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      Lo que el mundo necesita

      Hace unos años se puso muy de moda una canción de Burt Bacharach, que repetía: «Lo que el mundo necesita ahora es amor, dulce amor, es lo único de lo que hay siempre muy poco». ¡Qué gran verdad! Lo que el mundo sigue necesitando es amor. Compasión. Estar pendientes los unos de los otros, tratando de echar una mano cuando existe una necesidad, sin tener que esperar a que ocurran desgracias descomunales. El día a día también exige, de cada uno y de todos, una respuesta digna del hombre.

      Así lo ha descrito un santo de nuestro tiempo, Escrivá de Balaguer, que, después de predicarlo infinidad de veces con su propia vida y su palabra, escribió en una homilía recogida en el libro Amigos de Dios:

      «Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da».

      Los caminos de la felicidad

      El filósofo griego Epicteto nos regaló dos máximas en las que deja claro que parte de la felicidad a la que puede aspirar el hombre es una consecuencia que se deriva de hacer lo que es correcto:

      «Define claramente la persona que quieres ser, como primer paso».

      Y como consejo para tener una vida coherente animaba a preferir la satisfacción duradera a la gratificación inmediata. Estaba menos preocupado por lograr comprender el mundo que por identificar los pasos específicos que había que dar en la persecución de la excelencia moral.

      La receta de este filósofo para lograr lo que él llamaba buena vida –nada que ver con lo que muchos identifican con pegarse la vida padre– se centraba en tres asuntos principales:

      «Dominar el deseo, cumplir con el deber y aprender a pensar con claridad sobre uno mismo y sus relaciones en el marco de la gran comunidad de los seres humanos».

      Al igual que Sócrates, Epicteto no dejó escritos filosóficos, pero por fortuna su discípulo Flavio Arriano preservó los principales aspectos de su filosofía para las generaciones futuras. Alumno suyo fue también el emperador Marco Aurelio, que, en sus Meditaciones, plasmó las enseñanzas recibidas. Algunas de las máximas de su manual de vida son las siguientes:

      1. Cuando algo acontece, lo único que está en tu mano es la actitud que tomas al respecto; tanto puedes aceptarlo como tomarlo a mal.

      2. Sé fiel a tus verdaderas aspiraciones pase lo que pase a tu alrededor.

      3. Mantente fiel a tus ideales espirituales aunque seas objeto de burla por parte de aquellos que abandonan los ideales por la aceptación social o la comodidad.

      4. Querer agradar siempre a los demás es una trampa peligrosa.

      Cuatro reglas de oro para lograr esa coherencia personal que desemboca en una felicidad acaso pequeña pero muy satisfactoria.

      El hombre en busca de sentido

      He querido poner como título de este capitulo el mismo que puso Victor Frankl a su obra El hombre en busca de sentido, uno de los libros de mayor éxito mundial, que no ha defraudado a ninguno de sus millones de lectores, escrito después de que su autor pasara por los campos de concentración de Dachau y Auschwitz, durante la persecución nazi. Con un agravante: al salir de aquel espanto se encontró solo. Sus padres, sus hermanos y su mujer, con quien se acababa de casar cuando fueron detenidos, habían muerto en aquel infierno.

      Covadonga O’Shea narra en su libro En busca de los valores la entrevista que mantuvo con Victor Frankl, en la que le descubrió como un hombre coherente y de gran rectitud. De entrada, dice que le sorprendió su forma de ser, optimista, jovial, acogedor, que a sus 73 años, y con semejante pasado a sus espaldas, no se cansaba de repetir ideas básicas, radicales, sobre la dignidad del ser humano y su capacidad de ser libre, en cualquier circunstancia, si mantiene firmes sus principios morales, o su carácter espiritual. «¡Hay que ser coherente con uno mismo!», insistía, y lo decía de muchas formas diferentes, no repitiendo la idea como parte del programa de una asignatura. Describía su propia experiencia al decir que «la libertad del hombre no es una libertad de condicionamientos, sean biológicos, psicológicos o sociológicos. No es de ninguna manera libertad de algo, sino “libertad para algo”, libertad para tomar una posición ante todos esos elementos externos. Si el hombre es infinitamente más importante que un animal, es precisamente porque es libre».

