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que esta, como ellos la entienden, no fue posible porque el pueblo español no estaba por la labor. Esas masas que se movilizaban contra el régimen, no eran las mismas que estuvieron dispuestas a enfrentarse al fascismo en 1936. No hay que darle más vueltas.

      El de la Transición es un cuento, a veces feliz, a veces inquietante que adquiere sentido a partir de la presencia callada y obsesiva de la Guerra Civil, lobo feroz que inteligentemente mantiene vivo durante décadas el franquismo. La Transición, Caperucita de la democracia, nace y vive en un periodo histórico marcado por la incertidumbre, por el miedo y también por el deseo de conseguir que España se incorporase a la normalidad de sus vecinos europeos. Durante muchos años nuestro país había quedado apartado del inventario político occidental hasta el punto de ser relegado a la categoría de extrañeza pintoresca y anomalía autocrática. El relato de la Transición se fue escribiendo al tiempo que se desarrollaban las obras de desmontaje del régimen franquista y fue una historia seguida en vilo por la sociedad española, tan afanosa por conquistar tierras democráticas como desconocedora de los materiales con que construir el nuevo sistema. No había día sin emoción, sin estremecimiento, sin el temor de que el edificio político se viniera abajo.

      La Transición se vivió como una gesta y así fue exportada a algunos países latinoamericanos. Los europeos, que suponían que volveríamos por los fueros guerracivilistas, nos observaron con curiosidad y luego con admiración. Todo ello llevó a la autocomplacencia a los protagonistas de aquel proceso. No faltaron ya en ese momento los relatos críticos, aunque ha sido en los últimos años cuando se han hecho más frecuentes los discursos de quienes argumentan que la Transición fue una traición a los perdedores de la Guerra Civil. Para estos críticos, todo quedó en un pacto de las élites del régimen anterior con una oposición vendida o medrosa ante el lobo franquista.

      En este libro defiendo la tesis de que la Transición es el logro más importante, atendiendo a su desarrollo y a lo perdurable del sistema engendrado a partir de él, de la España del siglo XX. Un siglo convulso, con más sombras que luces, con dos dictaduras, con una guerra que sembró el país de muertos y odio para décadas y una república que fue la gran apuesta en busca de una España mejor y más justa, pero que quedó frustrada por la fiereza y resentimiento de las derechas y también por los errores y ceguera de la izquierda. A partido jugado, a fuego extinguido, las opiniones no están condicionadas por el fragor del momento, por lo que son a la vez más libres y más cómodas. Distintos partidos, intelectuales, asociaciones de la sociedad civil y politólogos se han propuesto demoler el edificio de la Transición democrática. Así, Juan Carlos Monedero, uno de los fundadores de Podemos, decía en 2015, en el programa de televisión La tuerka:

      El simpático arribista y obsequioso con el poder Adolfo Suárez le lavó la cara a un país que necesitaba que le dijeran que hizo más de lo que hizo, donde las impotencias cruzadas de los franquistas y los demócratas se zanjaron en una reforma pactada que sobre todo en el campo de la izquierda necesitaba alguna mentira para ser digerida. Esa mentira la brindó Suárez. Este país que se acostó franquista y se levantó demócrata le regaló a los franquistas el honor de apuntarse el tanto de la democracia, pero no es verdad, la democracia no la trajo ni Suárez, ni el Rey, ni Felipe González, ellos solo lucharon por su puesto de trabajo.

      Con un argumentario similar al esgrimido por Monedero, pero desde la derecha, Enrique de Diego, en su libro La monarquía inútil[2], dibuja las que, a su juicio, son las líneas que conforman la Transición. Sobre De Diego ha dicho humorísticamente el Gran Wyoming que «es un periodista tan de derechas que hasta lo echaron de Intereconomía». Estas son sus palabras:

      Lo que se denomina como el pacto de la Transición, que da lugar al llamado consenso de la Constitución de 1978, es el acuerdo de todos los partidos políticos en no cuestionar la monarquía, en asegurar el puesto de trabajo (vitalicio y hereditario) de Juan Carlos y la familia Borbón. El denominado pacto constitucional puede resumirse en la evitación del referéndum monarquía o república. […] Toda la Transición, en origen, se plantea como un abrumador neocaciquismo monárquico. A fuerza de derroche y de generar una gigantesca estructura burocrática y partidaria se consigue el objetivo de que el monarca quede fuera del debate, porque en todo se podía ceder menos en ese punto.

