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acostumbré a pensar que yo era Fronda y que veía el resplandor del cabello de Aslaugha, que me prometía una nueva vida lejos de aquellos muros. La imaginaba en una de las pocas estrellas que el estrecho ventanuco de mi Calabozo me permitía ver. Usted dirá que todo eso son tonterías, ¿verdad? Quizá tenga razón. Pero en todo caso, esas tonterías obraron el milagro de contener mis ímpetus, de que me esforzase en dominar mi carácter desbocado, en ser mejor, en aceptar con humildad el castigo, en proyectar una nueva vida de honradez, trabajo y ayuda a mis semejantes.

      Se enardecía mientras hablaba, le brillaban los ojos de apasionamiento.

      ―Si eso son tonterías, ¡benditas sean! No me las quite. Con ellas no hago mal a nadie. No me aconseje que borre esta ilusión de mi corazón. Poco importa que no pueda ser nunca realidad. Pero necesito amar algo y prefiero estar enamorado de una quimera, como Fronda lo estaba de un espíritu, que de cualquiera de esas chicas vulgares a las que yo compararía a todas horas con la maravillosa «Princesita».

      La tranquila desesperación de Dan llenó de dolor el corazón de Jo. Pero no quiso darle esperanzas, porque ella entendía que no las había y habría sido cruel mantener esta ilusión.

      Sin embargo, aquel amor sin esperanza podía servir para purificar su vida y elevarle por encima de lo que hubiera sido sin esa ilusión.

      Pocas mujeres aceptarían casarse con él, en sus actuales circunstancias, con su pasado, con un presente aventurero e inestable y con un futuro cargado de dudas.

      Por otra parte, pensó Jo, era mejor que siguiera solo. No fuera a resultar como su padre: un hombre guapo, atractivo, interesantísimo, sin escrúpulo alguno y responsable de más de un desengaño amoroso.

      ―Tienes razón, Dan. Me parece muy bien que conserves esa inocente ilusión, si ha de servirte de ayuda y consuelo. Tal vez más adelante se presente en tu vida otra ilusión que pueda sustituirla.

      ―¡Jamás! ¡Ni lo deseo ni es posible! ―exclamó Dan con exaltación.

      ―Nunca puede decirse. Pero, aunque no se presentase otra ilusión, debes comprender que no hay esperanza alguna. Bess es el encanto de sus padres, su auténtico orgullo. El mejor pretendiente del mundo les parecería poco digno de ella.

      ―Lo sé muy bien, y estoy de acuerdo con usted y con ellos. Nadie la merece.

      ―Llévala como guía en tu vida. Que sea como una estrella que te oriente en los momentos difíciles para saber ir siempre por el buen camino.

      Tía Jo no pudo continuar. Las lágrimas que ella pugnaba por contener afloraron a sus ojos y corrieron libremente por sus mejillas.

      Dan se sintió aliviado al ver compartida su pena. Poco después se repuso de la emoción e incluso trató de restar importancia a todo para consolar a Jo.

      Era un auténtico hombre. Un carácter noble, curtido por la adversidad. Todavía hablaron largo rato bajo la luz crepuscular. Aquel secreto que compartían, aquella conversación clara y sincera, les unió mucho más de lo que siempre habían estado.

      Cuando terminaron, la larga y fría noche invernal estaba ya muy avanzada.

      Jo se acercó a la ventana. Antes de bajar la cortina dijo alegremente a Dan:

      ―Ya que te gusta tanto el lucero de la tarde, míralo. Hoy parece que luce con mayor esplendor que nunca.

      Luego le tomó la mano con ternura.

      ―Y no olvides nunca que si la voluntad de Dios te niega esta niña angelical siempre tendrás aquí a esta vieja amiga dispuesta a ser una ayuda para ti, una confidente o, si tú me aceptas como a tal…, una segunda madre, orgullosa de este hijo.

      Esta vez Dan no la decepcionó como en otra ocasión al decirle que deseaba fumar. El muchacho había, cambiado mucho y no se avergonzaba ya en demostrar sus sentimientos.

