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en marcha y no como un plan preestablecido:

      A la muerte de Franco, el repertorio de posibilidades históricas y políticas no era ilimitado, pero sí muy amplio. La situación geoestratégica de España y la herencia del pasado marcaban las fronteras, interiores y exteriores, de cualquier proyecto –de transformación o involución– imaginable en aquellos momentos. Sin embargo, las variantes concebibles dentro de ese marco eran muy numerosas, desde una república rupturista hasta una monarquía continuista. Al principio de la partida inaugurada con el fallecimiento de Franco, el juego no estaba hecho, ni las cartas marcadas. […] La Transición es una etapa histórica animada por la interacción de múltiples centros autónomos de poder, cuyos actores fueron numerosísimos y donde la participación popular y las movilizaciones de masas alcanzaron una importancia decisiva. Mención aparte merece la labor realizada por los medios de comunicación en defensa de los valores democráticos y la crítica del continuismo franquista durante las fases iniciales de la Transición, con medios como El País o Cambio 16 que ayudaron a romper el oligopolio de la prensa conservadora colaboracionista.

      En un sentido similar se expresa el historiador Santos Juliá, conocido por sus trabajos sobre la España del siglo XX y experto internacional en la figura de Manuel Azaña, para quien una de las claves positivas de la Transición fue que «del Rey abajo a nadie se le preguntó por su pasado con tal de que estuviera dispuesto a colaborar en el presente»:

      La potencia del mito de la reconciliación resultó un relato que daba sentido al futuro y eso hizo que todo el mundo viniera a abrevar en sus aguas. Los políticos, desde los azules a los rojos de antaño, descubrieron el placer de encontrarse y presumieron de un alto grado de integración institucional. […] La Transición fue menos excitante que una revolución o que una fiesta, pero fue mucho más eficaz y duradera en su capacidad de integración y en la solidez de sus resultados. En este nuevo clima político y moral resultó relativamente fácil inaugurar una original política de integración y solidez de sus resultados.

      Que la puesta en marcha de los mecanismos de reforma del sistema franquista estuvo protagonizada por personalidades del régimen anterior es obvio. Los actores iniciales del cambio, empezando por el monarca, son franquistas. Son franquistas, más o menos moderados, los que copan los puestos relevantes de la Administración; los antifranquistas están en el exilio, exterior o interior, lejos, en todo caso, de los mecanismos donde se deciden las cosas. Son los Fernández Miranda, los Suárez, los Osorio, los Areilza, los Martín Villa quienes desde dentro empiezan a transformar las estructuras de la dictadura. Pero esos cambios no hubieran sido posibles sin la presión constante de la oposición, organizada sindicalmente a través de CCOO y articulada desde fuera por el PCE de Santiago Carrillo. La calle, que ya desde mediados de los sesenta había sido escenario de numerosas manifestaciones y revueltas, se tornó vendaval que removía los cimientos fosilizados del franquismo. Esa urgencia de la calle impulsó y profundizó la Transición, acortando las fases. En ese contexto, la legalización del PCE fue un hecho fundamental. Al reparto de la reforma, además de los iniciales e inexcusables actores franquistas, fueron incorporándose Santiago Carrillo, Marcelino Camacho, Ramón Tamames, Felipe González o Enrique Tierno Galván. De ellos y de millones de españoles es el éxito de aquella aventura colectiva.

      La Transición tuvo un desarrollo imperfecto, lleno de fallas, en unos casos por la forzada improvisación y en otros, los más graves, porque se hizo, básicamente, desde arriba, con la autoría de quienes habían vestido la camisa azul. Pero no entiendo que se hubiera podido desarrollar de otro modo, a menos que se hubiera desencadenado un proceso revolucionario. Para eso tendría que haber existido un ánimo en la gente, que no existió. Franquistas o antifranquistas, los españoles del utilitario, la televisión y una cierta holgura económica no estaban por esas aventuras. En realidad, el cambio había comenzado a fraguarse en los años sesenta, con el Plan de estabilización puesto en marcha por el Gobierno de los tecnócratas, que empezaron a sacar a España de la autarquía para meterla en el capitalismo al estilo de los otros países europeos. La llegada millonaria de los turistas y los millones en divisas enviados por los emigrantes fueron claves para el cambio de ciclo económico, que llevó aparejado también una relajación de los usos y costumbres y una rebeldía contra la idea totalitaria del régimen. Las huelgas fueron a partir de entonces moneda corriente. Los ministros del Opus, los famosos lópeces: López Bravo, López Rodó, López de Letona, constituyeron el primer paso, aunque involuntario, hacia la democracia. Así lo entiende el periodista Teófilo Ruiz, autor de El milagro del Opus Dei[5], para quien otro protagonista relevante y antagónico a este es el Partido Comunista.

