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mucho a partir de ese momento. Cuando cruzó la mirada con Rosa Alcázar, Arturo Aguilar murió y surgió otra persona.

      —¿Otra persona? ¿Tan radical fue el cambio de personalidad? —Wilson parecía sorprendido.

      —Podría decirse así. ¿Crees en el diablo? —el rostro de Cruz se ensombreció.

      —¿No crees que estás exagerando un poco?

      —Tal vez. Sólo sé que todo aquel que se acercó a Arturo Aguilar a partir de entonces acabó mal. Muy mal.

      —¿A qué te refieres?

      —A que Arturo Aguilar fue la causa de la muerte de ciertas personas. No sé si el diablo existe pero, si es así, Arturo Aguilar jugó con él y perdió.

      Capítulo IV:

      La joven de cabellos dorados

      Aguilar miraba por la ventana al exterior, una calle desierta que parecía un mar negro de petróleo en el que flotaban coches de colores oscuros. La luz naranja de la farola se filtraba a través del cristal y le iluminaba, creando luces y sombras en su piel. En el cristal, gotas de lluvia colisionaban con aterrizajes forzosos, formaban venas y arterias de agua en el cristal, y dejaban rastros que se ramificaban hasta chocar con el alféizar. Aguilar se encendió uno de sus cigarros y se quedó en la ventana de pie.

      Un sonido absorbente y líquido se escuchó desde el fondo del pasillo y de él salió Wilson Mooney, secándose una de las manos en la tela del pantalón. En la otra traía el marco de una foto que examinaba con atención. Cuando entró al salón, Aguilar se fijó en lo que sostenía y lo fulminó con la mirada a través de sus gafas. La rabia dentro de él aumentó como si se tratara de un niño pequeño al que le habían quitado los juguetes. Sin embargo, se abstuvo de hacer o decir cualquier brutalidad y dejó que el periodista satisficiera su curiosidad.

      —¿Quién es? —preguntó. Levantó la mano y dirigió la foto hacia su dueño. La imagen mostraba una niña rubia de ojos azules, con una sonrisa incompleta y gafas de pasta verdes.

      —Es mi hija —contestó con sequedad Aguilar— pero hace mucho tiempo. Ahora tendrá unos veinte años, tal vez, no lo sé muy bien.

      —¿Hace mucho que no la ve? ¿No sabe nada de ella? —La insistencia de Wilson aumentaba los nervios de Aguilar.

      —Llevo diez años sin verla. Lo único que sé es lo que aparece en las redes sociales y no es muy alentador. Podrías acostarte con ella si te apeteciera. Al parecer, todo el mundo lo hace —Aguilar dio una calada larga al cigarro y aguantó el humo en sus pulmones, sintiendo cómo quemaba sus alveolos. Lo soltó por la nariz y por la boca. El sabor del tabaco en la boca le devolvió a la realidad y le evitó pensar en recuerdos dolorosos.

      Wilson se volvió a sentar y abrió la libreta. Cogió el bolígrafo de su oreja y se dispuso a seguir apuntando. Aguilar le miró por la espalda desde la ventana y se quedó quieto. Mooney no pareció molestarse por esto. En cambio formuló una pregunta que llevaba reservándose toda la noche:

      —¿Hubo alguna chica especial durante el periodo de los asesinatos?

      Aguilar apretó el puño y volvió a dar una calada al cigarro.

      —Creo que sabe la respuesta a eso, así que no juegue conmigo. —Entonces comprendió que coger la foto no había sido una casualidad, sino una artimaña para que afloraran sentimientos en él y se volviera más sensible ante preguntas íntimas— Prefiero no hablar del tema.

      Wilson se encogió de hombros y le miró por encima del respaldo de su asiento.

      —Tarde o temprano tendrá que hablarme de ellas.

      Aguilar resopló. A ser posible, prefería más tarde que pronto. Tal vez nunca. Le hizo un gesto con la mano para pasar a la siguiente pregunta y Wilson se volvió hacia su libreta.

      —Como vea. —Pasó una hoja y formuló la siguiente pregunta— Lo último que me ha contado ha sido su encuentro con Rosa Alcázar delante de la comisaría. ¿Qué hicieron cuando volvieron a la universidad?