      Por esto tomó a la señora Bhaer entre sus brazos y solemnemente le contestó:

      ―No lo olvidaré jamás. Porque en usted he encontrado la mejor y más inapreciable ayuda que pude nunca soñar. Por eso repetiré siempre: ¡Dios la bendiga!

      CAPÍTULO XXII

      LAS ÚLTIMAS ESCENAS

      Después de una noche de reflexión, Jo pensó que algo debía hacer.

      ―Esto es como un Barril de pólvora y la presencia de Bess es el fuego. Lo prudente será alejarla. Sí; esto será lo mejor.

      De acuerdo con este pensamiento Jo visitó a su hermana Amy. No le contó el secreto de Dan. Había prometido no hacerlo. Pero bastó que hiciese a Amy una velada insinuación para que ésta se alarmara y decidiese alejar a su hija por una temporada.

      Precisamente Laurie iba a salir para Washington con objeto de gestionar una ayuda para el plan de Dan. Cuando se le sugirió que Bess podría acompañarle, acogió la idea con entusiasmo. No en vano estaba algo celosillo de su esposa, pensando que su hija pudiera quererla más que a él.

      La conspiración de Jo salió perfectamente. Sin embargo, aun cuando la idea era buena, se sentía culpable de traición hacia Dan, y temía el momento de enfrentarse de nuevo con él. Pero Dan no la recriminó. Acogió la noticia de la marcha de Bess con aparente calma. Tan sólo pudo notarse una ligera palidez en su ya pálido rostro y cómo apretaba la mandíbula para contenerse. Sin embargo, no protestó. Sabía que tarde o temprano aquello iba a suceder y estaba dispuesto a soportarlo, cuando llegara la ocasión, sin una muestra de desfallecimiento. La ingenua Bess, ignorante del drama en el que estaba incluida, fue a despedirse de Dan. El muchacho, ya prevenido por la señora Bhaer, estaba desempeñando admirablemente su papel, sometiendo a dura disciplina sus emociones para que no se manifestasen.

      Lo habría conseguido plenamente de no ser porque la misma Bess, sin darse cuenta, provocó la reveladora reacción.

      Dan le había cogido la mano sosteniéndola con delicadeza. Sonriendo con tristeza le dijo:

      ―Adiós, «Princesita», adiós. Si no volviéramos a vernos, acuérdate alguna vez del viejo Dan.

      Ella, pensando que su pesimismo se refería a su quebrantada salud actual, le contestó cariñosamente:

      ―¿No volver a vernos? ¡Dios no lo querrá así! Estamos muy orgullosos de ti y para nosotros siempre será una felicidad tenerte aquí. No lo dudes ni un momento, Dan.

      Aquella mirada llena de sincero y puro afecto hizo comprender a Dan, más que nunca, lo que estaba perdiendo con aquella separación.

      Hubo una lucha en su interior. Súbitamente, tomó entre sus manos aquella cabecita dorada y besó con veneración, casi con adoración y con el máximo respeto, aquellos cabellos cuyo recuerdo le acompañaría toda la vida.

      La única palabra que dijo pareció más bien un sollozo.

      ―¡Adiós!

      Y ocultando el rostro a la sorprendida mirada de Bess huyó corriendo a encerrarse en su habitación, donde nadie podría ver su cruel sufrimiento.

      Aquella brusca despedida, aquel desgarrador «adiós» asustaron un poco a Bess. Su instinto de mujer le hizo comprender que algo había en todo aquello, desconocido para ella hasta el momento.

      Quedó mirando la puerta por la que había marchado Dan, con las mejillas encendidas por el rubor.

      Jo intervino:

      ―Debes comprender que todo lo que ha pasado le ha vuelto más sensible a las emociones. Le ha enternecido separarse de una persona querida, como le dolería separarse de cualquiera de los que nos quedamos aquí con él.

      ―Comprendo. Los efectos de la caída y de la enfermedad…

      ―No se trata de eso, Bess. Debe bastarte saber que ha tenido que soportar algo muy triste para él. Pero podemos y debemos estar orgullosas de nuestro Dan. Ha sido tan valiente y firme en lo espiritual como lo fue al salvar aquellos mineros con peligro de su vida.

      ―¡Pobre

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