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las energías, las virtudes y hasta los defectos de una raza en determinado momento histórico. El héroe no es un creador de aspiraciones y de voluntades, sino el hombre que ejecuta la voluntad colectiva por ser su mejor intérprete; el hombre que, apareciendo como conductor de un pueblo, va conducido por ese pueblo40.

      Y así se iban alternando las conferencias de uno y otro grupo. Para el 25 de junio se anunció la de Luis López de Mesa: “De la zona, de la sangre y de la nacionalidad”, la quinta en su orden convocada por la Asamblea de Estudiantes. En esta ocasión venía con una extraña nota: “A esta conferencia no se invitarán señoras”.

      Fue novedosa la temática que abordó Luis López de Mesa, de 36 años, antioqueño, de raza blanca, médico de la Universidad Nacional de Colombia. Gran lección la que se escuchó, y que contenía temas como la geografía viva, las poblaciones, la evolución social, las enfermedades, la seguridad nacional, la historia, etc. Especuló a sus anchas sobre los orígenes, las culturas y las evoluciones de las poblaciones colombianas, deteniéndose en la que mejor conocía: la antioqueña. Quedó en el ambiente la idea de que se trataba de una raza superior. Sostenía que en Antioquia en vez de clases sociales lo que había era una armoniosa gradación social y uniformidad intelectual, moral y política. Le reconocía a ese pueblo gran gusto, decidida inclinación por el cultivo intelectual, grave sentido de la personalidad y muy clara consciencia política. Lo definía como conservador y clerical por entender que esas dos fuerzas le garantizaban la paz para el trabajo, el ahorro y la tranquilidad doméstica. Afirmaba que no se había elevado aún al concepto liberal, y que en mucho tiempo no entenderían las aspiraciones socialistas, porque su sentido de responsabilidad familiar y racial le tornaba en ello muy recatado y conservador.

Luis López de Mesa

       Luis López de Mesa

      Fuente: Cromos, 18 de septiembre de 1920, s. p.

      López de Mesa fue mesurado, como llamado para que ponderara entre los excesos. Y cumplió a cabalidad ese papel. Rescató para el análisis lo que llamó el grito de Jiménez López. Si bien se había construido un interesante país favorablemente mezclado de zonas geográficas que de alguna manera se habían domado, lo cierto era que la enfermedad acechaba y el peligro era inminente. Decía que la raza colombiana podía enorgullecerse de sus progresos en el orden político y social, pero siempre y cuando se superara la enfermedad:

      Yo diría, y lo diré tras meditado análisis, que si nos dejan vivir, viviremos holgada y dignamente en un futuro cuya aurora se percibe en todos los horizontes de mi patria. En ese panorama del ensueño veo la lenta fusión de las razas con sus méritos peculiares: la gracia bogotana, la dulzura tolimense, el vigor antioqueño, la altivez santandereana, la alegría de los pueblos del litoral; y sueño también con un producto de selección, si lo preparamos desde ahora y desde ahora le evitamos los mil peligros que le cercan, que quieren y que pueden asfixiarlo.41

      Aunque dudaba de la tesis de la importación de las razas, López de Mesa terminaba aceptando la insinuación. Era enfático al afirmar que los colombianos todo lo habían hecho solos, inclusive educar a los gobiernos y desarmar el desprecio de los extraños, sin inmigración, sin dinero extranjero, acechados, vilipendiados y cohibidos; gritando al mundo paz y civilización.

      El mérito de López de Mesa fue sacar la discusión de los estrechos marcos nacionales y ponerla en la coyuntura internacional. Advirtió del peligro que todavía significaba Estados Unidos. Y como ya se hablaba de la indemnización por lo de Panamá, afirmó que con 25 millones en perspectiva, ese país, poco a poco, le iba quitando el juicio, la previsión y la soberanía a los colombianos. ¿Qué hacer, entonces?, se preguntaba. Y él mismo se respondía:

      Señores: nosotros necesitamos aprender una serenidad pluscuamperfecta, si queremos salvarnos. Somos emotivos y disolvemos en sacudidas inútiles, en gritos y llantos, la fuerza que nos fue dada para pensar y para obrar […]. Vosotros habéis abierto una inquisición sobre la raza como sangre; yo la he extendido a la raza como espíritu también y como nacionalidad. Oídme más aún, que si tantas cosas os he dicho y os diré todavía, es porque pienso que no sois una muchedumbre anónima, sino el alma de este pueblo y su consciencia nacional.42

