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dar cosas inútiles al que la recibe es, con todo, un bien, en cuanto el que da muéstrale al menos ser su amigo; pero no es un bien perfecto, y así, no es pronto; como cuando un caballero diese a un médico un escudo, y cuando el médico diese a un caballero escritos los Aforismos de Hipócrates o los de Galeno; porque dicen los sabios que el rostro de la dádiva debe ser semejante del que la recibe; es decir, que le convenga y le sea útil; por eso se llama liberalidad pronta del que así discierne al dar.

      Mas dado que los razonamientos morales suelen dar deseo de ver su origen, es mi intención mostrar brevemente en este capítulo cuatro razones, por las cuales, necesariamente, para que haya pronta liberalidad en la dádiva, ha de ser útil para quien la reciba.

      Primeramente, porque la virtud debe ser alegre y no triste en ninguna de sus obras. De aquí que si la dádiva no es alegre, ya en el dar, ya en el recibir, no hay en ella virtud perfecta ni pronta. Esta alegría no puede dar sino utilidad, que queda en el dador con dar y va al que la recibe por recibir. El dador, pues, debe proveer de suerte que quede de su parte la utilidad de la honestidad que está sobre toda otra utilidad; y hacer de suerte que vaya al que la recibe la utilidad del uso de la cosa donada; y así uno y otro estarán contentos, y, por consiguiente, habrá más pronta liberalidad.

      Segundo, porque la virtud debe llevar las cosas cada vez a mejor. Así como sería obra vituperable hacer un azadón de una hermosa espada o hacer una hermosa alcuza de una hermosa cítara, del mismo modo es vituperable quitar una cosa de un lugar donde sea útil y llevarla adonde sea menos útil. De aquí que para que sea laudable el mudar las cosas, conviene siempre que sea a mejor, por lo que debe ser sobremanera laudable; y esto no puede hacerlo la dádiva, si al transmutarse no se hace más cara; ni puede hacerse más cara, si no le es más útil su uso al que la recibe que al que la da. Por lo cual se infiere que la dádiva ha de ser útil para quien la reciba, a fin de que haya en ella pronta liberalidad.

      Tercero, porque la obra de la virtud por sí misma debe adquirir amigos, dado que nuestra vida necesita de ellos y que es el fin de la virtud que nuestra vida sea alegre. De aquí que, para que la dádiva haga amigo al que la recibe, ha de ser útil, puesto que la utilidad sella la memoria con la imagen de la dádiva; la cual es alimento de la amistad, tanto más fuerte cuanto mejor es; de aquí que suele decir Martín: «No se apartará de mi mente el regalo que me hizo Juan». Por lo cual, para que en la dádiva esté su virtud, que es la liberalidad, y que ésta sea pronta, ha de serle útil a quien la reciba.

      Últimamente, porque la virtud debe obrar libremente y no por la fuerza. Hay acto libre cuando una persona va con su gusto a cualquier parte, la cual muestra con dirigir la vista hacia ella; hay acto forzado, cuando va a disgusto, lo cual muestra con no mirar adonde va. Así, pues, mira la dádiva hacia esa parte cuando considera la necesidad del que la recibe. Y como no puedo considerarla si no es útil, es menester, para que la virtud proceda con acto libre, que esté libre la dádiva en el lugar adonde va con el que la recibe, y, por consiguiente, ha de haber en la dádiva utilidad para el que la recibe, a fin de que haya allí pronta liberalidad.

      La tercera cosa en que puede notarse la pronta liberalidad, es en dar sin petición; porque lo pedido es por una parte no virtud, sino mercadería; porque el que recibe compra todo aquello que el dador no vende; por lo cual dice

      Séneca que nada se compra tan caro como aquello en que se gastan ruegos. De aquí que para que en la dádiva haya pronta liberalidad, y que se pueda notar en ella, es menester que esté limpia de toda mercadería; y así, la dádiva no ha de ser pedida. En cuanto a por qué es tan caro lo que se pide, no es mi intención hablar de ello aquí, ya que suficientemente se explicará en el último tratado de este libro.

