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debe ser también esa, más allá de la reducción al absurdo también de la guerra, del odio racial y de la pesadilla xenófoba: que una persona inservible no es lo mismo que una persona muerta, que no vivimos para formar parte del engranaje técnico de ningún proyecto grandioso de un grupo de visionarios dementes, y que un ser humano nace al mundo y a su vida propia y peculiar, no a secundar los sueños faraónicos de los que nos preceden o coexisten –por cierto, que ahora sabemos que incluso los esclavos que levantaron las pirámides a latigazos no eran tales, como nos ha enseñado Hollywood celebrando la Semana Santa cristiana, sino trabajadores contratados.

      Al final, hay que dar siempre la razón en todo a Hannah Arendt. El Holocausto fue horrible, Auschwitz el infierno sobre la tierra, una mancha indeleble en la reputación de la humanidad, pero en el fondo lo peor es que fue banal. El régimen nazi, en aquellos campos tan milimétricamente planeados, en los que no se desperdiciaba nada, lo que hacía era abastecerse de recursos para ganar la guerra y de paso sentirse superior a sus adversarios, reales o inventados. Hubo escaramuzas y episodios por parte de rusos y aliados tan horrorosos como esos campos, aunque a menor escala y mucho menos célebres, que no voy a contar aquí (léase el no muy formal pero sí entretenidísimo La Segunda Guerra Mundial contada para escépticos de Juan Eslava Galán). La diferencia, ya lo he dicho, es el carácter de fábrica, de matadero ingente de seres humanos en el que metes por un lado un hombre y sacas por el otro cenizas y rentabilidad. Esto, me temo, sigue ocurriendo, a veces delante de nuestras narices, pero más frecuentemente en tierras lejanas. Como versificaba la poetisa rusa –que fueron los que realmente vencieron a los nazis…– Anna Ajmátova en “Último brindis”...

      Bebo por la casa destruida

      por mi vida terrible

      por la soledad entre los dos

      y por ti yo bebo.

      Por la mentira de los labios traicioneros

      por el frío mortal de los ojos

      por el mundo brutal y tosco

      por lo que Dios no salvó.

      19 Al decir esto me asemejó a Rousseau, y a los muchos roussonianos que han existido después de él (los anarquistas, por ejemplo), pero lo cierto es que, como siempre con Rousseau, hay mucha trampa conceptual. No se puede, en efecto, decir que amas al ser humano pero aborreces sus producciones institucionales, que sería como admirar a la araña pero no las telas de que se vale para subsistir. ¿Cómo se puede entender cabalmente la idea de que los humanos somos dos cosas, lo que empíricamente somos, que incluye el régimen nazi pero también Amnistía Internacional, y lo que deberíamos ser, que nunca ha tenido lugar exactamente pero que es a lo que debemos tender? Esta dualidad, esta disociación, o es religiosa –el hombre es un ángel caído–, o es psicoanalítica –el malestar de la cultura–, o es un bello desiderátum pero no un factum.

      20 Imaginad por un momento que de España se hiciese una película, una serie o una novela cada año de un gran éxito internacional que tratase de nuestras vergüenzas en la conquista de América, haciéndonos aparecer como salvajes que ladran en vez de hablar. No sabríamos dónde meternos, y eso es justamente lo que les ocurre a los alemanes actuales. No obstante, mi madre estuvo hace poco y me contó que la guía de su visita en autobús por tales siniestros lugares no se cortaba en hacer el elogio de Hitler en lo que tuvo de gran reanimador de Germania, pese a sus conocidos errores…

      El malentendido del “Realismo Especulativo” o “Nuevo Realismo”

      Las cosas son las maestras del hombre.

