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      Estamos rodeados de anuncios, de promesas, de tentaciones que nos ofrecen belleza, salud, éxito, felicidad. Se nos pone la juventud, la fama, la línea, el amor incluso al alcance de la mano.

      Y eso causa frustración. Frustración si se alarga la mano y se comprueba que la cosa no es tan fácil ni tan simple como parece. Frustración si no se alarga y le queda a uno el resquemor de no haberlo hecho todo».

      La solución a las frustraciones se dirige por dos sendas, una de ellas, con cierto peligro para la propia sociedad: el apetito de autodestrucción que se enseñorea de nuestra época o la huida en viajes urgentes a ninguna parte, para volver quizá con nuevas dosis de frustración. Como ocurre tantas veces, el hombre antepone el placer a la salud; o el vértigo y el hedonismo a los valores más primordiales.

      «El peregrino»: preguntas y respuestas

      En la obra El peregrino, de José Luis Martín Descalzo, nada más abrirse el telón, se escucha una voz potente que lanza al patio de butacas estas preguntas:

      «¿Quién soy? ¿Qué busco? ¿Adónde voy?».

      Y el peregrino, levantando los ojos hacia la voz, responde con una pizca de desaliento e ironía:

      «¡Qué preguntas! ¿Quién soy? ¿Qué busco? ¿A dónde voy?

      Si yo supiera contestar a esas tres preguntas, mi vida estaría resuelta y concluida. Pero, ¿cómo saberlo? ¿Quién soy? No lo sé. Llevo veinte años preguntándomelo y aún no lo sé. De momento, sólo sé que soy un peregrino y que estoy muy cansado.

      ¿Adónde voy? También lo ignoro. Sé que estoy caminando. Sé que voy a algún sitio. Sé que no me gusta este en el que estoy viviendo y que busco una tierra o un mundo mejor. Pero no sé si esa tierra y ese mundo mejor existen o si todos mis pasos me conducen al sueño de un sueño.

      Y ¿qué es lo que busco? Algo debe de haber, puesto que yo lo busco. Algo distinto de este vacío sin límites en el que ahora floto. Busco algo que no sé lo que es, pero que, en todo caso, es algo que estoy necesitando. Sé que si estoy inquieto es precisamente por eso. Pero no sé en absoluto qué es lo que necesito».

      Al peregrino le responderá una voz que sale de una discoteca, precedida de una gran carcajada:

      «Este es tu error: buscar. Buscar en lugar de gozar y vivir. Mientras buscas y buscas vas a perder tu vida. Pero, ¿es que no ves que no hay nada que encontrar? El mundo está cerrado, concluido, muerto. Hace tiempo expiró. Se hundieron en el tiempo los siglos de los grandes ideales y todos, uno a uno, fueron pisoteados.

      ¿Qué podemos buscar, si todo se concluye en la amargura? Convéncete, los jóvenes de hoy hemos llegado tarde, hemos llegado a la hora 26, la hora que no existe. Es inútil buscar lo que no encontraremos.

      ¿Amor? A otro perro con ese hueso. ¿Felicidad? ¡El sueño del sueño de un borracho! ¿Justicia? ¡La palabra con que tapan los hombres su egoísmo!

      No hay nada que buscar, ni nada que esperar.

      Goza, baila, disfruta, ven con nosotros».

      Y continúa la obra de teatro, con su juego de luces y de interrogantes. Pero el problema está planteado. A la actitud de búsqueda se abren dos caminos: primero, no hay nada que encontrar, salvo la diversión; segundo, el camino que se ofrece al final de la obra:

      «En marcha hacia todos los sepulcros donde los hombres mueren. No estaréis solos. Contáis con tres ayudas: la ayuda de Dios Creador, que sigue sabiendo crear; la ayuda de María, que dio a luz a Cristo, y la tercera ayuda, la decisiva, la del gran resucitador, Jesús. ¿O creéis que Él resucitó para sí mismo? ¿O creéis que Él volvió a la vida sólo para pasearse por ella como un nuevo rico, demostrando lo fuerte que era? No, Él resucitó para resucitar».

