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de Javier Alcázar se hizo notoria a los tres días de incertidumbre acerca de la desaparición del chico. Los medios retransmitieron la noticia a la vez que emitían el famoso anuncio de las muñecas de Famosa y otros tantos de los turrones y la lotería del día del Niño. La gente no tardó en achacarlo a un secuestro por parte del grupo terrorista ETA. Otros tantos, en relación con recientes ataques de grupos anarquistas, se lo atribuían a los GRAPO. La primera semana del año 1987 se vio bañada en titulares de súplicas y lloros de la familia más cercana del desaparecido. Numerosas fueron las imágenes de Javier Alcázar que llenaron las paredes y las farolas de los barrios de Madrid, pero nadie supo nada sobre su paradero hasta que ya fue demasiado tarde. Las fotos se camuflaron entre las pintadas de los comunistas y de los fascistas. Ningún grupo terrorista reconoció como suyo el secuestro de este joven y, en el fondo, ¿quién podría pensar en serio que Javier Alcázar había sido secuestrado por los causantes del terror en España? ¿Qué interés podrían tener en él estos grupos? La vida de ningún hombre de veinte años es suficiente como para poner en jaque a un país y mucho menos si ese joven era un don nadie.

      El mismo día 1 de enero de 1987 me marché a casa de mis padres en un pueblo situado en la frontera de la Comunidad de Madrid con Castilla la Mancha, mi pueblo natal donde había pasado la mayor parte de mi vida. En coche tardaba en llegar más de una hora y media. En bus, el viaje se hacía insoportable y eterno. No recuerdo esas vacaciones con especial cariño y uno de los motivos fue aquella noticia que le rompió el corazón a mi madre, temerosa de la gran ciudad y preocupada por mi soledad allí. Tan solo con imaginar que aquel joven en paradero desconocido podría haber sido yo, se sumía en un estado angustioso que la obligaba a sentarse. Además, las imágenes de la madre de Javier Alcázar llorando, con lágrimas que parecían salir de la pantalla de lo grandes que eran, le afectaba aún más. De aquellos momentos saqué varias conclusiones: la más importante fue que las madres tienen una clase de conexión acerca del cuidado de los hijos, un instinto maternal que hace que se comprendan las unas a las otras, independientemente de la educación que les den. Todas estarían dispuestas a cometer cualquier locura con tal de proteger a sus vástagos. Por esta y por tantas otras, decidimos que durante aquellas navidades, o lo que quedaba de ellas, en aquella casa no se vería la televisión. Mi familia no pasaba por un buen momento y las desgracias ajenas pueden ser el reflejo de las propias en numerosas ocasiones.

      Las clases de la universidad comenzaron el día 8 de enero. Pese a todos las horas que debía dedicarle al estudio con vistas a los exámenes próximos durante ese mes, decidí demorar mi vuelta a la ciudad tanto como pude permitirme. Así fue que a medianoche, justo cuando la luna dejaba atrás el 7 de enero para dar paso al día siguiente, llegué a mi austero piso, cargado con una bolsa llena de ropa de invierno limpia y un montón de fiambreras con comida para los próximos días —mimos de mi madre. Apenas dormí aquella noche, la primera de muchas.

      A la mañana siguiente, unas horas más tarde después de mi llegada a la ciudad, me levantaba con el tintineo del despertador resonando por mis oídos. Me sentí como si hubiera pasado la noche, no sólo en vela, sino además moviéndome sin parar. Tenía mucho sueño y mi cuerpo estaba tan cansado que por unos momentos fui incapaz de mover las piernas, incapaz de sentir nada sobre ellas, como si fuera paralítico. Los ojos estaban tan secos que notaba cómo me rozaba el párpado con el cristalino. Pensé en no acudir a las clases aquel día y justificarme ante los profesores —aunque a la mayoría no les importaba la asistencia— con la excusa de que me encontraba enfermo o de que había tenido que atender un asunto familiar. Sin embargo, Cruz, que en más de una ocasión había faltado a clase por voluntad propia, junto con mi inmenso sentido de la responsabilidad, me obligó levantarme de la cama y acompañarle excesivamente pronto a la facultad. A medida que me vestía y él se aseaba, Cruz hablaba en voz alta acerca de organizar una manifestación en contra de la OTAN, de los impuestos y demás asuntos comunistas que a mí me importaban poco. De vez en cuando fingía estar escuchando y asentía con un «ajá» o con un «¿en serio?», sin siquiera saber si aquellas intervenciones concordaban con el hilo de la conversación.