      Frankl explicaba, sin la menor huella de resentimiento, que en los campos de concentración, que eran un banco de pruebas siniestras, observaba y comprendía que entre sus camaradas unos reaccionaban como animales heridos y otros como héroes o santos. El hombre tiene dentro de sí ambas posibilidades, y de sus decisiones, no de sus condiciones, depende por cuál de ellas transcurrirá su vida. «Nuestra generación es realista porque hemos llegado a saber un poco más lo que es el hombre; un ser que ha inventado las cámaras de gas, sí, pero también un ser que ha entrado a ellas con la cabeza erguida y musitando una oración, el Shema Yisrael (Frankl era judío) o el Padrenuestro. Al hombre se le puede arrebatar todo salvo la libertad».

      De pronto, cuenta Covandonga O’Shea, hizo un parón y, en el mismo tono de toda la entrevista, mezcla de desenfado y metafísica, afirmó: «La libertad es sólo una cara de la moneda. La otra es la responsabilidad. Cuando no se tiene en cuenta esta realidad, la libertad corre el peligro de acabar en libertinaje. Es la razón por la que llevo diciendo al mundo que la Estatua de la libertad que preside la costa Este de los Estados Unidos tendría que compensarse con otra dedicada a la responsabilidad en la costa Oeste».

      Nadie pone en duda la tesis de la libertad. Los poetas le dedican sus mejores versos, los políticos centran en su idea los programas electorales, muchos han dado su vida en guerras sangrientas, tantas veces incomprensibles desde nuestro punto de vista, por defenderla para ellos y para los suyos... Y sin embargo, ¿quién tiene claro lo que entraña este valor y lo que exige cuando somos capaces de comprometernos con ella?

      Lo que mejor define la libertad, la coherencia y, en definitiva, la rectitud es la facultad de marcarse un objetivo en la vida y hacer todo lo posible por conquistarlo, tratando de ser consecuente con las propias decisiones. En cada acto libre entran en juego las dos facultades superiores del hombre: la inteligencia, que conoce y distingue entre el bien y el mal, y la voluntad, que tiende al bien, nunca de forma necesaria, sino después de toda una deliberación entre lo que se nos presenta para elegir.

      El hombre, por su condición racional, es necesaria y radicalmente libre. Ser una persona inteligente, capaz de conocer y no poder elegir sería una tortura insufrible. Lo importante es saber qué queremos hacer con nuestra vida. Tenemos que empeñarnos por asimilar lo que opinan estos genios de todos los tiempos y apuntarnos a la mejor opción.

      De ahí esas cuatro preguntas –cuatro hermosos puntos cardinales– que plantean nuestras principales decisiones: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?,

      ¿adónde voy?, ¿en qué lugar me encuentro? Cuatro preguntas que nos invitan a tomar la vida entre las manos, contemplarla despacio, con emoción y misterio, y colocarla después con cuidado en el camino apropiado que la conduzca a su verdadera y plena realización.

      El hombre de nuestros días

      ¿Cómo es el hombre de nuestros días?

      ¿Cuál es su perfil y cuáles sus dimensiones o destellos principales? El periodista y escritor José María Carrascal, en una de sus «croniquillas volanderas», trazaba este perfil:

      «El hombre de nuestros días se nos aparece insatisfecho, desasosegado, ansioso, neurasténico incluso muchas veces. No voy a repetir aquí por archisabida, la teoría del “hombre unidimensional”, que intenta llenar su vacío interno con cosas, con objetos, cada vez más sofisticados. Pero lo que parece cierto es que la sociedad de consumo, pese a habernos rodeado de artilugios que hacen

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