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enfático en su juicio al respecto: «en los años ochenta, SL no invierte el mundo, destapa un avispero. No encarna el pachakuti, la inversión del mundo que se producía cada 500 años según la concepción prehispánica del tiempo; sino el chaqwa, voz quechua que significa caos o confusión» (2011, p. 55). Se dio la destrucción, no el Nuevo orden.

      El mesianismo, sin embargo, se impone en SL desde el aparato que su líder, Abimael Guzmán, va construyendo, primero, para el partido y, luego, para sí mismo. En los ensayos «Qué difícil es ser Dios» (1989) y «La maduración de un cosmócrata» (1997) —recogidos en el volumen publicado por el Instituto de Estudios Peruanos (IEP) en el año 2011—, Degregori analiza el uso de un lenguaje religioso que exige primero obediencia absoluta hacia el partido y luego hacia Guzmán, el Presidente Gonzalo, que pasa a encarnar «un culto a la personalidad inédito en la historia del movimiento comunista» (2011, p. 268).

      La egolatría de Guzmán realmente destruyó cualquier noción de partido. La violenta respuesta del estado durante los años de los gobiernos de Fernando Belaúnde y Alan García, exacerbada por el orden autocrático y corrupto del gobierno de Alberto Fujimori, destruyó la sociedad civil. Ni el líder de SL ni el presidente del país pudieron encarnar la ley, una forma del orden, en la sociedad peruana de fines del siglo XX.

      En mi libro Novelas familiares (2004) exploré la forma en la que la nación ha sido imaginada a través de distintas representaciones de la familia en la literatura latinoamericana contemporánea. Esas familias revelaban visiones conflictivas tanto de la institución familiar en sí como de la nación. Al pensar en la literatura peruana, sin embargo, descubrí que esta no solo carecía de familias bien constituidas, sino que el imaginario peruano recurría con frecuencia a la imagen de un protagonista masculino cuyo cuerpo o carácter había sido severamente mutilado.

      La literatura peruana parecía sugerir que, aunque el territorio nacional frecuentemente se imaginara en términos femeninos, el Estado-nación patriarcal parecía necesitar un cuerpo masculino para encarnarlo. Es importante recalcar aquí algo que mencioné más arriba con respecto a este estudio de las fallas del patriarcado peruano: no quiero decir que el patriarcado sea algo deseable ni que el papel de las mujeres y de los movimientos feministas no hayan sido decisivos en la historia del Perú o que las peruanas de hoy no jueguen un rol fundamental en nuestra sociedad.

      Lo que quiero proponer es que el imaginario de una nación patriarcal requiere un cuerpo masculino que se ajuste a un modelo hegemónico de masculinidad y que la fragmentación de ese cuerpo crea contradicciones insolubles. El padre está, de alguna manera, castrado. Y sin la Ley del Padre que articule el sistema patriarcal en los términos más tradicionales, nos encontramos con la homosocialidad corrupta entre falsos hermanos que se reparten el poder.

      * * *

      El concepto de masculinidad hegemónica fue desarrollado hace más de veinte años por Tim Carrigan, R.W. Connell y John Lee como «una variedad particular de masculinidad a la que otras […] están subordinadas» (1985, p. 586). Parafraseándolos, es posible decir que algunos grupos de hombres están oprimidos dentro de las relaciones del patriarcado y que sus situaciones se explican de maneras similares a las que explican la subordinación de las mujeres dentro de un sistema patriarcal.

      Aunque el término «masculinidad hegemónica» ha sido ampliamente criticado, muchos sociólogos y antropólogos en América Latina lo utilizan para describir lo que sucede en nuestras diversas sociedades. Este término permite contrastar experiencias heterogéneas y complejas con una imagen homogeneizada y normativa de lo masculino.

      La noción de masculinidad hegemónica se complica aún más en un país como el nuestro, en el que durante siglos una pequeña minoría de ascendencia europea ha ejercido el poder sobre una población diversa en términos étnicos y culturales y en la que, como he comentado líneas arriba, hay un patriarcado dependiente en el que la feminización de los dominados está racializada.

