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veintidós, de los años de aquel Franco al que en el 1975 unos lloraban con sinceridad mientras otros, más listos y también más necesarios, se reprimían para no quedarse en el andén del futuro.

      Yo tenía catorce años y un completo desconocimiento de las cosas de la vida pública, era un ejemplo acabado de aquello que con tanto afán cultivó el régimen: el apoliticismo, coronado con la genial frase cínica del propio Franco: «Haga usted como yo, no se meta en política». En septiembre había ingresado en el instituto de bachillerato Luis Barahona de Soto de Archidona, mi pueblo, como integrante de la promoción que estrenó el BUP. Cuando apenas dos meses después la radio y la televisión transmitían el lento apagarse de la vida de Franco, y en las casas y las calles se hablaba de la cuestión con más inquietud que esperanza, empezaba a hacerme cargo de que aquello iba a cambiar, quién sabía de qué manera. Me extrañaba que los compañeros del instituto, sobre todo los de cursos superiores, asistieran al desenlace de aquella obra con espíritu festivo, expresando la aversión hacia un personaje que en mi incultura, ya digo, creía modélico. Tardé muy poco en ponerme al tanto en la materia, de manera que al cabo de unas semanas era ya un sincero antifranquista. Eso sí, el día del entierro, en la solemnidad del hecho histórico, seguido a través de Radio Nacional, lloré sinceramente, lo que mi padre me ha recordado de vez en cuando como señalándome un pecadillo. En realidad, más que al pesar por el hombre muerto, que también, mi llanto, sereno, tenía más que ver con la pasión por el gran acontecimiento, que es un tic que no he perdido.

      Era domingo y a las tres, Iñaki Gabilondo, entonces joven director de Radio Sevilla de la SER, leyó un folio o improvisó un comentario en el que aludía al importante momento histórico que se inauguraba en España. Y José María García, en Carrusel deportivo, expresó un pesar que en el recuerdo se me antoja sincero.

      En los meses siguientes la vida fue transcurriendo con la cadencia con que pasan las cosas en la adolescencia. En la memoria se me quedaron grabadas estampas deportivas y sentimentales antes que el discurrir a galope histórico de la noble causa política. El Atlético de Madrid ganó la última copa del Generalísimo, ya presidida por el Rey, al derrotar al Zaragoza por uno a cero, gol de mi ídolo de la infancia, José Eulogio Gárate. Francisco Umbral, que estaba a punto de convertirse en mi ídolo de la adolescencia y la primera juventud, ganó el premio Nadal con su novela Las ninfas. Un payaso genial, conocido en el siglo y en su oficio como Fofó, nos dejó y su mutis me conmovió más que la escapada por el telón de la historia del general gallego. Desde la televisión nos invitaban a ahorrar energía, porque «aunque usted pueda pagarlo, España no puede». A sus catorce años la gimnasta rumana Nadia Comanecci asombró al mundo en los Juegos Olímpicos de Montreal al conseguir nueve medallas, cinco de ellas de oro. Y en España, la noche en que se conoció el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno era sábado y se estrenó en TVE el programa Palmarés. Los telespectadores se asombraron con las piernas infinitas y el ritmo descaradamente sensual de Bárbara Rey.

      El destape fue el Dorado de la Transición, una fiebre de varias primaveras vivida intensa y gozosamente, se supone que con mayor gusto por los hombres, porque ellos, nosotros, fuimos los principales destinatarios de un diluvio de imágenes calientes que venían a corregir una sequía de cuarenta años de forzada abstinencia. Para un adolescente como yo, aquello fue un paraíso de traseros memorables, pechos de oro y almendra y bragas fantasiosas. La revista Interviú desnudaba a las mujeres más deseadas y en el cine las actrices más deslumbrantes comentaban que ellas solo se desnudaban si lo exigía el guion. Ah, pero el guion era muy exigente y sus reclamos siempre eran de cama. En aquellas películas, tan alejadas de la nouvelle vague, vimos a Nadiuska, Eva Lyberten, María Luisa San José, Victoria Vera o Ágata Lys. No era exactamente un paisaje feo para un adolescente. A propósito de estas quimeras de lujuria y erótica del poder escribió Umbral:

      Vuelve el mini-short, el pantalón caliente, aquella prenda escueta y grácil que se pusieron ellas en verano. Hasta Carmen Díez de Rivera dicen que se va a poner el hot-pant. De modo que todos estamos cachondos y ha empezado el besuqueo preelectoral. Las elecciones van a ser un juego de prendas y el personal político ya ha empezado a quitarse la ropa.

