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un pañuelo blanco envolviendo su cabello, lleva un depósito de agua caliente para preparar el baño, como lo hacen las nodrizas de la secuencia que culmina en el conjuro del asa nisi masa. Pero el niño engreído de otrora es ahora un artista en crisis que recibe la visita de las mujeres de su vida, agrupadas en una ronda circense que parece sellar su biografía de seductor consumado. Pero ellas no llegan para protegerlo; por el contrario, lo confrontan y le exigen una rendición de cuentas. “¿Tienes miedo?”, le pregunta el personaje de Rossella Falk. Guido responde que no, pero la inquietud va por dentro. Se sabe disminuido. Aunque empuñe un látigo de domador de fieras (el circo una vez más) y sus gestos vengan acompañados por la resonante “Cabalgata de las valquirias”, las mujeres son más fuertes que él y se imponen en la imaginación del cineasta.

      Asa nisi masa es la contraseña de una sexualidad naciente y de una imaginería de lo femenino, a la vez deseable y temible, porque en la relación con las mujeres el imaginario felliniano es bipolar. Invoca a la mujer fantaseada, que ya no es protectora ni mimosa. No olvidemos que la otra remembranza infantil en esa película ubica a los escolares delante de la Saraghina, la mujer inmensa que baila y hace gestos obscenos por unas cuantas monedas ante los chicos fascinados y muertos de miedo. La iniciación en el mundo del sexo se da con mujeres que incitan de un modo salvaje y fascinante al mismo tiempo. Ahí está la piedra basal para sucesivas figuraciones de mujeres que atraen, amenazan, asustan o protegen a la manera de la loba que amamantó a los fundadores de la ciudad que Fellini retrató tantas veces. Si restableciésemos la linealidad quebrada de Ocho y medio, el clamor del asa nisi masa debería anteceder a las demandas de Guido por la Saraghina y las mujeres del harén.

      REGRESIONES

      El cineasta acosado de Ocho y medio, en plena crisis personal, se protege de las exigencias públicas y mediáticas —y de las exigencias en el gineceo— en el refugio de su mundo interior, en la memoria de su infancia y hasta debajo de una mesa para evadir las preguntas de los periodistas. Sus recuerdos se proyectan en escenarios espectaculares que albergan rondas carnavalescas y circenses. Refugiarse en la parafernalia del espectáculo y modificar la realidad para convertirla en ronda, fanfarria y parada es un modo de huir de las presiones mediante el encierro en sí mismo. Es el resguardo permitido por las ensoñaciones y las performances narcisistas, como las practicadas por El jeque blanco, Casanova y, por cierto, Snàporaz, el personaje de La ciudad de las mujeres.

      A partir de La dolce vita, los personajes masculinos de Fellini acumulan signos regresivos (anunciados por el Alberto Sordi de El jeque blanco y Los inútiles). Hay algo infantil en ellos. Están siempre en movimiento y a la vez en una paradójica inamovilidad. Su deriva es circular; recorren el espacio, pero atados a un punto fijo que es esa etapa de la vida que no desean superar.

      Los personajes interpretados por Marcello Mastroianni encarnan ese rasgo esencial. Entre la memoria de la infancia y la toma de decisiones, prefieren complacerse en lo primero. Entre la abulia y la pigrizia, Marcello avanza entre un laberinto de reclamos y exigencias que reverberan sin sentido. Los espacios parecen entreverse en los instantes de vigilia que despuntan en medio de esa somnolencia irresistible que encarna el actor.

      Lo mismo pasa con Casanova, que recorre la Europa del siglo XVIII como un “‘italiano’ aprisionado en el vientre de su madre, sepultado allí dentro fantaseando sobre una vida que nunca ha vivido verdaderamente, de un mundo carente de emociones” (Pedraza y López Gandía, 1993, p. 281). El seductor recuerda a Anna María (Clarissa Mary Roll), desde el dolor de la mazmorra y en posición fetal, como clamando por una madre que no volverá a encontrar.

      Y regresivo también es el doctor Antonio, en Las tentaciones del doctor Antonio, la primera película en color de Fellini y su incursión inicial en esa vertiente onírica que se acentúa en su obra con el correr de los años. Infantilizado, el severo Antonio ve con codicia y temor a Anitona, esa inmensa figura que ofrece la leche nutricia a los hombres que la admiran, transformados en niños golosos. Es un enfrentamiento entre la hiperbólica Anita y el pequeñísimo y disminuido Antonio, atenazado por los temores inducidos por un catolicismo que le inculcó desde siempre el temor al pecado de la carne y el horror ante las dulzuras lácteas que depara la vida10.