      Arturo se extrañó por esta pregunta. ¿Cómo sabía el periodista que Arturo volvió a la facultad después de estar en la comisaría? ¿Serían suposiciones o Wilson Mooney sabía más de lo que decía? La opción de las suposiciones era bastante lógica, ya que había dado por hecho que Cruz Rivera había vuelto con él a las clases pero el hecho de que se permitiera suponer hasta el punto de adelantarse en la historia le extrañó demasiado. No obstante prefirió guardarse estos recelos para más adelante, cuando pudiera utilizarlos para volver el interrogatorio en contra del periodista.

      —Llegué cuando el profesor de Mitología ya había entrado en la clase…

      ***

      La clase estaba repleta de alumnos pese a que la mayoría de ellos no prestaban atención. Se limitaban a pasarse notas con dibujos obscenos del profesor o mensajes acerca de cotilleos. Otros se consideraban lo bastante descarados como para murmurar en vez de pasar notas de forma discreta. Los alumnos de las primeras filas, sin embargo, tomaban apuntes de lo que decía un hombre regordete por la edad y canoso por naturaleza, que estaba de pie sobre un estrado y delante de una pizarra. Tanto su cabellera como su barba parecían sucios, como redes marinas enredadas. Sus ojos azules, bajo dos cejas pobladas, irradiaban sabiduría y calma. Tal vez fuera esa calma la que hacía que mantuviera el mismo nivel de voz en vez de intentar alzarla por encima de los murmullos o mandar callar a base de gritos. Los menos acostumbrados a madrugar adoptaban ese tono de voz como una canción de cuna que les incitaba a reposar sus cabezas en las paredes amarillentas del aula o en las mesas descascarilladas con dibujos antifascistas o mensajes amorosos de poca originalidad.

      Yo intenté adentrarme en esa confrontación de charlas leves con la voz sibilante y suave del profesor Cifuentes sin captar la poca atención que los estudiantes dedicaban a la clase, mucho me temo que en vano, pues en cuanto el pomo de la puerta chirrió, todas las cabezas enfocaron sus ojos somnolientos en aquella dirección para averiguar quién se disponía a adentrarse en la sala. Mi presencia allí sólo aumentó el número de estudiantes que rumoreaban. Imaginé que la noticia del hallazgo del cadáver de Javier Alcázar había corrido como el diablo por toda la universidad y que los rumores se habrían propagado como la más infecciosa de las epidemias. Me senté en la silla más próxima a la puerta, casi en la última fila, donde se solían sentar los alumnos más adinerados y chismosos de toda la facultad. Intenté concentrarme, sin éxito, en el temario. Apenas anoté los mitos de los que hablaba el profesor.

      —Hércules, como sabréis, era hijo de Zeus pero no de Hera, sino de Alcmena, esposa de Anfitrión. Aprovechando que su marido estaba fuera de su hogar, en la guerra, Zeus adoptó la forma de Anfitrión y se unió con Alcmena. Para disfrutar aún más, Zeus unió dos noches en una… —explicaba el profesor. El aula se llenó de risas picaronas. Resultaba curioso ver en qué detalles se fijaban los alumnos.

      Una nota cayó ante mis manos desde la fila de asientos precedente a la mía. Desdoblé la nota y vi que, escrito con letra de chica, redonda y clara, había un mensaje: «¿Es verdad lo del fiambre? B». Levanté la mirada y fui buscando entre todas las cabezas a la de mi amiga Belén, sentada al lado de Carmen, y que de vez en cuando echaba un vistazo atrás para ver si miraba yo también. Poco podía disimularlo con sus grandes ojos castaños y su nariz, que de perfil se veía más redonda y grande que de frente. Cuando se dio cuenta de que la miraba, se recolocó el pelo y el gorro verde que llevaba puesto. Asentí y volví a prestar atención al mito de Hércules. Belén recibió mi mensaje.

      —Hércules es el nombre romano que se le dio al héroe. Deriva del griego, formado por el término «Hera», nombre de la diosa esposa de Zeus, y el término «clés», que en griego significa «maldición» o «regalo», términos, como podéis apreciar, prácticamente opuestos. Mi traducción favorita es la de «la maldición de Hera». Le da un aspecto más tétrico a la historia y además concuerda más con el papel de la diosa en la historia.

      Me fijé en una chica rubia que había

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