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de cambiarlos.

      Acepta, con serenidad, la ordinaria imperfección de sí mismo y de los demás.

      HUMILDAD

      E IMPERFECCIÓN

      La humildad, como expresa lúcidamente Baruch Spinoza (1632-1677), tiene lugar cuando uno conoce su propia imperfección. Esta es, quizás, una de las definiciones más atinadas de humildad: el conocimiento de la propia imperfección.

      Para alcanzar tal sabiduría se requieren dos procesos que raramente se dan en la vida cotidiana: por un lado, el conocimiento de uno mismo y, por otro, el reconocimiento de las propias imperfecciones.

      La conciencia de la imperfección no debe confundirse, jamás, con la instalación en la imperfección. El anhelo de mejorar humanamente no está reñido con la humildad. Todo lo contrario. Justamente cuando uno se reconoce imperfecto, es cuando está en vías de mejorar. Cuando, en cambio, cree erróneamente que, ya ha alcanzado el culmen de la perfección, se instala en esa visión errónea y empeora como ser humano.

      Desde este punto de vista, considerarnos perfectibles nos da la oportunidad de hacernos cargo de nuestros errores sin taparlos, de solicitar ayuda y de reforzar nuestras habilidades sin sobredimensionarlas, perspectiva que nos permite, también, ver lo mejor de otras personas sin sentirlas como una amenaza y ganar un mundo de experiencia y de sabiduría.

      La perfectibilidad es la capacidad de mejorar como ser humano, de pulir las aristas, para acercarse, asintóticamente, al ideal que uno tiene en su mente. El culto a la perfección conduce al perfeccionismo y, en último término, a la intolerancia respecto de uno mismo y los demás.

      Tener un ideal y aspirar a acercarse a él no significa sucumbir al culto a la perfección. Uno debe saber que el ideal, justamente por ser un ideal, escapa a la realidad, pero proponerse objetivos arduos es el modo de tensar las capacidades y de potenciar los recursos latentes que hay en el propio ser. Solo, así, mejora un ser humano, ya sea física o mentalmente.

      Esta idea de la perfectibilidad, tan inherente a la filosofía de Aristóteles, abre nuevos horizontes en la persona y la salva del derrotismo y de la fatalidad. La distinción entre potencia y acto es pertinente en este contexto. Reconocer potencias latentes es fundamental para crecer como ser humano, pero solo si uno es humilde y aprende de quienes han actualizado esas potencias, puede hacer realidad lo que, en él, es una mera posibilidad.

      La humildad, pues, consiste en reconocer la propia imperfección, pero sin negar la perfectibilidad, esta potencia intrínseca de mejora que todo ser humano tiene y que puede desarrollar a lo largo de su existencia.

      Escribe el filósofo francés André Comte-Sponville (1952) que la persona humilde no se cree inferior a los demás. Cesa de creerse superior. No ignora lo que vale o puede valer, pero rehúsa contentarse con lo que es. A través de la humildad acepta, plenamente, la existencia en su conjunto.

      El orgullo, el opuesto dialéctico de la humildad, es una exacerbación narcisista de uno mismo, lo cual impide el verdadero desarrollo personal. En la cultura narcisista, lo que se lleva es la afirmación del yo, la lucha por imponer el propio destino, la propia voluntad, la búsqueda del reconocimiento social. La humildad está ausente. Es la gran olvidada. Los humildes son particularmente conscientes de la interconexión entre todos los seres, de la categoría de la interdependencia, por eso esta cualidad humana se vincula estrechamente al sentimiento de pertenencia a la humanidad, a la solidaridad cósmica.

      Para Baruch Spinoza, la humildad es más bien un estado de ánimo, un afecto que no una virtud, un estado que nace de la tristeza del ser humano frente a su impotencia o su debilidad. Está pues estrechamente unida a la amargura y a la resignación. A pesar de ello, si un ser humano toma conciencia de su impotencia porque reconoce la existencia de algo más grande y poderoso que él, la humildad, a su juicio, se convierte en una virtud.

