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ya pasaba de los treinta y cinco años cuando decidió casarse con un hombre mucho mayor que ella, que trabajaba como consultor en la administración de empresas. No tuvieron hijos, llevaban una vida muy tranquila y llegaron a ser una pareja ideal. Él murió dos años después de haberse jubilado. Desde entonces, Edith vivió sola. Estuvo cerrada a muchos intentos de aproximación por parte de algunos hombres interesantes. Pero, en cambio, tenía un buen círculo de amistades con las que compartía intereses comunes.

      A lo sumo solo en dos o tres ocasiones pensó ella en Curt en los últimos años. Lo más probable era que estuviese felizmente casado y ella solo sería una intrusa si intentaba comunicarse con él. Pero, además, tampoco sabría cómo encontrarlo. No conseguía recordar a cuál costa australiana había planeado ir. Por tanto, alejaba con rapidez esos pensamientos de su cabeza.

      Un jueves en la mañana, como era ya habitual en ella, salió a dar un paseo por los alrededores del lago. Sus pasos la llevaron finalmente a tomar un capuchino en la misma cafetería de siempre. Al aparecer frente a ella aquel hombre tan apuesto —con un impresionante parecido a Curt— en el momento exacto en que esperaba deleitarse con el primer sorbo del capuchino, supo que debía encontrarlo.

      El viernes, bien temprano, Mirko estaba sentado en un taburete en la galería, reflexionando sobre su situación. A pesar de trabajar tres tardes a la semana como profesor de informática para personas discapacitadas, no era suficiente para vivir. Necesitaba algo más. ¿Pero qué? El resto de su tiempo lo dedicaba a pintar y ya había tenido una gran suerte al poder exponer sus obras junto a las de otros cuatro artistas en esta galería. Sin embargo, era muy complicado vender alguno de aquellos cuadros. Siendo un artista desconocido, no podía contar con ingresos regulares que vinieran de esas ventas. Compartía un diminuto piso con su novia, una violinista que integraba un trío de música de cámara y que a menudo estaba de gira. Sabía que ya era tiempo de proponerle matrimonio, pero sentía vergüenza de tomar una decisión tan seria sin que su economía hubiese mejorado. Mirko suspiró y movió los hombros hacia arriba y hacia abajo. Sí, ya era tiempo de hacerle la propuesta.

      El sonido del viejo timbre de la puerta de entrada a la galería lo sacó de sus románticos pensamientos. Edith se tambaleaba en el vestíbulo por el peso de dos grandes bolsos que cargaba con ella.

      —¡Dios santo, ahora no! —murmuró Mirko. Pero antes de que se repusiera totalmente de la sorpresa, los dos bultos ya estaban colocados a la derecha y a la izquierda de su taburete.

      —Joven, tiene mucho trabajo aguardando por usted —dijo Edith con una sonrisa plena, aunque un poco afectada por la falta de aliento.

      —Pero yo tengo que trabajar aquí, tengo que cuidar de la galería casi el día entero. Yo lo siento mucho, pero no puedo ayudarla en este momento —el asombro de Mirko lo hizo ponerse un poco nervioso.

      Ella se sopló la nariz y continuó:

      —Joven, eso yo lo sé perfectamente. Aquí tiene la llave de mi casa, aquí tiene la dirección —dijo, y colocó una llave y una tarjeta sobre el escritorio de madera—. Y aquí está el dinero para un taxi. Lleve con usted los dos bolsos. Uno está lleno de comida y en el otro están tanto la computadora que compré como los demás componentes necesarios para nuestro trabajo. A las 2:00 de la tarde viene el electricista y a las 2:30 viene el agente de la Compañía del Cable para instalar el paquete de correo electrónico y la Internet que necesito. Yo me quedaré a cuidar de la galería. Usted, mientras tanto, vaya e instale en la máquina todo lo que haga falta. Ya yo he dispuesto una mesa en mi sala de estar. Cuando cierre aquí, iré a preparar alguna comida ligera y entonces comenzaremos la investigación a través de Internet. Usted me enseñará. ¡Manos a la obra!

      Esta abuelita resultaba demasiado insistente para el gusto de Mirko y lanzó un profundo suspiro antes de preparar su defensa. Pero ella no le dio oportunidad. Le recordó a su propia abuela. Edith ya había avanzado por todo el local, al tiempo que le preguntaba:

      —¿Cuáles de estos son obra suya?