      Estudiar la historia como una cuadrícula de líneas imaginarias, procurando que no quede por encajar ninguna pieza en el puzle es una tarea inútil. Pretender formatear el sentido de las cosas que ocurrieron hace cuarenta años en un país que todavía no era este país para llegar a proposiciones políticas que permitan sustentar un proyecto ideológico en el presente es jugar con trampa. La España de 1976 no era un territorio enaltecido por la pasión política, sino más bien un país que tendía a la asepsia y que desconfiaba de los partidos y sus líderes. ¿Cómo iba a ser de otro modo después de casi cuarenta años de pedagogía franquista? El ciudadano medio de aquel tiempo, suponiendo que tal cosa exista, y existe, se movía entre dos polos: el recuerdo vivo de la guerra y la primera posguerra y el descrédito de la política como oficio. No era fácil ser inmune a las prédicas del poder día tras día, tras mes, tras año, tras década. Claro está que existían muchos luchadores contra la dictadura, valientes y concienciados ciudadanos para los que la política era un arma para cambiar las cosas, pero no era esa la España mayoritaria que hubiera podido protagonizar la ruptura. El informe FOESSA (Fundación para el Fomento de Estudios Sociales y Sociología Aplicada) de 1975 señalaba que un 80% de los ciudadanos creía que lo más importante era mantener el orden y la paz. El sociólogo Víctor Pérez Díaz, que ha impartido clases sobre la Transición en prestigiosas universidades internacionales, además de escribir un libro sobre la cuestión, España puesta a prueba[3], ha señalado que el análisis de la cultura ciudadana de los españoles antes de la muerte de Franco mostraba un amplio desinterés por la política, con la presencia incluso en el discurso de fuertes factores de carácter autoritario, y eso pese al proceso real de modernización que se había producido en el país desde los años sesenta. Al fantasma del desorden público recurrió el régimen y luego el búnker y sus aledaños en los años posteriores al fallecimiento del dictador. Quien tenga memoria de aquel tiempo recordará que desde los órganos conservadores y ultraconservadores manaba una suerte de consigna que caló en importantes capas de la sociedad. La idea prevalente era que con Franco vivíamos en paz y orden y que con la democracia había llegado el desarreglo, cuando no la anarquía. El miedo a salir de noche se convirtió en una expresión de uso común, incluso fue el título de una película, y quizá se creó entonces esa penosa expresión referida a los delincuentes según la cual por una puerta entran y por otra salen. La llamada España real, si por esta se entiende la sociológicamente mayoritaria, andaba por esos derroteros en los años del tardofranquismo. La memoria es frágil, pero las hemerotecas, reveladoras. Este es un fragmento del editorial que publicaba el diario El País el 20 de noviembre de 1976, un año después de desaparecido el general Franco. En él se hace un acercamiento al personaje histórico, contextualizando su papel como generador de orden, ese orden que está en el imaginario ciudadano como el gran logro del autoproclamado Caudillo:

      El dictador se limitó en principio a hacer aquello para lo que había sido llamado: poner orden en un país caótico y temerariamente abandonado al vértigo de la historia. Lo hizo a su modo, expeditivo y elemental. […] La tranquilidad en las calles era obvia, fue obvia por lo menos hasta la aparición del terrorismo. Eso permitió un sosiego en el trabajo y un adormecimiento de las clases dirigentes. La tranquilidad y el orden tuvieron además la contrapartida de las cárceles, el exilio y las persecuciones. […] La tranquilidad permitió además la reconstrucción material primero y el enriquecimiento económico después de un país destrozado por la Guerra Civil. Franco tuvo la suerte de incorporarse aun desde fuera al boom del desarrollo europeo de los sesenta. […] Bajo Franco se reconstruyó la infraestructura nacional y se multiplicó la renta individual de los españoles. No gracias a él o a pesar de él, sino bajo su mandato, y cualquier análisis no parcial que pretenda hacerse de la era franquista ha de reseñar ese hecho.

      Javier Pradera, intelectual ya fallecido, ligado a la actividad clandestina durante la dictadura, desde su detención y encarcelamiento en los conocidos como sucesos de 1956, y miembro destacado del diario El País desde su fundación, entre otras muchas actividades, como la codirección junto

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