Скачать книгу

las convenciones del realismo con una dimensión visionaria que se preocupa cada vez menos por duplicar las apariencias inmediatas de lo tangible. Al hacerlo, refuerza su escepticismo o incredulidad en ese denominador común —del que son devotos los artífices del neorrealismo— que iguala a los seres humanos en la aflicción o en la desdicha. Decide, entonces, marchar en busca de lo diferenciador, hurgando en los signos particulares, registrando los rasgos de lo insólito y hasta de lo grotesco. Las fábulas realistas y piadosas de Zavattini y Vittorio De Sica se transforman, en manos de Fellini, en relatos de excepción.

      El mundo del director se puebla, de modo progresivo, con payasos, artistas de feria, jóvenes a la deriva, simuladores, viajeros libertinos, nobles depravados, celebrantes enmascarados, figuras extravagantes, seductores taciturnos, saltimbanquis, locos encaramados a un árbol, magas y médiums espiritistas, telépatas, equipos de reporteros televisivos desconcertados, fantoches fascistas, videntes, impetuosos paparazzi, varones acosados y mujeres imaginadas, seductoras y temibles. El guionista de Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945), de Roberto Rossellini, voltea su mirada en busca de esas singularidades que aprendió a observar en cada quien cuando fungía de caricaturista. Una poética de lo excepcional, de lo estrafalario y hasta de lo monstruoso empieza a vislumbrarse en sus películas, aun cuando escarben en la marginalidad, como ocurre en La calle, en El cuentero o en Las noches de Cabiria.

      Alguna vez, Jacques Rivette, por entonces cercano a las ideas de su mentor André Bazin, dijo, a propósito del cine de Howard Hawks, que “lo que es, es”. De un aserto de ese tipo, apología de un cine de las evidencias y del templado registro de lo “real”, y dictamen aplicado como juicio valorativo, es que se distancia Fellini. La realidad registrada por el arte en general y por el cine en particular es incapaz de generar certidumbres. Las imágenes que la representan lucen más bien traspasadas por la subjetividad del que la interpreta, y no solo del que la contempla.

      ENCUESTAS

      Películas crónica, películas reportaje, películas encuesta. Una franja de la obra de Fellini se ofrece bajo esas formas. Sea porque simule las técnicas de la aproximación periodística, porque se muestre como la recreación de épocas evocadas por un narrador-guía —a veces el propio Fellini—, o porque apele a algunas de las formas retóricas del documental. Y es precisamente con una película “encuesta” que el director desafía, por primera vez, y años antes de La dolce vita, el canon de la estética neorrealista.

      Ocurre en Agencia matrimonial, uno de los seis episodios o “encuestas” que integran Amor en la ciudad, un proyecto fílmico a varias manos (las de Alberto Lattuada, Francesco Maselli, Federico Fellini, Carlo Lizzani, Cesare Zavattini, Michelangelo Antonioni, Dino Risi) impulsado por Zavattini con el fin de condensar el espíritu del neorrealismo, entendido como una crónica informativa, casi de índole periodística, en permanente sintonía con los sucesos de su tiempo. Tres años después de haberse iniciado como realizador cinematográfico, Fellini sigue las reglas del juego propuesto y, a la vez, las pone en cuestión. Es decir, participa en el proyecto de Zavattini, pero infiltrando en él un tratamiento ficcional que pergeña con el guionista Tullio Pinelli.

      A primera impresión, Agencia matrimonial parece apegarse a la ortodoxia neorrealista: encontramos rodaje en interiores y exteriores naturales y a un grupo de actores sin glamur, aunque con alguna experiencia profesional. Tanto la conductora de un negocio de arreglos matrimoniales (Angela Pierro) como la joven ilusionada con el novio prometido (Livia Venturini) se definen con precisión como “encuestadas” y se presentan como “actores —actrices— sociales”, según la apelación con la que Nichols (1997, p. 76) designa a los personajes del documental. Pero sobre esa base testimonial se construye un punto de vista decididamente narrativo y dramático, el del reportero (Antonio Cifariello) que conduce la pesquisa y redondea la moraleja ética de la historia.

