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El beso de la finitud. Oscar Sanchez
Читать онлайн.Название El beso de la finitud
Год выпуска 0
isbn 9788409379439
Автор произведения Oscar Sanchez
Жанр Философия
Издательство Bookwire
¡Zenón, cruel Zenón, Zenón de Elea!
¿Me has traspasado con la flecha alada
Que, cuando vibra volando, no vuela?
¡Me crea el son y la flecha me mata!
¡Oh sol, oh sol!… ¡Qué sombra de tortuga
Para el alma: si en marcha Aquiles, quieto!
¡No, no! ¡De pie! ¡La era sucesiva!
¡Rompa el cuerpo esta forma pensativa!
¡Beba mi seno este nacer del viento! Una frescura, del mar exhalada,
Me trae mi alma… ¡Salada potencia!
¡A revivir en la onda corramos!
Magnífico. Se percibe perfectamente la mano del traductor, que es Jorge Guillén. No y no al eleatismo por venir de Eliot. Las paradojas de Zenón (apostilla: este hombre pasa por ser todo cerebro, pero creo recordar que murió bajo tortura y para no soltar prenda se cortó la lengua con los dientes…) son sobradamente conocidas por todos, sea porque se han visto en Bachillerato o sea porque se ha leído a Borges. El único filósofo clásico que se ha enfrentado directamente a ellas fue Henri Bergson, y bastante bien por cierto. Lo que apuntó Bergson fue que Aquiles sí podría alcanzar a la tortuga, porque el impulso de salida del héroe es una realidad dinámica que sólo puede ser geometrizada después, es decir, que únicamente cuando Aquiles ya ha avanzado podemos aplicar una escala estática sobre sus pasos y dividirlos, si nos da la gana, infinitamente (que es, por cierto, de lo que trata el Cálculo Diferencial). El Movimiento es, pues, lógicamente anterior a la Geometría que lo mide, entre otras cosas porque, si no, nada habría por medir. Vuelta, pues, al sentido común. Heidegger, en la conferencia Tiempo y ser, de 1962, hace una observación yo suelo mencionar a veces, porque en el fondo es graciosa –Heidegger no es habitualmente nada gracioso–, a saber: Porque el tiempo mismo pasa. Y, sin embargo, mientras pasa constantemente, permanece como tiempo. Decimos que el tiempo mismo es el que pasa, pero es un hecho que siempre está aquí, o ahí, o doquiera; el tiempo es precisamente la única cosa, por decirlo así, que no pasa con el tiempo. Ni siquiera a los muertos se les “acaba el tiempo”, puesto que hace 250 años que murió Beethoven, por ejemplo. Eliot hace trampa, como aquel bolero, Reloj no marques las horas. Si el reloj se detuviera, entonces el amante tampoco gozaría de su amada, porque estaría paralizado como en las inmediaciones de un agujero negro. También lo canta así la banda MClan, de modo absurdo –son licencias poéticas–, cuando en Quédate a dormir Carlos Tarque dice “que pasen treinta años antes de mañana”. Eso, además de la noche de pasión más larga del cosmos, que para sí la quisiera el mismísimo Zeus, es una petición de matrimonio en toda regla…
De modo que entiendo que el juicio lo gana el abogado defensor, Paul Valéry, y el tipo jurídico bajo el que recae la sentencia lo sentó antes Nietzsche, al denominarlo “la inocencia del devenir”. Todos, a diario, y en todas partes del mundo, y más cuanto más mayores nos hacemos, nos lamentamos de lo rápido que pasa el tiempo, y de que “parece que fue ayer”… Es totalmente cierto, pero no es por ello el tiempo un devorador de vida, de una manera casi medieval, sino un donador de vida y de realidad. Como señalaba Heidegger, el tiempo siempre está ahí, dando más de sí, volviendo sobre sí mismo como una rueda para que nuevas cosas nazcan, nuevos sucesos tengan lugar. Nos quejamos mucho del tempus fugit, pero luego nos parece fatal, por ejemplo, que la Iglesia Católica o el Islam no se actualicen a la altura del s. XXI. Ergo no nos gustaría nada que las cosas siguieran siempre idénticas, pero tampoco que su transformación fuera tan radical que no hubiera Dios que las reconociera. Eliot negaba la contingencia, o eso que hoy Quentin Meillassoux denomina paradójicamente “la necesidad de la contingencia”, es decir, que-no-pueda-ser-que-no-sea-todo-contingente. ¿Podría Eliot haber tomado ese pasadizo, haber abierto aquella puerta y haberse acercado a la rosaleda? Pues