      Renunciando a su defensa, solo pudo decirle a media voz:

      —Los más grandes, los que tienen a unos músicos con coronas hechas de hojas de árboles.

      —Son fabulosos. Este debe ser Beethoven. ¡Usted debería aumentarle el precio!

      Mirko sintió que el orgullo henchía todo su ser. Por qué no hacerlo. Se levantó de su silla. Le dio su consentimiento y le mostró todo lo necesario para que pudiera reemplazarlo. Luego abandonó la galería.

      A las 8:00 de la noche ya ambos estaban sentados en la sala de estar de Edith, disfrutando de una ensalada y de un delicioso pollo digno del paladar de un emperador o de un maharajá. Él se sentía grande. Edith había logrado vender dos de sus cuadros. Al parecer, un grupo de turistas chinos estaba paseando por el lugar y ella los animó a entrar a la galería para mostrarle sus cuadros. Pagaron en efectivo. Y la guía que venía con ellos le prometió a Edith que regresaría luego con otros grupos. Esta abuela parecía tener gran habilidad para administrar y promover el talento.

      Comenzaron a trabajar. Él le preparó tres cuartillas con las instrucciones de cómo debía usar la laptop, cómo encenderla, cómo apagarla, cómo hacer búsquedas en la Internet, cómo imprimir páginas que le interesara conservar y, finalmente, cómo enviar y cómo leer un mensaje de correo electrónico recibido. Obviamente esto último a Edith no le interesaba mucho, pero apenas sí podía esperar para comenzar con la gran búsqueda.

      —Ok, ¿cuál es el apellido de su Curt?

      Ella pareció estar un poco avergonzada y se movía hacia atrás y hacia adelante en su silla.

      —¿Podríamos probar primero con otro nombre?

      Mirko escribió entonces el nombre «Beethoven», explicándole cada paso y lo que significaba cada resultado. Ella pareció muy excitada. Probaron entonces escribiendo «Escuela de navegación en Perth» y finalmente escribieron un correo electrónico de prueba dirigiéndolo a la dirección de Mirko. Se fue a la medianoche, no sin antes ponerse de acuerdo para volver a reunirse con ella el lunes. Le dio su número de teléfono por si surgía algún imprevisto.

      El lunes, Mirko llegó al apartamento de Edith sobre las 11:00 de la mañana y la encontró en medio de cientos de páginas dispersas por toda la alfombra. Todas llenas con direcciones de escuelas de navegación en Australia y en el resto del Pacífico. Edith había comenzado por Hawái. Parecía haberse dedicado a investigar sin interrupciones durante todo el sábado y el domingo. Restos de comida rápida se amontonaban en la mesa del salón, rodeando a las copias impresas.

      —Hasta ahora no he podido encontrar nada que tenga que ver con su nombre —le dijo Edith en un suspiro—. Quizás ya no viva. ¡Quizás todo esto haya sido un gran sueño mío!

      Mirko se sentó, se rascó la cabeza y entonces le preguntó:

      —¿Podría ahora usted ser tan amable de decirme el nombre completo de él para que yo pueda ayudarla en su búsqueda?

      —Su nombre es Curt Bergström —murmuró ella tiernamente.

      —Ok, Curt Bergström, ¡ya vamos por ti! —pronunció Mirko en medio de la sala.

      Edith movió hacia un lado su cabeza y sonrió. ¡Parecía él tener tantas esperanzas!

      —Por el momento, le he conseguido algo más de trabajo —dijo ella—. Siete señoras mayores, todas amigas mías, quieren ser adiestradas por usted en el uso del correo electrónico y la Internet. Ya yo he acordado además un precio justo por la instalación de las computadoras. Tomaremos las clases en la misma galería de arte. Estoy segura de que luego algunos de sus esposos se unirán también al curso.

      Mirko se quedó sin habla. Debía trabajar en la tarde impartiendo clases a los niños discapacitados, pero le prometió continuar ayudándola luego en la investigación por Internet y pensaría en alguna nueva estrategia de búsqueda que resultara más eficaz.

      El martes a las 11:30 de la mañana Edith entró a la galería. Hasta ahora no tenía ningún resultado. No había señales

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