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otro por exceso.

      Al desarrollar la humildad uno descubre la posibilidad de moderar sus palabras, emociones, defender su punto de vista y manifestar sus convicciones con templanza (y sin agredir a otros). Por el contrario, la arrogancia nos convierte en esclavos de nuestras palabras. Como dice Carl Gustav Jung (1875-1961), a través del orgullo nos engañamos a nosotros mismos, alejándonos de todo aquello sobre lo cual podríamos tener certeza.

      El humilde no sabe lo que vendrá. Desconoce el futuro y, por eso, es cauto a la hora de forjar prospectivas y de elaborar planes. Tiene plena consciencia de la incertidumbre del presente y del futuro. No vive anclado en la nostalgia de un tiempo sólido y asume la volatilidad como destino. Sin embargo, no se deja devorar por la angustia del no saber. Sabe que no sabe. Esta conciencia de su ignorancia, esta lucidez socrática le salva de caer en dogmatismos políticos, sociales, religiosos y económicos y le hace tomar conciencia del valor del presente.

      En un contexto de crisis global, no solo sanitaria, sino económica y social, como la que estamos padeciendo, esta actitud es la más adecuada y pertinente, pues nos salva de la tentación de aferrarnos a certidumbres completamente infundadas. Es lo que esperamos de los líderes sociales, políticos, económicos y religiosos.

      La persona humilde no vive con dolor sus carencias, no vive con resentimiento su fragilidad. La humildad no está reñida con la audacia, ni con la aspiración a desarrollar grandes proyectos o con la voluntad de lograr retos difíciles. La persona audaz no se limita a repetir rutinas, a cubrir el expediente, pues tiene la voluntad de crear, de innovar, de dar a luz lo que todavía no existe.

      Esto podría parecer soberbia, arrogancia y vanidad, pero no lo es, porque si, de veras, es humilde, sabe que puede errar y que necesitará de la cooperación de los demás para lograr sus objetivos. Por eso, la audacia sin humildad no es más que temeridad y la temeridad nunca fue una virtud, sino más bien un vicio por exceso de confianza en uno mismo.

      La humildad tampoco está reñida con la inteligencia. Más bien todo lo contrario, la presupone. La inteligencia, entendida como la capacidad de leer dentro de las cosas (intus-legere), de descifrar su sentido y su razón de ser, es una potencia del alma que requiere de un modo imprescindible del cultivo de la humildad. Las personas inteligentes acostumbran a ser humildes, porque conocen sus límites y el ancho territorio que ignoran, chocan con paradojas muy complejas que solo ellos son capaces de identificar.

      La persona humilde, para expresarlo con la terminología de Howard Gardner (1943), debe haber desarrollado, a fondo, la inteligencia intrapersonal, pues esta modalidad le habilita para conocerse a sí misma y, por lo tanto, para identificar las carencias y las potencialidades de su propio ser.

      Cuando uno conoce lo que realmente es y sus debilidades, toma las decisiones adecuadas, conformes a la realidad, con lo cual, reduce, significativamente, el campo de fracaso. Cuando, por el contrario, se plantea objetivos vitales que nada tienen que ver con la realidad de su persona, es fácil que advenga el fracaso. Por eso, se puede afirmar que la inteligencia sin humildad no es más que estupidez.

      La humildad no entra en contradicción con la autoridad. La auctoritas resulta indispensable en un líder, pero esta se construye con el ejemplo y con la coherencia entre el ser y el obrar. La autoridad que se funda, erróneamente, en la arrogancia, en la prepotencia y en el desprecio a los demás, es una falsa autoridad. Es una expresión de autoritarismo que pone de relieve el complejo de inferioridad del mismo líder y su incapacidad para hacerse respetar. Por eso, como dice Jean-Louis Chrétien (1952-2019), la autoridad sin humildad no es más que una tiranía caprichosa1.

      Cuando un líder, sea político, social, económico o religioso, reconoce sus errores de estrategia –movimiento muy extraño en nuestras latitudes– ello no hace mermar su autoridad, ni su credibilidad. Todo lo contrario. En este reconocimiento se pone de manifiesto su humanidad, su sinceridad y los demás pueden llegar a empatizar con él y a hacerse cargo de sus errores.