      IX

      De las tres condiciones susodichas, que han de concurrir a fin de que haya pronta liberalidad en el beneficio, estaba apartado el Comentario latino, y el vulgar está de acuerdo con ellas, como se ve manifiestamente de este modo: el latino no hubiera servido para muchos; porque si traemos a la memoria lo que más arriba se ha dicho, los letrados extraños a la lengua itálica no hubieran podido obtener este servicio. Y los de esta lengua, si consideramos bien quiénes son, encontraremos que de mil, uno hubiera sido razonablemente servido, porque no lo habrían recibido; tan predispuestos están a la avaricia, que los aparta de toda nobleza de ánimo, la cual desea principalmente este alimento. Y en su vituperio digo que no se deben llamar letrados, porque no adquieren la letra para su uso, sino en cuanto por ella ganan dineros o dignidades; así como no se debe llamar citarista a quien tiene la cítara en casa para prestarla mediante un precio y no para usarla tocando. Volviendo, pues, al motivo principal, digo que puede verse manifiestamente cómo el latín hubiera beneficiado a pocos; más que el vulgar, servirá, en verdad, a muchos. Pues la bondad de ánimo que espera este servicio reside en aquellos que por torpe abandono del mundo han dejado la literatura a quienes la han convertido de dama en meretriz; y estos nobles son príncipes, barones y caballeros, y otra mucha gente noble, no solamente hombres, sino mujeres, que son muchos y muchas en esta lengua, vulgares y no letrados.

      Además, el latín no hubiera sido el donante de útil dádiva, que será el vulgar; porque no hay cosa alguna útil, sino en cuanto se usa, ni está su bondad en potencia, lo cual no es existir perfectamente, como el oro, la margarita y los demás tesoros que están enterrados, porque los que están a mano del avaro están en más bajo lugar, que no hay tierra allí donde está escondido el tesoro. La verdadera dádiva de este Comentario es el sentido de las canciones a las cuales se hace, porque intenta principalmente inducir a los hombres a la ciencia y a la virtud, como se verá por el proceso de su tratado. No pueden tener el hábito de este sentido, sino aquellos en quienes está sembrada la verdadera nobleza del modo que se dirá en el cuarto Tratado; y éstos son casi todos vulgares, como lo son los nobles más arriba nombrados en este capítulo. Y no hay contradicción porque algún letrado sea de aquéllos, que, como dice mi maestro Aristóteles en el primer libro de la Ética: «Una golondrina no hace verano». Es, pues, manifiesto que el vulgar dará cosa útil. Y el latín no la hubiera dado.

      Aún más: dará el vulgar dádiva no pedida, que no hubiera dado el latín, porque se dará a sí propio por Comentario, que nunca fue pedido por nadie, y esto no puede decirse del latín, que ha sido ya pedido por Comentario y por glosas a muchos escritos, como en sus principios puede verse claramente en muchos. Y así manifiesto es que pronta liberalidad me inclinó al vulgar antes que al latín.

      X

      Grande tiene que ser la excusa, cuando en convivio tan noble, por sus manjares y tan honroso por sus convidados, se sirve pan de avena y no de trigo; y tiene que ser una razón evidente la que le haga apartarse al hombre de aquello que por tanto tiempo han conservado los demás, como es el comentar en latín. Y así, la razón ha de ser manifiesta, pues es incierto el fin de las cosas nuevas, ya que nunca se ha tenido experiencia de ellas; de aquí que las cosas, usadas y conversadas, son comparadas en el proceso y en el fin. Por eso se movió la razón a ordenar que el hombre tuviese diligente cuidado al entrar en el nuevo camino, diciendo: «Que al estatuir las cosas nuevas, debe ser una razón evidente la que haga apartarse de lo que se ha usado por mucho tiempo». No se maraville nadie, pues, si es larga la digresión de mi excusa; antes bien, aguante como necesaria su extensión pacientemente. Prosiguiendo lo cual digo que -pues que está manifiesto cómo para que cesasen inconvenientes desórdenes, y por prontitud de liberalidad me incliné al Comentario vulgar y dejé el latino- quiere el orden de la excusa completa que demuestre yo cómo me movió a ello el natural amor del habla propia; que es la tercera y última razón que a ello me movió. Digo que el natural amor mueve principalmente al amador a tres cosas: es la una, magnificar al amado; la otra, ser celoso de él; la tercera, defenderlo, como puede verse que continuamente sucede. Y estas tres cosas me hicieron adoptarlo, es decir, a nuestro vulgar, al cual natural y accidentalmente amo y he amado.

      Movióme a ello primeramente el magnificarlo. Y que con ello lo magnífico puede verse por esta razón: dado que por muchas condiciones de grandeza se pueden magnificar las cosas, es decir, hacerlas grandes, nada engrandece tanto como la grandeza de la propia bondad, la cual es madre y conservadora de las demás grandezas. De aquí que ninguna mayor grandeza puede tener el hombre que la de la obra virtuosa, que es su propia bondad,

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