      Como el republicano que era, llamaba la atención justamente sobre el problema inconcluso de la república, vacío que se llenaba con la asimilación del concepto de nación antes de existir el espíritu de nacionalidad. Sostuvo que el siglo XX había sorprendido a Colombia sin haber formado la república, sin igualdad de los partidos ante el ejercicio de la democracia. Verificada la organización de las fuerzas políticas dentro de una constitución, sucedió que no tenía alimento de qué vivir, se vio que sus recursos fiscales y económicos habían sido una ración de hambre para el organismo. Por ello, valoró lo que le había pasado al país en 1909. Era a partir de ese año, el de la caída de Rafael Reyes, cuando en realidad había empezado a existir la república, aleccionada por el infortunio de Panamá. Fue entonces que pareció emprender una vida de progreso y de legítima civilización dentro de la unidad de una democracia soberana. Sin embargo, la visión de soberanía había durado poco.

      A las conferencias estudiantiles fue invitado un veterano de la guerra de los Mil Días: el general Lucas Caballero. Hombre de letras y de Estado. Estaba viviendo sus 51 años. Fue el de más edad entre los conferenciantes. Su intervención llamó la atención por su experiencia. Se refirió con respeto a los anteriores expositores e intentó seguir la senda científica que los otros habían abierto. Es muy posible que lo más sugestivo y expectante para los escuchas haya sido el aura de veterano. Siendo tan cercano a los procesos históricos nacionales, no comulgaba con los criterios que establecían degeneración racial. Más bien parecía estar cerca de Bejarano y de López de Mesa en el sentido de que en Colombia habían sido varios troncos étnicos de donde procedía la población colombiana y no de una unidad racial. No creía tampoco en pureza de razas. Para Caballero, todas las naciones eran producto de variedades étnicas que el tiempo había cruzado. Del mismo modo, sostenía que Colombia, después de muchos fracasos, había adquirido un grado de estabilidad que representaba herencias y esfuerzos seculares, y que por ello mismo era un producto fruto de la experiencia propia, autógeno, y no el resultado de trasplantes y de inmigraciones. Aunque aceptaba que el movimiento intelectual hubiera venido de fuera, sostenía que eran las clases dirigentes, la élite de las sociedades, las que daban el impulso y marcaban el derrotero de los pueblos. Para él, los gobiernos eran lo que fueran los hombres que los dirigieran: de ahí que fuera imprescindible buscar a quienes, por la firmeza de su voluntad, por la amplitud de su espíritu, por su competencia y honradez, dieran garantías de satisfacer los anhelos nacionales. Era dialéctico, señalaba que ningún hecho social se producía como exabrupto, sino que todos tenían sus raíces en estados o situaciones anteriores.

      Enfatizaba Caballero en los obstáculos que impedían el progreso en Colombia: querer incorporar como programa de partido la uniformidad de pensamientos en doctrinas filosóficas y someter a los adeptos a rígidas disciplinas; pretender ir en línea recta al objetivo, sin atender las enseñanzas de la ciencia y de la historia, olvidando que la transacción y el compromiso eran el mejor vehículo para las verdaderas conquistas liberales. Recordaba a la audiencia que los colombianos habían expedido la Constitución de 1863, alabada por el primero de los poetas del siglo XIX como la más alta expresión de instituciones libres y progresistas, y con ella o por ella hubo tres grandes guerras que involucraron a toda la nación y cerca de cuarenta en las secciones. Además, se tenía la experiencia de dos guerras sucesivas, una de ellas de tres años, sangrienta y devastadora, lucha de exterminio que había puesto de manifiesto que los partidos eran incapaces de destruirse porque resurgían por ley natural de lo más hondo de las entrañas sociales. Y señalaba Caballero la paradoja de que tales partidos —forzados a vivir dentro de un hogar común, poseyendo medios de acción recíproca, al hacerse concesiones mutuas, al seguir una política de respeto por el adversario y de moderación en los procederes—,

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