      La humildad es una virtud, una potencia para hacer el bien. Para ser más precisos, es una fuerza para realizar el bien. Es una especie de musculación interior que permite a nuestro espíritu vivir eligiendo el verdadero bien y dándonos la energía para cumplirlo.

      Aun así, es indispensable reconocer que, en determinadas circunstancias vitales, no resulta nada fácil discernir lo que es el bien. Existe una pluralidad de visiones confrontadas que debe cotejarse y discutirse desde la racionalidad. La humildad abre las puertas a este diálogo que tiene como fin la búsqueda del bien, porque la persona humilde no cae en la tentación de creer que su modo de realizar el bien es el único modo posible.

      La humildad, dice el novelista Clive Staples Lewis (1898-1963), no consiste en pensar que eres menos, sino en no creerte más que los demás. Esto presupone no perder de vista que, por grandes que sean las diferencias que te separan de los demás, lo que te une a ellos es más sólido y permanente que todo lo demás.

      Una virtud es algo infinitamente deseable, dado que es una fuerza interior que nos permite realizar buenas elecciones y conducirlas a buen fin. Cada virtud tiene su contrario. La humildad es el punto equidistante entre la exaltación (soberbia) y el desprecio de uno mismo. Es la justa estima de uno mismo, por eso no se debe confundir con la humillación a pesar de proceder de la misma etimología.

      No es fácil situarse en este punto equidistante entre el exceso y el déficit. Lo más habitual es bascular hacia un extremo u otro. Los hay que sucumben a la infravaloración de sí mismos, pero los hay que caen en la sobrevaloración. En ambos casos falta la moderación, la mirada ecuánime.

      LAS FRONTERAS

      DE UNO MISMO

      Una figura capital para ahondar en la virtud de la humildad, incluso en este contexto de licuación postmoderna de las tradiciones espirituales, es santa Teresa de Jesús (1515-1582). En sus escritos autobiográficos, místicos y poéticos, la escritora del Siglo de Oro profundiza en la humildad como condición sine qua non para acceder a la verdad de las cosas.

      A lo largo de su obra, que solo citaremos tangencialmente, la autora de Camino de perfección reflexiona sobre la necesidad del autoconocimiento como fundamento de la humildad y lamenta la tendencia a evadirse del yo real.

      Escribe santa Teresa de Jesús: «No sé si queda dado bien a entender, porque es cosa tan importante este conocernos que no querría en ello hubiere jamás relajación, por subidas que estéis en los cielos; pues mientras estamos en esta tierra no hay cosa que más nos importe que la humildad»1.

      La escritora de Ávila se lamenta del desconocimiento que, por lo general, tenemos de nosotros mismos, en particular de la interioridad. Esta ignorancia no se puede imputar al azar, tampoco a la necesidad, sino a la falta de voluntad, a la pereza. Siguiendo la metáfora del castillo, la santa sugiere que, por lo general, nos limitamos a recorrer el castillo por fuera, por la parte más exterior. Tendemos a situarnos en la muralla y a observar lo que ocurre fuera de ella.

      Sin embargo, el movimiento imprescindible para conocerse a uno mismo, consiste en dar la vuelta y adentrarse en el castillo, en todas sus estancias y moradas, con el fin de comprender el alma, hasta la última morada –la séptima– donde habita el Señor del castillo.

      «No es pequeña lástima y confusión –sostiene santa Teresa– que, por nuestra culpa, no entendamos a nosotros mismos, ni sepamos quiénes somos. ¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra? Pues si esto fuera gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras cuando no procuramos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos, y así a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe sabemos que tenemos almas. Mas qué bien puede haber en esta alma o quién está dentro en esta alma o el gran valor de ella, pocas veces lo consideramos; y así se tiene en tan poco procurar con todo cuidado conservar su hermosura»2.

      Este autoconocimiento se limita a los estratos más superficiales y exteriores de nuestro ser, pero ignora lo que se oculta más allá,

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