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de la moral, el resentimiento nace por comparación. Cuando uno se siente inferior a los demás, desea el mal para quienes percibe que son superiores a él, anhela su destrucción, y esta emoción se queda dentro del sujeto intoxicando su alma.

      El resentimiento nace, como se ha dicho, por comparación y el espíritu de comparación es destructivo. Como escribe Søren Kierkegaard (1813-1855), en Las obras del amor (1848), compararse es autoinmolarse.

      La persona humilde no se compara con los demás. Reconoce las cualidades de sus semejantes, pero no experimenta la secreta envidia de poseerlas para sí. Reconoce lo que hay de bello y de bueno en los demás, pero eso no le lleva a destruirse a sí mismo, ni a negar sus facultades.

      La humildad no consiste en pensar menos en uno mismo, sino en pensar menos de uno mismo. El autoexamen, como ya vio Sócrates (470 a.C.399 a.C.), es consustancial a la actividad filosófica entendida como un ejercicio espiritual. Ello presupone convertir el yo en objeto de meditación filosófica, en foco de reflexión.

      Pensarse a sí mismo no es un ejercicio de vanidad, ni un combate contra la humildad. Es una tarea imprescindible para configurar el propio proyecto vital. La humildad no consiste en evadirse de uno mismo, en fugarse del yo, olvidarse o anonadarse. Significa pensar menos de uno mismo.

      LA HUMILDAD

      NO ES SUMISIÓN

      Dejemos de lado el sentimiento de inferioridad. La humildad tampoco debe confundirse con el sometimiento y, menos aún, con la legitimación de la sumisión y de la explotación. Resignarse a jugar el papel de víctima en una relación dual, ya sea en el plano afectivo o profesional, nada tiene que ver con la humildad. El victimismo no es la humildad; es una derrota moral, una corrosión de la dignidad humana.

      Ser humilde no significa, en ningún caso, aceptar resignadamente el papel de siervo en una relación de dominación, en la dialéctica del amo y del esclavo, para decirlo con la bella expresión de Georg Wilhelm Hegel (1770-1831). Asumir que uno debe ser vejado, explotado, en definitiva, aniquilado por otro ser humano es un acto de renuncia a la propia dignidad, una derrota de sus derechos fundamentales.

      Ser humilde no significa tolerar o aceptar la injusticia, la explotación, la denigración, la vejación o la humillación. La aceptación de este rol obedece a distintas razones, pero, en ningún caso se puede identificar con la humildad. Puede ser fruto de la cobardía, del miedo, de la costumbre, pero no es una situación éticamente aceptable. La humildad está emparentada con la justicia, con la esperanza, con el reconocimiento de uno mismo y de los demás, pero jamás con la explotación o con la humillación.

      Desde el mundo de la psicología se presenta la humildad como la base para la autosuperación, dado que su motor reside en la grandeza de aceptarnos como somos y de actuar de acuerdo con ello, con los pies bien puestos en la tierra.

      En el ámbito de la psicología de las organizaciones y del liderazgo, se enaltece la humildad como una cualidad indispensable para gobernar un equipo humano, para cohesionar una comunidad, para crear vínculos empáticos con los demás. Nadie soporta a un líder arrogante y prepotente. La humildad cataliza el nexo, facilita el encuentro, genera una corriente de simpatía alrededor de la persona que la cultiva, una corriente imprescindible para el trabajo en equipo y para la vida de las organizaciones.

      Descartado el complejo de inferioridad y la lógica del sometimiento, veamos cuál es la esencia de la humildad en una aproximación por círculos concéntricos.

      La humildad, según la Real Academia Española (RE), es una «virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento». Esta primera definición, todavía prefilosófica, abre la posibilidad de ver el mundo con una óptica más aterrizada.

      Estamos hablando de una actitud, no de una reacción, de un buen hábito, dado que mejora la persona, la hace más excelente. Se ubica en el orden intelectual, pero tiene consecuencias prácticas. Parte del conocimiento de las propias limitaciones, lo cual presupone la conciencia de la finitud y determina un obrar que se desarrolla conforme a este conocimiento.

