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por antonomasia de la cinematografía italiana. Y, además, en un ícono mundial del séptimo arte —para usar la célebre definición del cinematógrafo concebida por Ricciotto Canudo—, arte que ha marcado el siglo XX como ninguna otra actividad de la creatividad humana.

      Las cinco estatuillas que recibió de la Academia de Los Ángeles no son más que la punta del iceberg de los numerosos éxitos y reconocimientos que Fellini cosechó en el arco de medio siglo de una trayectoria sin par. Sería atrevido intentar en pocas páginas dar una explicación mínimamente aceptable del enorme éxito del que ha gozado, y aún goza, la figura de uno de los personajes clave en la historia del cine. Sin embargo, mirando el fenómeno felliniano con el desapego del tiempo, parece posible hacer algunas reflexiones sobre el alcance de su herencia.

      Antes que nada, probablemente hoy Fellini y su cine son más celebrados y mencionados que efectivamente vistos y conocidos por el gran público. Pese a esto, la importancia del riminés sigue sólida, especialmente entre los cinéfilos y los profesionales del cine, muchos de los cuales muestran hacia el Maestro una especie de veneración, casi como si él, en un continuo juego de espejos entre ficción y realidad, entre vida y representación, encarnara el arquetipo del cineasta, de sus dudas y aspiraciones más profundas.

      Una presencia tan fuerte se debe sin duda al hecho de que Fellini —mezclando sabiamente superación del realismo, desilusión existencial, dimensión onírica y lirismo de las pequeñas cosas— ha creado un patrimonio de símbolos y narraciones capaces de sedimentarse en la cotidianidad, como lo demuestra la cuña del adjetivo felliniano que se ha consolidado en italiano, así como en otros idiomas, manifestando la amplitud y la profundidad del impacto que ha tenido este autor en el imaginario colectivo. El mismo Fellini era consciente de esto, ya que, con mal disimulado desinterés, afirmó que “volverse famoso es volverse un adjetivo”.

      Sabemos que sus obras fueron progresivamente marcadas por el sueño y por la decepción, dos caras de la misma medalla, generadas y reunidas por la depresión y el genio que se alojaban en un hombre siempre ocupado con sus irresolubles contradicciones. Cómo no notar que Federico fue al mismo tiempo perezoso y vital, desilusionado y soñador, donjuán impenitente y marido amoroso, feroz realista y visionario inigualable, provincial empedernido y ciudadano del mundo. Se trata de características antitéticas que se reflejan en una producción artística que dibuja un recorrido constantemente oscilante entre la menuda referencia autobiográfica y el impulso universal de la fantasía.

      Un resultado no secundario de esta contradicción estructural e irresoluble se nota también en su relación con el mundo de Hollywood, por él tan amado y de cuyos representantes ha sido ampliamente correspondido en términos de honores y reconocimientos públicos. Sin embargo, paradójicamente, el cine de Fellini —tan pertinazmente autorreferencial e italiano— no podría ser más distinto respecto a la narración hollywoodense potentemente homologante. Capaz de imponerse a todo y a todos, esta nunca logró incorporar a Fellini, quien siempre se quedó fiel a sí mismo, a su burgo, a su inconsciente inquieto y a las fantasías de la provincia italiana que lo han inspirado desde el principio hasta el final de su obra.

      Desde luego, en su concepción, el cine era “un itinerario sin saber adónde ir, tal vez sin llegar a ningún lugar”, marcado y guiado por ese caos creativo inconciliable con los tiempos y las exigencias de la industria cinematográfica2. No es casual que haya cultivado tres lugares “míticos”: Rímini, Roma y Cinecittà, es decir, el vínculo ancestral con su tierra, la ciudad fuera del tiempo por antonomasia y los estudios cinematográficos, el lugar ficticio —a la medida de los sueños y deseos del director, que allí se convierte en un verdadero deus ex machina— donde pensaba (y esperaba) poder habitar para siempre.

      Es sabido que el set de las películas de Fellini era una especie de gran circo, descrito por muchos protagonistas de esas mismas producciones como un ambiente de trabajo caracterizado por el placer de estar y operar juntos, moviéndose de un lugar al otro como si todos —del director al último figurante— fueran parte de una gran familia, como si la ficción del arte pudiera realizar el ideal de una convivencia feliz y armoniosa entre los seres humanos. Del mismo modo, Fellini demostró siempre un peculiar interés en la exploración de la variedad de la especie humana, por los caracteres, las expresiones, los rostros, hasta las narices, las cejas y las particularidades más excéntricas, exaltadas en los rasgos de las muchas maschere que constelan sus películas. En pocas palabras, una atención meticulosa por las caras inmediatamente expresivas, capaces de capturar al espectador a través de un encuadre más potente que mil palabras. Afloran así, muy evidentemente, los vínculos del director de Rímini con la tradición, toda italiana, de la bottega dell’arte (como praxis de trabajo compartido y creativo) y de la commedia dell’arte (como método de fecunda improvisación y como espectáculo de “máscaras”). Dos pilares de una manera circense y visionaria de trabajar y de mirar el mundo, que hoy llamamos felliniana, que ciertamente ahonda sus raíces en las mejores y más originales formas de creatividad artesanal y artística de la Bota.

      Este bagaje ha acompañado al artista en la creación de una poética centrada en la continua y fructífera contradicción entre la fantasía y la realidad, donde esta última es contada a través de artificios y ficciones, pero siempre con gran honestidad. En el fondo, a los ojos de Fellini, el visionario es el verdadero realista, ya que para él la auténtica realidad de la existencia es lo que la imaginación produce. Una verdad esencial que el director presentaba a millones de espectadores, hasta exhibiendo sus fantasías y angustias más profundas. En ese sentido, Fellini es el fabulador que quiere sorprender, pero sin esconder la realidad de las cosas; se podría decir que él ha contado sueños, pero que lo ha hecho para capturar mejor la esencia de la realidad.

      Este aspecto se manifiesta en toda su producción, pero de manera aún más sorprendente en La dolce vita (1960), la obra que le valió la consagración definitiva. Con maestría y potencia iconográfica inigualadas, la película pinta un retrato de la capital placentera en la época del milagro económico desnudando la otra cara del enriquecimiento: la deriva de una sociedad antropológicamente en transformación, cada vez más permeada por valores frágiles y ambiciones fútiles. El filme captura un aspecto en ese entonces difícil de leer y que sería explorado solo en las décadas siguientes. A contraluz, el director analizaba los cambios provocados por el impacto conjunto del consumismo, de la publicidad televisiva y de la cada vez más común vulgaridad, fenómenos nuevos que abrían el camino a ese sentimiento de decadencia3 (de la vida comunitaria, del país y de la sociedad humana en general) que acompañaría al hombre Fellini por el resto de su vida.

      Más allá de estos importantes aspectos, probablemente menos percibidos por el espectador común y corriente, la película fue un éxito (sellado con la Palma de Oro en el Festival de Cannes) y un verdadero fenómeno de costumbre, volviéndose de manera indeleble el símbolo mundial del estilo de vida italiano. En tal sentido, la promoción cultural de Italia es doblemente deudora al Maestro riminés, no solo por haber descrito la italianidad —de la miseria decadente al toque de genio— en la complejidad de sus caracteres y de sus tipos humanos, sino también por haber entregado al imaginario contemporáneo un rasgo distintivo, la dolce vita, el cual resume en la fuerza de una breve frase el espíritu de un pueblo y de su civilización, moderna y plurimilenaria, evocando para todos y de forma inmediata una manera única, inclusiva y universalmente apreciada de ser y de estar en el mundo.

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