      La vulnerabilidad pone al ser humano en su lugar. Como dice Vladimir Jankélévitch (1903-1985), la humildad es la resultante de un trabajo de sinceridad, lúcido y sin ilusión, que permite a su majestad, el yo (das Ich), como decía Sigmund Freud, perder su trono.

      La humildad conduce al amor. Sin ella el yo ocupa todo el espacio y solo ve al otro como un objeto a su disposición. La humildad es ese esfuerzo por liberarse de las ilusiones del yo, por deconstruir la megalomanía del ego.

      Es la sabiduría de la nada. Consiste en darse cuenta de que no somos nada. Uno se ve a sí mismo desnudo y expuesto, sin máscaras, sin armaduras, es decir, vulnerable.

      Según Immanuel Kant (1724-1804), la humildad es la conciencia y el sentimiento que experimenta el ser humano de su poco valor moral en comparación con la ley moral (das moralische Gesetz). El animal no es consciente de la distancia que separa su ser de la ley moral, porque tampoco vive en el mundo moral, sino solo en el mundo natural, regulado por leyes físicas.

      La humildad es, a su juicio, un saber más que una virtud, un triste saber, pero, lúcido y útil para el ser humano, mucho más que la alegre ignorancia.

      Un ser humilde reconoce su propia insuficiencia y sus múltiples dependencias, y, por consiguiente, reprime todo movimiento de orgullo. Es, ante todo, un estado de ánimo, un temple, un éthos, un talante, pero, a su vez, una excelencia, una fuerza moral.

      Como dice el escritor francés, Marcel Aymé (1902-1967), la humildad es la antecámara de todas las perfecciones. Esta conciencia de la imperfección modifica la relación con el tú y con el otro, le hace a uno más compasivo y amable. Por eso, no es extraño que san Agustín la considere la madre de todas las virtudes (mater virtutum).

      ¿Puede ser la humildad una simulación? ¿Puede ser un disfraz del narcisismo?

      Cabe la posibilidad. Es difícil juzgar las intenciones. En sentido estricto, es imposible. Podemos juzgar las palabras, las acciones, las obras, también las omisiones de alguien, pero la intentio, la secreta motivación que activa esas palabras, esas acciones o esas obras, está fuera de nuestro alcance.

      El agente puede confesar su intención, pero, puede, también, ocultarla. Puede simular una intención, pero esconder la verdadera fuerza motriz de sus movimientos. Puede intentar persuadirnos de ella, pero otra cosa es que realmente sea la verdadera intención que brota de su corazón.

      La intentio es la causa final de la acción y esta solo la conoce el agente si es capaz de sincerarse consigo mismo y de mirarse en el espejo. En ocasiones, ni siquiera uno sabe cuál es la intentio de sus actos. Ignora por qué hace lo que hace, o mejor, el fin que persigue, el para qué, la causa finalis de sus acciones.

      ¿Dónde empieza y dónde acaba la simulación de la humildad?

      La apariencia de humildad no es, stricto sensu, humildad. Solo en la praxis continuada, en la acción y en la interacción con los demás, puede uno discernir si la humildad es realmente humildad o una pose estética vacía de contenido, para ganarse la simpatía de los demás.

      Los hechos constituyen el principio de verificación de la práctica de una virtud.

      HUMILDAD

      Y PUSILANIMIDAD

      ¿Qué significa osar?

      Enfrentarse al miedo al fracaso.

      La humildad no es lo mismo que la renuncia y, menos aún, un eufemismo de pusilanimidad o de cobardía. El cobarde no osa, ni emprende la lucha contra sus miedos, porque teme fracasar. La persona humilde osa hacer de su vida una obra de arte, aunque sabe que el fracaso siempre está al acecho. No teme fracasar. Es capaz de aprender de sus lecciones.

      La persona humilde osa con inteligencia, con conocimiento de su ser, de sus limitaciones y de sus capacidades, pero, antes de obrar, pregunta, se asesora y delibera. No se deja dominar por el miedo a lo desconocido, ni por el temor a la incertidumbre. Entre la modestia de quien no se enfrenta a sus miedos y el delirio de omnipotencia de quien rehúsa reconocerlos,

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