      La crítica radical a la Transición la hizo, veinte años antes de la aparición de Podemos, Pablo Castellano. En su libro Yo sí me acuerdo[6], el entonces dirigente socialista hace un análisis profundo y sin concesiones de una realidad que conoció en su germen y paso a paso. En su opinión, el pecado original de la Transición es que no abrió el cauce para partidos y sindicatos verdaderamente preocupados por la gente, sino que estos surgieron y se desarrollaron como grupos oligárquicos en manos de élites:

      Los democráticos líderes de la oposición –escribe Pablo Castellano– actuaban igual que los herederos del régimen, los unos disponiendo en almoneda del Movimiento Nacional y los otros de la historia y tradición de sus organizaciones, de sus militantes y sus programas, así como de su patrimonio.

      A los apologetas les gusta decir que la Transición, amén de modélica, fue pacífica. Pero no es cierto, los datos desmienten esa afirmación. Entre 1975 y 1983 fueron asesinadas 591 personas. Son datos recogidos por Mariano Sánchez en su libro La Transición sangrienta[7]. De estos crímenes, ETA reclamó la autoría de 334, el Grapo de 51, los grupos incontrolados de extrema derecha mataron a 49 personas, los grupos antiterroristas o paramilitares a 16 y la represión policial acabó con la vida de 54 personas. Otras 8 fueron asesinadas en la cárcel o en comisarías; 51 murieron en enfrentamientos entre la policía y grupos terroristas. Son números que refutan cualquier ensoñación de proceso pacífico hacia la democracia.

      Un fino analista político de ABC, Lorenzo López Sancho, que fue también un espléndido crítico teatral, escribía en febrero de 1976 sobre el estrecho margen en que iba a moverse en un primer momento el cambio político todavía por estrenar. La reflexión es interesante sobre todo teniendo en cuenta la filiación conservadora del periodista y del periódico:

      Toda la reforma que se haga será hecha por la clase política establecida hace 37 años en el poder. La posibilidad reformista es la que se encierra entre dos extremos: Girón y Fraga. Latitud enorme la que resta fuera de esos dos meridianos. El pueblo seguirá por ahora siendo sujeto pasivo de la acción política en la que no tendrá participación alguna hasta la muy categorizada del Referéndum final.

      Ese tejido político, pensado y también improvisado, hecho a partir de una realidad cruda y con muchas limitaciones, nunca en una circunstancia ideal, dejó partes mal zurcidas y otras directamente fallidas. El dibujo del mapa autonómico no está entre los logros de aquel proceso, visto al menos cómo se ha desarrollado el sistema que un día se llamó coloquialmente del café para todos. No, no fue una Transición perfecta, pero a partir de ella hemos vivido los cuarenta mejores años de los últimos cien. De otros impulsos colectivos salimos peor parados.

      Las lágrimas de Arias

      20 de noviembre de 1975: Temblaron los teletipos, se sobresaltó el país. «Españoles: Franco ha muerto», musitó entre lágrimas el presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro. Por fin el hecho biológico, tan temido, tan deseado. Treinta y seis años antes, el general más joven de Europa había entrado triunfalmente en Madrid, a guerra terminada, a mantel de dictadura puesto. En ese tiempo, eterno para muchos, Franco había creado una España que era un traje a su medida de sastre gris, una España temerosa de los enemigos de Dios y la civilización cristiana, si bien es cierto que casi cuarenta años dan para mucho y aquella nación profunda, pacata y callada de los cuarenta y los cincuenta había despertado con la llegada de las primeras suecas y, sobre todo, con los aires nuevos y limpios de unas generaciones para las que la guerra quedaba lejos y que tuvieron en la universidad su forja de jóvenes rebeldes y comprometidos. Aquel Franco ya no era el Franco victorioso que se hizo un hombre en Marruecos

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