      Es una cualidad intangible, puesto que, como las demás virtudes, la fortaleza, la constancia, la tenacidad o la esperanza, no se observa empíricamente, pero se manifiesta a través del obrar y, especialmente, en la interacción con los demás.

      Observando el modo en que un ser humano se relaciona con sus semejantes, la manera en que desarrolla su tarea profesional y su vida social se detecta si, en él, existe o no, esta virtud.

      La permanente referencia al yo, lo que se denomina autorreferencialidad, pone de manifiesto la vanidad o arrogancia. La persona humilde, en cambio, tiende a callar sobre sí misma, sobre sus logros y sus méritos. No siente la imperiosa necesidad de exhibirlos en cada reunión social, tampoco centra la conversación en su vida pretérita o futura. Tiende a descentrarse y a escuchar a quienes le rodean para aprender de lo que dicen y no imitar sus defectos. Cuando los demás exponen sus logros y éxitos, no siente la pasión por neutralizarlos con los suyos, incluso en el caso de que fueran superiores.

      Conoce bien sus debilidades. Tampoco tiene dificultades en revelarlas en los círculos sociales si es necesario. No sucumbe al exhibicionismo de sus carencias como hace el victimista para buscar la consolación y la estima de los demás, pero no tiene dificultades en revelar su talón de Aquiles.

      «La humildad –escribe el filósofo catalán Jaume Balmes (1810-1848)– trae consigo el claro conocimiento de lo que somos, sin añadir ni quitar nada; quien tenga sabiduría puede interiormente reconocerlo así»1.

      El filósofo de Vic entiende que la humildad nace de la claridad respecto de uno mismo. Este conocimiento claro que, propiamente, es la sabiduría, no se alcanza inmediatamente. En términos generales, tenemos una visión borrosa, desenfocada de nosotros mismos. La claridad requiere de un proceso temporal. El conocimiento de los propios límites y fortalezas, sin quitar ni añadir nada, es dinámico, porque también lo es el yo, con lo cual este conocimiento debe ser renovado a cada instante.

      Observamos, pues, que la primera dificultad para alcanzar la humildad tiene que ver con el deficitario conocimiento que se tiene de uno mismo. Es fácil sucumbir a extremos. En ocasiones, no somos capaces de identificar las fortalezas que subsisten en nuestro ser, pero, en otras se da la situación contraria, captamos las fortalezas, pero no las carencias. Solo quien indaga en sí mismo de un modo constante y tenaz, alcanza este conocimiento y, por consiguiente, la sabiduría interior, la mirada clara sobre sí mismo.

      La humildad, escribe la filósofa francesa Simone Weil (1909-1943), es una purificación por eliminación de sí de un bien imaginado, la resultante de un proceso catártico que consiste en aceptar el principio de realidad y desaferrarse de los constructos imaginados.

      Existe, por un lado, el yo real, el de carne y huesos, apegado al humus y, por otro, el yo imaginado, soñado, que flota más allá de las nubes, en un universo paralelo. La humildad es la percepción real de uno mismo y eso se opone, frontalmente, a la versión imaginada.

      Existe el peligro de crearse una visión de uno mismo completamente fantástica y de instalarse en ella. En este sentido, la humildad es doliente, pero también liberadora. Duele tener que reconocer que no soy lo que había imaginado ser, pero libera porque te reconcilia con el yo real.

      La humildad, pues, se relaciona con el principio de realidad, pero también con la noción de imperfección. Quizás, por ello, es un valor tan sumamente contracultural en nuestro tiempo. La aspiración al cuerpo perfecto, a la casa perfecta, a la familia perfecta y a la vida perfecta late en el inconsciente colectivo. Esta insaciable búsqueda de la perfección, sobre todo, estética, genera ansiedad, angustia y desazón y acaba, fatalmente, en fracaso.

      En la madurez de la vida uno se percata de que no existe el cuerpo perfecto, ni la casa perfecta, ni la familia perfecta, ni, por supuesto, la vida perfecta.

      Este reconocimiento es doloroso, pero también gratificante, pues uno aparta de sus objetivos la lucha

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