      Aquí está la clave: saber aceptar las preguntas y tener a punto las respuestas. ¿Quiénes somos? Hijos de Dios y herederos de su gloria, es decir, vida de su vida hasta la plenitud infinita de los tiempos. Podemos morir en muchos recodos del camino, quedar sin vida, muertos, derrotados, pero llegará Él para resucitarnos de nuevo.

      Todas las preguntas del hombre caben en una respuesta: Padre. Dios es Padre de ternuras y bondades. O mejor, Dios es mi Padre, que me ha colocado en el escenario de la historia y me invita, cada instante, al festín de su reino, donde «no hay llanto, ni luto, ni lágrimas, ni dolor».

      A mí me corresponde vivir, es decir, caminar de su mano, confiando en su Palabra y en sus promesas.

      ¿Por quién doblan las campanas?

      En el siglo XVII, John Donne escribía estas líneas tan hermosas y sugerentes:

      «Ningún hombre es una isla, algo completo en sí mismo. Todo hombre es un fragmento del continente, una parte de un conjunto. Si el mar arrebata un trozo de tierra, es Europa la que pierde, como si se tratara de un promontorio, como si se tratara de una finca de tus amigos o de la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque yo formo parte de la humanidad. Por tanto, nunca mandes a nadie a preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti».

      Thomas Merton tituló así uno de sus libros más difundidos: Los hombres no son islas. En él habla de ciertos temas aparentemente nada aptos para estimular esa solidaridad social, tales como la contemplación, el recogimiento, el ascetismo, la pureza de intención, incluso la necesaria soledad interior. Pues bien, se trata precisamente así de inculcar una solidaridad más honda, más lúcida y mejor fundada.

      Nuestros pecados tienen siempre una dimensión social: afectan forzosamente a la sociedad humana y a la sociedad eclesial que, en definitiva, serían una misma cosa (¿qué es la Iglesia sino el nombre cristiano de la humanidad?). Esa dimensión social pertenece a cualquiera de los pecados, aunque haya sido cometido en la mayor intimidad y sin ninguna proyección exterior. «Los malos pensamientos –decía también Bernanos–, envenenan el aire».

      Todo pecado cometido por un cristiano causa especialmente algún daño a sus hermanos en la fe. El pecado, que separa al individuo de la comunidad de salvación, constituye al mismo tiempo un golpe infligido a esa comunidad. Toda acción del cristiano, buena o mala, edifica o desedifica a la Iglesia.

      «Después de los Andes: amo profundamente la vida»

      El viernes 12 de octubre de 1972, el avión que llevaba el equipo de rugby de Uruguay, los Old Christians, jóvenes de la clase alta uruguaya, a jugar un partido a Santiago de Chile, se estrelló en la cordillera de los Andes. De los 45 pasajeros se salvaron 16, que superaron 72 días a 40 grados bajo cero. Veintiuno murieron en el impacto o en las horas siguientes. El resto improvisó un refugio con los restos de la cabina. A los pocos días, una avalancha mató a ocho más. A los diez días del accidente se enteraron a través de la radio de que el operativo de rescate se había suspendido.

      Fue, entonces, cuando el estudiante de Medicina Roberto Canessa dijo que para sobrevivir deberían alimentarse de los cadáveres de parientes y amigos. Dos meses y medio después, Roberto Canessa y Fernando Parrado decidieron salir en busca de ayuda. Su travesía de once días por los Andes sin equipo y sin ropa de abrigo está considerada por los mejores alpinistas del mundo una hazaña imposible. Parrado superó la muerte de su madre y de su hermana, que le acompañaban en el viaje, un coma 4, fractura de cráneo, el alud y una caída en picado de 60 metros durante la expedición: «Me dieron la oportunidad de vivir otra vez y amo profundamente la vida. La capacidad de emocionarse es lo más valioso del ser humano».

      Fernando Parrado tiene ahora 55 años. Vive en Montevideo. Está felizmente casado y completamente enamorado desde hace 28 años. Tiene dos hijas y una productora de televisión a medias. Sólo le interesa la política que prioriza al ser humano. «Creo que en los Andes encontré a Dios», ha declarado solemnemente en diversas entrevistas.

      Durante aquellos diez días de búsqueda, hubo un momento de desánimo en el que le dijo a su compañero: «No me voy a morir mirándote a los ojos, Roberto. Voy a seguir peleando con estas montañas hasta que mi cara choque contra

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