      Para ir desde nuestra casa a la facultad de Filosofía y Letras, en el campus de la Universidad Complutense, teníamos que callejear por vías poco transitadas, cruzar un puente por debajo de una carretera junto al palacio de la Moncloa, y atravesar una zona poco urbanizada junto a un campo de rugby.

      Aún no había amanecido esa mañana. Nos movíamos entre las luces de las farolas y las tinieblas de la madrugada como fantasmas que no duermen. Con pasos de asesino y actitud de mendigo somnoliento, caminábamos embutidos en sendos abrigos, el mío negro y el suyo marrón, intentando no dejar que el frío nos ganara la batalla.

      —¿Qué tal en tu pueblo? —me preguntó Cruz. No habíamos tenido oportunidad de hablar de ello desde mi llegada. Así pues, creyó mi amigo conveniente sacar el tema entonces.

      Cruzamos el túnel bajo la carretera. Nos sumimos en la oscuridad del puente. Los bordes de los ladrillos reflejaban luz naranja que entraba por el hueco del túnel, pero el cuerpo del ladrillo era completamente negro. Ni siquiera podíamos ver las pintadas que los anarquistas habían dibujado meses atrás debido a una manifestación en la que se habían visto implicados.

      —Bien —me limité a responder—. Mi madre te manda recuerdos. Recibimos tu felicitación navideña.

      —¿Les gustó? Creí que el muñeco de nieve les haría gracia —se explicó Cruz—. Es mucho mejor que todas esas que representan el portal de Belén, con todos los pastores y esas movidas.

      Salimos del túnel y llegamos a una explanada por la que se extendía el campo de rugby. Separados de este por una alambrada con sus filamentos férreos dispuestos de forma romboidal, llegamos hasta un camino de tierra marrón que ante la oscuridad de aquellas horas se veía negro. El cielo había empezado a esclarecer y nos encontrábamos en una penumbra azul bajo un cielo cubierto de nubes. El césped emanaba humedad y frescor de las largas briznas verdes, entremezcladas con ramas secas y finas de plantas aparentemente muertas. A la izquierda del camino se alzaba una pared con arcos ciegos enormes, algunos con puertas metálicas en vez de piedra que daban acceso a un almacén bajo la carretera.

      —Les encantó —comencé—. Nuestra abuela ya se encarga de… —Me detuve ante un espejismo muy realista. Fruncí los párpados detrás de los cristales de mis gafas.

      —¿Qué ocurre? —preguntó Cruz. Le puse una mano en el pecho para que no avanzara. Él enmudeció. Cuando le miré, parecía una estatua de cera: inmóvil y pálido.

      Me acerqué hasta un coche sin neumáticos situado en medio del camino, bajo la iluminación de una farola. Entonces desperté del sueño y me di cuenta de que aquello era real. Sobre el capó y el parabrisas del coche estaba tumbado un cuerpo azulado con las venas moradas muy marcadas. El cuerpo, atado al coche por las extremidades y el torso con cadenas y cuerdas, estaba completamente desnudo: en el cuello se apreciaba un círculo morado, un hematoma semejante al que se produce tras sacar la aguja del brazo en un análisis de sangre; la piel de las muñecas y los tobillos presentaba una intensa escamación y congestión junto a lividez en las propias manos y pies además de un color azulado en las uñas, las puntas de los dedos y en las mucosas visibles; el abdomen estaba abierto desde las costillas derechas hasta la cadera izquierda y su hígado, estómago y parte del intestino delgado sobresalían por la raja de bordes desgarrados, como si el corte se hubiera repetido hasta lograr la profundidad deseada para extraer los órganos. Embobado con la escena no percibí hasta que escuché su graznido a un cuervo que mordisqueaba los pezones del cadáver. Me asusté cuando vi que el cuervo intentaba alzar el vuelo y me caí de espaldas. Sin embargo, no lo consiguió: una cuerda atada a su pata lo mantenía unido al cadáver.

      Cruz reaccionó y salió de su espanto cuando vio que me caía. Se acercó hasta mí corriendo y me ayudó a levantarme. Me miré las manos y vi que las tenía rojizas. Volví la cabeza hacia el suelo para ver que había apoyado las palmas en uno de las múltiples salpicaduras de sangre que había esparcidas por el camino y manchando el césped, teñido por gotas rojas.

      —¿Dónde está la cabina de teléfono más cercana? —preguntó Cruz con un hilo de voz. Como no reaccionaba, repitió la pregunta, esta vez en una voz

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