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con la historia de los asesinatos.

      —¿Pero qué pasó con Laura Gaspar?

      —¿Está sordo? ¿Le saco la cera de los oídos a ostias? —exclamó Aguilar, encarando al reportero, que lo miraba por encima del respaldo de la silla, donde había apoyado un brazo. Este se mantuvo en silencio y Aguilar reaccionó con violencia: se fue hacia su silla, la desarrimó de un tirón y se sentó en ella como si lo hiciera en un caballo salvaje y alocado. Soltó aire por la nariz y cerró los párpados para relajarse— Discúlpeme. Recordar esos tiempos me pone un poco nervioso.

      —¿Por qué me ha dejado pasar entonces? —el semblante de Wilson carecía de sentimientos. Aguilar abrió los ojos y a través del cristal de sus gafas vio una pequeña curvatura en el extremo izquierdo de la comisura de los gruesos labios del reportero. No supo sin interpretarla como un gesto involuntario o como una muestra de soberbia.

      En respuesta a la duda de Mooney, Aguilar pensó en al menos tres razones por las que se lo había permitido: la primera, que aquel hombre le intrigaba, pues no entendía por qué tenía tanto interés en remover el lodo del fondo del charco cuando en la superficie todo estaba en calma; la segunda, quería descubrir si aquel hombre tenía información que atara los cabos que aquel caso había dejado sueltos; y en tercer y último lugar, necesitaba comprobar que lo había superado, que podía hablar de aquello y sincerarse con alguien, incluso aunque se tratase de un desconocido, ya que en aquellos momentos de su vida en los que su éxito laboral llenaba las páginas de los periódicos, sus sentimientos estaban sepultados bajo una lápida con un epitafio que nadie leería nunca. Pero Arturo Aguilar jamás le diría eso a Wilson Mooney, debido a que le consideraba un extraño invasor, un desconocido hostil.

      —¿Acaso importa? —le soltó Aguilar con tono borde— Le he dejado entrar. Confórmese con eso.

      ***

      Solté el brazo de Laura y miré el pasillo por el que habíamos huído de las miradas ajenas. No quería que nadie nos siguiera y se añadieran más rumores de los que ya corrían. Laura mientras tanto guardó el cuaderno en la mochila.

      —¿Estamos a salvo? —preguntó con ironía para rebajar la tensión del momento.

      —Sí —respondí tajante— ¿Qué querías decirme?

      Sonaba seco, mi voz no transmitía nada más que desconfianza. Llevaba mucho tiempo sin hablar con ella y la última vez que la vi no había sido capaz ni de saludarla siquiera por el dolor que me habría causado hacerlo. Laura se había dado cuenta de que no confiaba en ella y eso le había dolido. Lo pude ver en su rostro, cuando lo desvió como hacía cada vez que la dañaba. Entonces me sentí terriblemente mal por dentro. Mis entrañas se contraían sobre sí mismas como castigo por haberla molestado pero el orgullo me impidió pedirle disculpas, así como la tristeza que llevaba acumulada ella desde hace tiempo le habría impedido sincerarse conmigo en lo referente a este aspecto.

      —Quería preguntarte si estabas bien —respondió con una voz más suave de lo normal, a velocidad pausada—. Me he enterado de lo de Javier… Iba a llamarte luego al volver a casa. No pensaba que fueras a venir hoy, la verdad.

      —Estoy bien, tranquila —mentí.

      Jamás entenderé por qué los seres humanos somos tan ingenuos al tratar de ser fuertes e independientes, por qué pensamos que pedir ayuda es sinónimo de ser frágil. Necesitaba un abrazo, una mano en la espalda y alguien que me dijera que estaba a mi lado para lo que hiciera falta, la necesitaba a ella en aquellos momentos pero no pude evitar pensar que sólo la molestaría, la incordiaría. Consideré que su preocupación no se debía más que a una mera cortesía, por amabilidad, y no porque de verdad la angustia la hubiera traído hasta mí.

      —¿Seguro? —insistió. Apreté la mandíbula. Me estaba poniendo muy difícil aguantar las ganas de estallar y contarle todos los pensamientos que pasaban por mi cabeza a velocidades infinitas.