no podemos saberlo, la contingencia no es un dato empírico, pero quien no haya sentido el vértigo de una decisión, el dolor de la libertad, quién al cruzar la calle piense que es lo mismo mirar hacia los lados o no porque el hecho de ser atropellado dos segundos después ya está escrito, es que es tonto de remate o es que no ha vivido jamás. El tiempo pasa y no pasa a la vez, para dejar sitio al acontecer, que es una visión muy heideggeriana también. Se da retirándose, y al hacerlo enriquece la realidad. Y no digo “enriquece” en sentido figurado o poético, sino literalmente. Es más exuberante un mundo en el que estoy yo, y luego mi hijo, a uno en el que sólo estoy yo, eterna y cansinamente. Lo digo mal, ni siquiera es un mundo más rico: es un mundo más mundo. Ayer escuché un anuncio de un tonto videojuego que se promocionaba con este grito: “¡podrías estar jugando eternamente!”. Pues entonces no os lo compréis, eso no es un mero juego, es heroína infográfica. Sólo hay un juego que se puede jugar una y otra vez, porque en él está la esencia misma del cosmos, el Fuego de Heráclito, y hasta tal juego aguanta mal el paso de la edad. Es –aquí sí que me pongo erudito a la violeta– el juego abrasador del corazón, muy propio de poetas más que de filósofos, y que Eliot debía conocer y con toda seguridad conocía. Arquíloco de Paros lo versificaba así, nada menos que en el siglo VIII a. C. (Fragmento 57 D):
Corazón, de tantas cuitas maltratado, corazón,
¡ea, arriba! al enemigo tenlo a raya, y frente a él
pon el pecho; de los odios y emboscadas plántate
cerca y firme; y más, si vences, no te ufanes por doquier.
Y si te vencen, no te metas en tu casa a sollozar;
no, sino goza en lo gozoso, y en los males no sin fin
penes; mira cómo al hombre olas llevan y olas traen…
Observaciones llanas sobre el primer Heidegger
Que hay hechos, cosas, es el principio del pensamiento. Aristóteles escribió que la filosofía arranca en el asombro de que hay mundo, o sea, de que suceden cosas. Pero, ¿se les puede llamar “cosas”, o eso es ya una interpretación? Si las “cosas” son de un carácter muy simple, como, por ejemplo, un meteorito de dos metros que cayó hace unos años en Sri Lanka, no hay problema en llamarlo “cosa”, aunque en realidad se trata de un fenómeno, que diría Kant, o de un suceso, que diría Einstein. Porque el ciervo al que le caiga cerca no va a pensar “¡diantres, un meteorito!”, de manera que no es suficiente con la percepción del impacto para determinar la naturaleza del objeto. Incluso aunque el ciervo se acerque al cráter y vea la piedra humeante, sigue sin percibir “un meteorito”. Los hombres percibimos el impacto filtrado por una precomprensión determinada, en este caso altamente universalizada hoy y de índole científica. Siglos de Astrofísica han sido necesarios para fijar el lenguaje que permite entender el comportamiento de un meteorito, que no es nada evidente por sí mismo, que no es inmediato como el escozor para un bebe. Que es una construcción cultural o social, por tanto, como muchos dicen ahora, pero no remitida a una nada sumamente maleable, como en el caso del género, sino a bólidos reales y muy sólidos que cruzan el espacio a gran velocidad. En base a esa construcción cultural de la que carece el ciervo, o el hotentote del s. XVIII, lanzamos una expectativa, y, en efecto, ciertos científicos estuvieron esperando el aterrizaje del meteorito para investigarlo. Por tanto, nadie niega que haya hechos, fenómenos o sucesos, eso es de majaderos que han interpretado estúpidamente a Nietzsche (ya se sabe: “no hay hechos sino interpretaciones”24), lo que se niega es que, un vez que tienen lugar, hablen por sí mismos en ausencia de cualquier lenguaje. Que es lo que le pasa al ciervo, o al hotentote, de tal manera que no entiende nada y sale corriendo por si acaso. Como los hombres enunciamos lo que pasa en el mundo, dejamos los hechos como tales muy atrás y definimos no cosas, sino nuestros fines con las cosas. ¿Qué es, entonces, un “meteorito”? Pues lo que el astro-geólogo de turno predice que va a caer y sobre lo que planea hallar o no hallar en él rastros de la formación