estaba fuera, en cualquier parte del mundo. Cuando regresara a hacer sus cortas visitas a la casa, podría quedarse en el cuarto original más pequeño que tenía desde la niñez y que, de seguro, sería lo suficientemente espacioso para él.

      La

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