      —Sí —dije con un hilo de voz. Tuve que carraspear y repetirlo en voz más alta, no solo para convencerla a ella sino también a mí mismo—. Ha sido raro en realidad. No me esperaba que los cadáveres tuvieran ese aspecto pero… —Resoplé— ya sabes que a mí siempre me han llamado la atención estas cosas así que me siento un poco… —Me costaba definir con palabras mi estado de ánimo— En fin, raro. Creo que no me he explicado bien.

      —No has sentido miedo, sino curiosidad —resumió perpleja.

      Asentí. Me daba vergüenza admitirlo, pero era la verdad. En ningún momento me había detenido a pensar si estaba bien acercarme al cadáver y examinarlo, desde la lejanía y sin tocar nada.

      —Quería ver qué lo había matado. El modus operandi era muy raro. Tenía la tripa rajada y los órganos fuera del cuerpo pero creo que eso no lo mató… Había indicios de que murió por otro motivo —le expliqué sin que ella me lo pidiera. Laura parecía disgustada ante la imagen que estaba describiendo, así que paré. Me rasqué la cabellera detrás de la oreja—. Perdóname. No debería hablar de estas cosas.

      Laura miró al suelo.

      —¿Crees que yo tengo algo que ver con su desaparición? —Entorné los ojos. No sabía a qué hacía referencia con esa pregunta, aunque podía imaginármelo— Quiero decir… Javier intentó ligar conmigo la noche en la que desapareció. Fui la última persona que habló con él. ¿Tiene eso alguna relación con lo que ha ocurrido?

      Chasqueé la lengua y lo negué. No sabía cómo interpretar aquella pregunta: ¿un ataque de egocentrismo o una verdadera preocupación por lo que había ocurrido?

      —Javier flirteó con muchas chicas esa noche, como todas las demás. Tiene pinta de que le han escogido a él como podían haber elegido a cualquier otro que fuera borracho por la calle. No te preocupes —la tranquilicé.

      Ella respiró aliviada.

      —Va a empezar la siguiente clase. —Rompió un silencio momentáneo— Debería ir para el aula.

      —Vale. Vamos. —Estas palabras salieron de mi boca como suspiros.

      —Tal vez sería mejor que fueras a casa. —Me detuvo con una mano en mi pecho— La gente te va a agobiar. Además, tienes la parte trasera del pantalón manchada de sangre, creo.

      Me miré los gemelos y como Laura había dicho, por las mangas de los pantalones se había extendido una mancha, entonces ya marrón, que había vuelto la tela rígida. Solté una maldición por lo bajo y, al elevar la cabeza, Laura me miraba con ternura y ojos vidriosos. Sólo le había visto con esos ojos una vez. Recordarlo me hizo daño. Ella me posó una mano entre la nuca y la espalda y me acarició. Nunca me había dado un abrazo y no iba a empezar a hacerlo porque estuviera pasando por aquel trago. Laura nunca daba abrazos. Alguna vez le había preguntado por ello y me había respondido que no se sentía cómoda al hacerlo. Sus caricias me enfadaron: mi mente asoció el gesto con un perro. El niño caprichoso que llevaba dentro de mí pedía a viva voz un abrazo y mis labios taponaban sus gritos y evitaban que salieran al exterior. En lugar de poner en su conocimiento mis caprichos sin consideración ni reparo, sonreí con timidez y le di las gracias. Ella me devolvió la sonrisa y se marchó pidiéndome que descansara y que la llamara en caso de necesitarla. Cuando iba a doblar la esquina del pasillo se frenó y me llamó. A un pasillo de distancia, ya que yo me había mantenido inmóvil en el sitio, nos dijimos unas últimas palabras que tomarían una decisión indirecta acerca de nuestro futuro.

      —Lo mismo no es el momento adecuado para pedírtelo pero estoy teniendo problemas con la asignatura de Fonética y Fonología. A ti se te da bien. ¿Podrías ayudarme? —Golpeé con la punta del zapato el suelo al escuchar su petición.

      —Claro.

      —Genial. ¿Quedamos el jueves que viene en la biblioteca?

      —Después de comer.

      —Comemos juntos, si quieres.

      —Por mí perfecto —acordé. Laura me dedicó una de esas sonrisas que deseaba

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