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querida, la más querida por él, al alejarse de aquella muchacha de cabellos rubios y sentimientos delicados.

      La perdió primero con su crimen. Ahora perdía la posibilidad de tenerla cerca con la marcha de Bess a Washington.

      Si fácil fue convencer a la inocente muchacha, en cambio Ted no se daba por satisfecho con tanta facilidad.

      Estaba fuera de sí por la extraordinaria reserva de Dan. En vano Jo le había prohibido terminantemente que molestase a Dan con preguntas; alegando que su debilidad aconsejaba no charlase demasiado. La perspectiva de la próxima marcha de su héroe decidió definitivamente al «león».

      Deseaba obtener una clara y satisfactoria versión de las aventuras que había vivido, y que él imaginaba extraordinariamente emocionantes.

      Esa idea la sacó a través de algunas palabras oídas al propio Dan cuando estaba delirando.

      Así, aprovechando un momento en que estaba poco vigilado, le interpeló directamente:

      ―Siempre te he tenido por mi mejor amigo.

      ―Es una satisfacción para mí, Ted.

      ―¿No lo eres, acaso?

      ―Estoy seguro. A ningún otro hombre aprecio más.

      ―Eso pienso. Por esto me atrevo a pedirte que me cuentes con detalle todas tus cosas.

      ―¡Válgame el cielo! ¿Otra vez?

      ―No me refiero a lo de las granjas de Kansas, ni a lo de los indios de Montana. No me importan tus anteriores aventuras en Australia. Lo que deseo que me cuentes son tus aventuras desde que te fuiste de aquí el año pasado.

      ―¡Oh, aquello no puede interesar a nadie! No hice apenas nada…

      ―¿Por qué?

      ―Tenía otras cosas que hacer.

      ―¿Cuáles?

      ―Escobas. ¿Te parece bien?

      ―Por favor, Dan, no estoy bromeando.

      ―Ni yo tampoco, Teddy. No podría hacerlo con eso. Sólo que tú me preguntaste, y yo contesto.

      ―¿Para qué hiciste escobas? ―siguió preguntando el muchacho, decidido a llegar al final por el camino que fuese.

      ―Para no hacer cosas mucho peores.

      ―Mira, Dan. Pareces olvidar que durante tu enfermedad te velé y cuidé…

      ―No lo olvido, Teddy, y te lo agradeceré siempre. Sin embargo, no debieras echármelo en cara. Las cosas se hacen o no se hacen.

      ―¡Oh, no me interpretes mal! Quiero decir que como te velé, tuve ocasión de oír algunas palabras tuyas, dichas a causa de la fiebre.

      Dan se alarmó. Súbitamente interesado preguntó:

      ―¿Qué es lo que oíste?

      ―Nombraste a Blair y a Mason…; dijiste que uno había caído…, que otro echó a correr…

      ―No deseo hablar de eso, Ted.

      ―¡Hazlo, Dan, cuéntamelo! ¿No somos amigos? Demuéstramelo con eso. ¡Debió de ser algo apasionante!

      ―No fue nada de lo que pueda estar orgulloso.

      ―¡Oh sí, seguro! De otra manera no lo hubieras hecho.

      El muchacho le acosaba, cada vez más interesado. Dan llegó a pensar que bien podía decírselo, pero…

      ―No quisiera que Jossie… o Bess… se enterasen.

      ―Cuenta conmigo, Dan. Será nuestro secreto.

      Dan llegó a la conclusión de que sería mejor contarle un conjunto de medias verdades, convenientemente disfrazadas. Así colmaría su ansia de saberlo todo.

      ―La de cosas que habrás imaginado, Teddy. Y es que cuando se oye alguna palabra suelta, uno fuerza la imaginación. Total: salen verdaderas novelas.

      ―¿Me lo vas a contar?

      ―Verás: Blair era un chico con el que hice cierta amistad durante el viaje a Kansas. Mason era un individuo que estaba en… en una especie de hospital de altas paredes…, en el que estuve en cierta ocasión. Blair se fue con sus hermanos y Mason murió allá. Eso es todo.

      ―¿Pero quién fue el que escapó?

      ―Supongo que me refería a Blair.

      ―Saqué la impresión por tus palabras que hubo una lucha. ¿La hubo?

      ―Efectivamente.

      ―En la lucha mataste a alguien. ¡Oh, no quiero decir que fueses malo, no! Yo sé bien que en aquellas tierras es necesario responder a la violencia con la violencia. Tú no asaltaste diligencias, ni robaste ganado, de eso estoy seguro. Pero a lo mejor ayudaste a colgar algún cuatrero. O tuviste que liquidar algún bribón…

      Aunque Dan procuraba aparecer burlón no pudo evitar una ligera, contracción en su rostro y apretar los puños con fuerza al decir Teddy estas palabras. El muchacho lo notó instantáneamente.

      ―¡Ah, es eso! No puedes negarlo. Estaba seguro que acabaría sabiéndolo. ¿Por qué no me lo cuentas con detalle? A menos que lo hayas jurado… Dime, Dan.

      ―Así fue. Lo juré.

      El muchacho quedó decepcionado.

      ―Si juraste no contarlo, no lo cuentes, claro está. Pero por lo menos podrás decirme a cuántos mataste.

      ―A uno solo.

      ―Debía ser un malvado, ¿verdad?

      ―Sí, lo era.

      ―Supongo que luego estarías una temporada encerrado.

      ―Bastante larga.

      ―Pero luego saliste y como primera providencia vas y salvas la vida a veinte mineros. ¡Todo es interesantísimo! Pero no te preocupes, a nadie lo contaré.

      ―¡Pobre de ti si lo hicieras!

      Hubo un momento de silencio, ya saciada la curiosidad del turbulento chico.

      ―Escucha, Ted. ¿Sentirías haber matado a un hombre? Un facineroso, por supuesto.

      ―No, si era cumpliendo un deber. En la guerra, por ejemplo, o en defensa propia…, pero si fuera en un arrebato de ira, supongo que luego lo sentiría mucho. Tu caso fue una lucha noble, ¿verdad?

      ―La razón estaba de mi parte. Sin embargo, hubiera preferido no haber vivido esta experiencia.

      ―Creo que lo comprendo. Pero no temas, a nadie lo diré. Especialmente a las mujeres. Ellas no comprenderían ni aprobarían nunca una cosa así.

      Pasaron varias semanas, lentas y tranquilas. Dan se impacientaba al no recibir las credenciales que le permitirían actuar como representante o agente de los indios de Montana.

      Cuando por fin recibió la noticia de que le habían sido concedidas, insistió en partir inmediatamente. Tenía interés en alejarse pronto y enfrascarse en su misión, altruista y humanitaria, para ver si en ella encontraba sino el olvido, por lo menos el consuelo.

      En una desapacible mañana del mes de marzo partió Dan. Montado en su yegua Octto y seguido por el perrazo Don, el caballero Sintram volvió a enfrentarse con sus enemigos. Unos enemigos que le hubieran vencido sin la ayuda de Dios y la de unos auténticos amigos.

      Pocos días después conversaban Amy y Jo.

      ―Son tantas las despedidas que he tenido que soportar que pienso si la vida no será sólo eso: una eterna despedida. Lo malo es que a medida que pasa el tiempo soporto peor las separaciones.

      ―La vida ofrece sus compensaciones, Jo. Incluso a eso.

      ―¿A qué te refieres?

      ―Hemos

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