      Con la Transición llegó la prensa libre, todo ello en medio de una impresionante crisis económica, incontables huelgas, la compañía inseparable del terrorismo, de extrema izquierda y de extrema derecha… Al volver la esquina, en Madrid esperaba una primavera municipal en la que brotaría la Movida, epifenómeno urbano juvenil, expresión alegre a contrapié del gris estanco del franquismo.

      La Transición no estaba escrita

      El proceso que en la segunda mitad de los setenta condujo a España a la democracia no fue obra de un único autor, ni un solitario jugado desde el poder para que todo siguiera igual al lampedusiano modo. Nada fue lo mismo desde 1976, las cosas cambiaron muy lentamente o muy rápidamente, según las expectativas. Los ciudadanos, gobernados con mano férrea, se acostumbraron a que su voz tuviera eco y a que las bocas y las rotativas respiraran con regularidad y sin sustos. No fue el milagro español, como alardearon los más febril e infantilmente satisfechos, pero tampoco una chapuza ni una traición a los vencidos de la Guerra Civil como ahora proclaman quienes hablan del régimen del 78 para referirse al edificio levantado durante unos años de emociones políticas y miedo escénico.

      Los críticos a la totalidad de la Transición olvidan que Franco murió en la cama de un hospital y no víctima de una emboscada revolucionaria. No fue derrocado por sus opositores, sino por la naturaleza. Y en la España que él dejó, como se demostró, no todo estaba atado y bien atado, pero tampoco estaba manga por hombro, en descuidada anarquía, para facilitar que algún avispado revolucionario o reformista sin mácula se pusiera a los mandos de la nave y nos condujera por los transparentes mares de una democracia sin pecado original.

      La acusación más sostenida por los refutadores de la Transición es la que alude a que se hizo un pacto de amnesia para olvidar los crímenes de los franquistas durante tres años de guerra y treinta y seis de posguerra, en tanto los vencidos cargaban con la humillación de una segunda derrota. Pero los gritos de «amnistía, amnistía» conformaron la banda sonora de aquellos años y no como una reivindicación de las derechas, sino como una exigencia innegociable de la izquierda. Como han apuntado historiadores conservadores, pero también otros progresistas, da la impresión de que algunos consideraran que en la Transición tenían que ganar la guerra los que la habían perdido en 1939, como si se disputara la segunda vuelta de la contienda civil. Pero aquella guerra ya estaba jugada y ganada, o perdida, y para poco valían las ensoñaciones como no fuese para poner obstáculos en el entendimiento de las dos Españas, que en realidad eran más de dos. Quienes creen que se debieron juzgar en 1976 los crímenes de los treinta y nueve años anteriores tendrían que explicar qué sistema pensaban usar, de qué mecanismos se hubieran valido para realizar ese proceso. El verdadero poder fáctico era en aquellos años el ejército, en silencio y aparente estado ausente mientras tocara, pero preparado para intervenir tan pronto como fuera preciso. De los noventa y cinco generales de brigada que formaban las Fuerzas Armadas, setenta y ocho habían hecho la guerra; todos los generales de división eran radicales de derechas y los cuatro tenientes generales votaron en contra de la ley para la Reforma Política. El ejército, franquista hasta la médula, era la institución que menos había evolucionado en el transcurso de los años. ¿Es imaginable que algún gobernante hubiera podido poner en funcionamiento el aparato judicial para perseguir a los culpables entre los vencedores estando muchos de ellos, con seguridad, en el propio ejército o en su área de influencia? Entonces no se pedía siquiera que se abrieran las fosas en que estaban enterrados los asesinados por el franquismo. Pero han pasado los años y seguimos ante una asignatura pendiente, por falta de voluntad política y de fondos económicos. Si tanto tiempo después no se ha logrado un objetivo tan humano, tan justo y tan irrenunciable, es que no sería tan fácil. Pretender que se hubiera realizado con el Partido Comunista de España tocando a las puertas de la legalidad y los militares haciendo planes para asaltar el Congreso es más una tontería que una ingenuidad. Teodulfo Lagunero, fiel compañero y amigo de Santiago Carrillo en el exilio, ha reflexionado en sus Memorias[1] sobre el cambio producido tras la Transición:

      Este cambio radical de España en todos

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