      La fantasía del circo también es parte de esta vocación regresiva, ya que parece eternizar un momento de la infancia. Al inicio de Los clowns, el niño aparece temeroso por los sonidos que lo sacan del sueño y de la cama. Avanza hacia la ventana y descubre la instalación de una carpa circense. Más tarde, il regista, al convocar la infancia, evoca el deslumbramiento y el miedo que le acompañaron entonces. El temor por la llegada de los extraños se mezcla con el embeleso ante esa visión nocturna. Desde ese momento, la carpa circense será un manto protector, el resguardo para la memoria infantil, el refugio ante la vulgaridad de la subcultura televisiva y una suerte de vientre acogedor al que se podrá recurrir cuando las inseguridades y otros miedos asalten a los personajes masculinos del cine de Fellini, lo que incluye al propio Federico11.

      DERIVAS

      La deriva de los personajes de Fellini va aparejada con la representación de los espacios que recorren. En el diseño del fresco, los puntos de vista son siempre móviles, como los del testigo que da cuenta de una época, de un ambiente o de un mundo desaparecido o a punto de extinguirse.

      El antecedente lo encontramos en Los inútiles, que marca el inicio de una forma de narración fragmentaria y elíptica conformada por incidentes que se desgajan de la línea central del relato, lo que dio pie a André Bazin para apuntar la vocación ambulatoria de sus personajes.

      En El cuentero, los personajes están en el camino, sobre la carretera, apelando al disfraz y al transformismo para engatusar a esos italianos pobres de la provincia, desvinculados de la modernidad y huérfanos de la Europa del milagro económico. La fábula errante que protagonizan Augusto (Broderick Crawford), Picasso (Richard Basehart) y Roberto (Franco Fabrizi) convoca una mirada piadosa y compasiva. El primero de ellos, estafador itinerante, termina purgando sus culpas, solo, en el abandono, al borde de un camino. Fellini creía aún que el destino humano puede modificarse, aunque sea de modo póstumo, a través del dolor y la pena.

      También emprenden derivas los personajes de La calle y de Las noches de Cabiria. Con un pie en la marginalidad y otro en la Gracia, sus recorridos se orientan hacia el derrotero de una posible redención personal. En Los inútiles, La calle, El cuentero, algunos personajes toman conciencia de sus comportamientos viciados y tratan de reorientarlos. Como ocurre con Moraldo, uno de los muchachos de Rímini, infantiles y dependientes, en el que despunta algún impulso de cambio y decide iniciar su deriva por la gran ciudad: ahí donde se convertirá en Marcello.

      A partir de La dolce vita, la deriva cambia de signo y se desvanece cualquier rasgo que vincule a los personajes con aquellos del neorrealismo, humillados y siempre en busca de una oportunidad o de redención. Marcello, su protagonista, recorre la noche romana como en estado de suspensión. No busca su destino. Ni siquiera se deja arrastrar por el torbellino de todas las juergas, ni se deslumbra con el nacimiento de la era del espectáculo. No va en pos de algo concreto. Se mueve entre la estupefacción y el cinismo. Con el aire de un desencanto que incluye una pizca de lamento moralista, aunque desligado de su raigambre católica (Cristo es apenas una imagen suspendida en el aire que se convertirá en pasto de reporteros gráficos), recorre el escenario de una euforia y una decadencia que incitan al suicidio a ese angustiado escritor encarnado por Alain Cuny, un hombre de fe.

      Los incidentes del periplo de Marcello se desparraman en una continuidad débil. La crónica, ajustada a la mirada del personaje, se ofrece como un retrato en piezas sueltas, de relativa autonomía, solo hilvanadas por el desapego de Marcello. Más tarde, veremos la gran deriva de Casanova, un tránsito que tiene algo de picaresco y mucho de trágico. Su viaje, siempre episódico, se desarrolla por salones y alcobas de una Europa que le debe más a las fantasías de Danilo Donati y a los recursos de Cinecittà que a la documentación histórica sobre la Europa libertina. Todo es espectral aquí, como el deseo del propio Casanova, que diluye cualquier emoción en la mecánica de sus gestos amatorios, repetidos como tics.

      Al final de

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