      José Ortega y Gasset, Origen y epílogo de la Filosofía

      Uno de los rasgos principales por los que se reconoce a un profesor de Filosofía, sobre todo en España –ignoro si se debe a la formación tomista de los más mayores de ellos–, es por su inveterada afición a explicar las grandes doctrinas del pasado mediante ejemplos tomados de las “cosas” humildes encontradas más a mano en un aula docente. Así, las filosofías de la antigüedad se tornan perfectamente evidentes cuando son aplicadas a mesas, tizas o pizarras (¿o no será al revés, y “mesa”, “tiza”, y “pizarra” son los genuinos paradigmas ideales en los que se inspiró Platón, que también daba clases? ¿sería capaz Aristóteles de argumentar su teoría de las formas substanciales cuando paseaba con sus pupilos por los alrededores del Liceo, o éstos debían transportar consigo para auxiliar al maestro una pizarra, una tiza y, naturalmente, una mesa?) Y cuando se trata de Marx o Hegel –la Geistphilosophie–, nada mejor que referirse al atuendo de la concurrencia, o a la relación dialéctica amo/esclavo que representa la gran tarima del profesor frente a los pobres pupitres del alumnado. ¿Y qué hacer si nuestra escuela favorita es, un suponer, el pragmatismo? Entonces se convierte en protagonista el hecho mismo de que estemos todos en este aula concreta, las razones individuales y sociales que nos han movido a congregarnos y los sacrificios de posibilidad que ha hecho cada uno para tomar esta determinada decisión, etc. Ortega y Gasset, por lo menos, y para variar, exponía su (“su” es un decir: la había leído en Nietzsche, y éste en Leibniz) doctrina del perspectivismo con una célebre manzana que se tomaba la molestia de traerse al aula o al teatro desde casa –o, cuando menos, de un árbol del jardín del campus: los árboles dan también para mucho…

      Pues bien, hay un puñado de señores muy serios, franceses y de otras nacionalidades, que parecen haberse tomado esa costumbre didáctica más bien facilista en su literalidad y elevarla a corriente o movimiento filosófico desde 2007. Afirman que la posmodernidad del último cuarto del siglo XX ha consistido en el triunfo del textualismo y el constructivismo, es decir, de aquellas filosofías que entendían que no hay realidad, sino tan sólo un tejido de significados puestos por el puro signo –Derrida– o por actos sociales de poder/saber –Foucault, etc. Como esto es manifiestamente una locura, estos nuevos pensadores, en vez de preguntarse a sí mismos si no estarán equivocados en la exégesis de su inmediato pasado, pasan a dar por buena esa evaluación y diagnóstico para mejor criticarlo y fundar una nueva escuela de pensamiento. Se hacen llamar, entonces, “realistas especulativos” porque interpretan que las pobres mesas, tizas y pizarras han sido transformadas en polvo de irrealidad por los sucios y perversos posmodernos y que lo que hay que hacer ahora es rescatarlas de una especie de Wáter de Nulidad y devolverles su estatus ontológico. En esa batalla, surcada de mil pequeñas polémicas, llevan desde entonces hasta ahora, y mi opinión, que es lo que quisiera dar aquí en unas pocas líneas, es que resulta fácil refutar al maniqueo tonto, pero a costa de que lo que te salga después sea tonto también. Porque... cómo diablos va a dudar realmente nadie de la presencia de la realidad más allá de la conciencia humana, subjetiva o trascendental (volveré muy poco sobre eso), quién puede ser tan necio que piense de verdad que si abandono la manzana de Ortega en la mesa del típico profesor de Filosofía ataviado de pana no me la voy a encontrar dos semanas después maravillosamente putrefacta, sin que en ello haya tenido que ver nada la presencia de mi conciencia ante el objeto? ¿O quién puede ser tan iluso, tan distorsionadamente oriental, que dude de que cuando un árbol cae –ya digo que lo de los árboles es también muy socorrido; los árboles, esos venerables abuelos de la Tierra…– y nadie esté cerca, ni una pequeña ardilla, ni una miserable lombriz, ni un ratón, para oír la caída, el sonido se produce de todos modos, manifiestamente?

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