      El registro fotográfico creado por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) ofreció al país un retrato de la dolorosa historia del último siglo en el Perú. Entre las muchas observaciones que podríamos hacer sobre las fotos seleccionadas y sobre las exhibiciones en sí, quiero destacar una de Óscar Medrano tomada en el año 1982, después de un atentado de Sendero Luminoso al Concejo Municipal de Vilcashuamán.

      Foto de Óscar Medrano para Caretas

      Fuente: IDEHPUCP

      En esta foto veo un narciso paródico. Un hombre indígena (cuyo rostro no vemos) intenta salvar el retrato del presidente Fernando Belaúnde de las ruinas de lo que fue un edificio de gobierno. Este hombre, inclinado sobre el retrato, evoca a Narciso sobre el estanque viendo su propia imagen. Aunque el rostro del hombre que recoge el cuadro no se revela, vemos la imagen de Belaúnde invertida. Curiosamente, el retrato presidencial no parece pertenecer a su segundo periodo de mandato, cuando esta foto fue tomada, sino al primero, terminado en el golpe de estado de 1968. En el año 1982, Belaúnde tenía setenta años, mientras que la imagen que vemos presenta a un hombre en la cincuentena, de traje formal y con la banda presidencial. Creo que la edad de Belaúnde en el retrato, tanto como el color de su piel, su atuendo y el contexto que lo enmarca, informan una imagen de masculinidad y poder que el hombre anónimo de esa foto intenta recobrar. Lo que surge como una pregunta incontestable es qué representa esa imagen para él. ¿Se ve él representado como ciudadano en el líder de la nación? Es importante recordar que el esfuerzo por salvar esa imagen corresponde a un intento previo de destruirla. Al considerar las masculinidades peruanas, hay que tener presente que el proceso de identificación que se supone le permitiría a un varón verse reflejado en la masculinidad hegemónica en el imaginario nacional está distorsionado por los efectos de la conquista española en la construcción de la raza y el género sexual.

      * * *

      Los textos que analizaré —a excepción de El Espía del Inca de Rafael Dumett (2018)— no hacen referencia al Inkarrí. De hecho, pocos se refieren a tradiciones indígenas. Esto debe alertarnos sobre otra de las dificultades de hablar de una literatura nacional, en la que el mercado privilegia a la literatura producida por la cultura hegemónica occidentalizada y a la capital como centro cultural. Creo que esto va cambiando, pero muy lentamente. El éxito editorial de la novela de Dumett, así como una mayor producción editorial en provincias y una revaloración de las lenguas originarias son síntomas de ese cambio. Aunque, como he mencionado, los textos que aquí analizo no mencionan al Inkarrí, propongo que el cuerpo decapitado del inca acecha detrás de estos, encarnado en la figura de un hombre castrado cuya mera existencia ensombrece aquello que lo rodea. Es posible que exista el deseo de que nuestra sociedad se transforme, pero no parece haber un héroe capaz de semejante hazaña. En la mayoría de nuestros textos, la anagnórisis, el reconocimiento, sucede cuando el protagonista masculino descubre en sí mismo o en su padre una falla tan grande que lo deja inerme o que lo enrumba hacia la autodestrucción.

      El Inkarrí es una figura híbrida. La palabra misma combina los vocablos «inca» y «rey», revelando la ambigüedad de este añorado cuerpo masculino, cuya integridad ha sido dañada por una violencia de siglos. Las ansiedades del mestizaje también son parte de la ecuación: cómo saber si el deseado cuerpo masculino debe ser un descendiente del inca o si este ya trae en sí la mezcla de lo autóctono y lo foráneo. Es importante recalcar que considero que todos estos términos sobre los orígenes raciales responden a imaginarios sociales y no a una realidad material. Mientras que la masculinidad hegemónica en el Perú está indudablemente asociada con el poder concentrado por las élites blancas, estudios como los de Norma Fuller (2001) nos revelan que existen sistemas de valor que relativizan la importancia de distintos aspectos de la masculinidad, según los diferentes contextos en los que los sujetos masculinos se definen: el cuerpo y la sexualidad, la historia personal, los espacios de interacción con otros hombres o con la familia. Si bien la fuerza física y las demostraciones de una virilidad heterosexual son extremadamente relevantes durante ciertas etapas de la vida de un hombre, al alcanzar la madurez, la mayoría de estos definen su valor a través de su capacidad de proveer para su familia o de ser respetables en otros contextos. Estos valores

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