      “Lo que estoy a punto de contar es un suceso verdadero. Me ha ocurrido a mí”, dice el periodista-narrador en una primera intervención que conjuga el verismo zavattiniano —el previo a Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951) de Vittorio De Sica— con la subjetividad felliniana. La entonación del relator, su mirada sobre la agencia que investiga y los espacios que recorre, tanto como la fantasía del lupo mannaro necesitado de amor que preside su pesquisa le otorgan al cronista un relieve superior, el del creador de una ficción que se va modelando conforme las acciones se desarrollan. Las “personas comunes” son confrontadas con el relato fantástico y, al despuntar aristas melodramáticas inesperadas, las vemos adoptar decisiones fundamentales para su futuro. La densidad de lo imaginario, que incluye la improbable existencia de un licántropo, se superpone a la fuerza de la propuesta verista.

      En películas posteriores, los procedimientos retóricos —mejor, las argucias— de las encuestas simuladas o de los reportajes subjetivos y trucados reaparecen en la obra de Fellini cuando el realizador decide activar toda suerte de fantasías, más o menos ancladas en sus evocaciones personales. O cuando despliega los asuntos centrales de su poética: el circo, el carnaval, la representación de la memoria y la mascarada en Los clowns, o las posibilidades de construcción de la ilusión en el cine realizado al abrigo de Cinecittà en Entrevista. O cuando recupera ambientes y gestos extraviados en el tiempo y el recuerdo, como lo hace el guía-narrador de Amarcord.

      Cuando Fellini se filma filmando es porque quiere hablar de sí, contarnos de sus fobias, embustes, caprichos o manías, lucir su narcicismo y autoindulgencia, saturarnos con sus hallazgos visuales, mostrarnos algo de su experiencia vital, liberar su temperamento barroco, lucir sus impulsos impresionistas y compartir su percepción intransferible de algo muy preciado que el tiempo clausuró. Por tanto, el joven periodista de la precoz Agencia matrimonial es reemplazado por el mismo Fellini, acaso satisfecho de su propia notoriedad, quien aparece asistiendo a las representaciones finales de la tradición del Augusto y el clown Blanco, recorriendo con nostalgia las instalaciones de Cinecittà, o trazando un levantamiento topográfico mental y mapa afectivo de Roma, figurada como el lugar donde pervive el pasado mediato (el teatro de la Barafonda, la trattoria al aire libre) o el pretérito: la villa de dos mil años de antigüedad encontrada en las excavaciones del metro (una topografía que Eduardo A. Russo analiza de modo exhaustivo en este mismo volumen). El director también se muestra filmando cuando se convierte en testigo de las aprensiones del presente. Los “actores sociales” son, en esos casos, figuras del cine y de la cultura (Anna Magnani y Gore Vidal en Fellini Roma), o actrices o actores de sus propias películas, como Anita Ekberg y Marcello Mastroianni en Entrevista.

      DESPLAZAMIENTOS SUBJETIVOS

      Los desplazamientos subjetivos de la cámara, convertidos luego en estilemas fellinianos, los entrevemos en El jeque blanco, gracias a la furtiva, pero reveladora mirada que Wanda dirige a la agitada trastienda del mundo de las fotonovelas. Se prolongan en el final de Los inútiles, encarnados en la visión omnisciente de Moraldo (Franco Interlenghi), que asiste, como testigo silencioso e imaginario, al reposo de sus amigos y familiares desde el tren que lo aleja de su ciudad. Pero dominan en Agencia matrimonial, que apela a los dispositivos formales de los encuadres móviles en travelling subjetivo para identificar la mirada del cronista avanzando por los espacios del viejo edificio que alberga las oficinas de la agencia matrimonial: los “ojos” del reportero recorren los pasillos del inmueble, se asoman a los interiores de los deteriorados departamentos, aguaitan por las esquinas de los corredores de una edificación ruinosa. Un grupo de niños lo conducen al lugar que busca. Se topa entonces con el extravagante y verboso propietario de la agencia (Ilario Maraschini), definido en sumarios trazos fisonómicos que demuestran el oficio del Fellini caricaturista.

      Similares desplazamientos subjetivos no son privativos de los filmes “reportaje”. Los reencontramos en sus fantasías barrocas: en Ocho y medio, en Giulietta de los espíritus, en La ciudad de las mujeres. Los travellings subjetivos recorren espacios realistas o ensoñados para registrar, de modo fugaz, apariciones insólitas o para anotar percepciones íntimas. Son vistazos de un “reportero”, a veces absorto ante el caos que lo envuelve o lo arrastra, que aparecen incluso en las fantasías más recargadas y delirantes.

      MELANCOLÍA

Скачать книгу