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de género. Según la Escuela de Gobierno y Políticas Públicas de la PUCP (2019), ese año se registraron cifras récords: 149 feminicidios y 304 tentativas de feminicidio en el país. Los dos males mencionados, la corrupción y la violencia de género, pueden parecer lacras sociales inconexas. Desde algún punto de vista, lo son. No sugiero que aquellos acusados de corrupción hayan también sido acusados de intentar matar a una mujer; sin embargo, en aquellos audios se revelan formas de homosocialidad que están en la base misma del patriarcado, de la subordinación de las mujeres y del tipo de corrupción que viene destruyendo las instituciones fundamentales para la democracia en el país. Me atrevo a sostener que el análisis de ciertos textos centrales en nuestra cultura descubren fracturas esenciales en la construcción de la masculinidad en el Perú y que estas fracturas se manifiestan tanto en el arraigado cinismo frente a las instituciones como en la violencia de género omnipresente en la sociedad peruana.

      Correlación no es causalidad; sin embargo, aunque no se muestre una relación causal entre la corrupción y la violencia machista, ambas son manifestaciones de un patriarcado que carga con una herencia colonial. Ambas son formas en las que algunos hombres peruanos buscan afirmar su poder: la corrupción se normaliza y propaga mediante sistemas de jerarquías que dependen de complejas relaciones sociales ajenas a cualquier principio vinculado a un estado de derecho; la violencia sexual se presenta como una demostración de fuerza con la que muchos varones se imponen sobre quienes consideran física o emocionalmente débiles. La homosocialidad que facilitó, entre muchas otras cosas, el sistema de corrupción descubierto por los audios publicados por el IDL va de la mano de la homofobia y la misoginia. La propagación de la corrupción y de la violencia de género se sostiene en actitudes que ponen el propio poder y deseo por encima del respeto a la ley o del bienestar de la comunidad, especialmente sobre quienes se perciben como menos importantes y con menos poder.

      Los audios registraron en su mayoría conversaciones entre hombres. Hay, es cierto, alguna esposa y también alguna abogada que aceptará presentarse a un cargo —al que le prometen será elegida— con la condición de votar luego siempre e incondicionalmente por el candidato del juez que la convocó. Pero casi todas estas conversaciones son asuntos entre hombres y en ellas la palabra «hermano» adquiere una particular connotación: la de reafirmar el vínculo homosocial sobre el que se erige el acceso al poder. Las transcripciones de los audios, tal como son recogidas en el artículo «Corte y corrupción», develan una relación de familiaridad que conecta espacios sociales con los espacios laborales y de la política (Gorriti, 2018). Esas conversaciones que se inician frecuentemente con un «Hola, hermano…» incluyen invitaciones a tomar un trago, a distintos eventos sociales para agasajar a un aliado político tanto como directivas explícitas que tienen con fin colocar a un recomendado en algún puesto que requeriría concurso o para desplazar a alguien que no sea un devoto aliado (Gorriti, 2018). Aunque la idea de «hermandad» no implique necesariamente corrupción, impone una filiación artificial sobre la afiliación que se supone que sea una forma más moderna y democrática de imaginar la nación (Said, 1983; Anderson, 1991). La hermandad masculina que forja las naciones latinoamericanas, ya lo había notado Mary Louise Pratt (1990), domestica a las mujeres y las excluye —junto con otros grupos subalternos— del acceso a la ciudadanía. La forma en que resurgen estos términos en uno de los escándalos de corrupción más grandes de la última década pone en evidencia el poder de la homosocialidad frente a la debilidad de nuestras instituciones.

      La normalización de estructuras de poder controladas por hombres supone también el mantenimiento de las mujeres en posiciones subordinadas. La violencia física y psicológica contra las mujeres es una de las formas de control que las mantiene en esa posición de subordinación. Gonzalo Portocarrero —uno de los pensadores que reveló la complejidad de la cultura peruana contemporánea, y a cuyo trabajo le debe mucho este libro— señaló el machismo como uno de los ejes principales de la violencia en nuestra cultura. Según Portocarrero, el machismo supone la necesidad de imponerse sobre las mujeres y sobre otros hombres a través de la fuerza física, el valor y la impulsividad. «Para el hombre modelado por el machismo —dice Portocarrero— el deseo es la ley» (2007, p. 219). Más que guiarse por la norma social, la prioridad es obedecer a los propios deseos e impulsos. Así, en la base de la corrupción y de la violencia de género se encuentra un mismo origen: la displicencia y la indiferencia ante la ley. El racismo, la jerarquización de la sociedad que se sostiene sobre los constructos de raza, y las diferencias extremas en la clase social apuntaladas por esas jerarquías son también manifestaciones de la ausencia de un espíritu democrático. Ante esa ausencia impera el poder de la fuerza y de la pretendida filiación fundada en la homosocialidad. Portocarrero da una clave importante para la comprensión de la masculinidad en el Perú al establecer la indiferencia ante la ley como uno de los legados coloniales (2004, 2007, 2010). El mundo criollo era ignorado y menospreciado por la metrópoli. Esta falta de atención al cumplimiento de las normas de la metrópoli dio lugar a una amplia tolerancia para la transgresión de la ley. Esto crea un «debilitamiento general de la autoridad y de la credibilidad de los valores en los que se fundamenta el orden social» (Portocarrero, 2004, p. 211). El análisis de nuestros productos culturales muestra el trauma del mundo colonial como una castración simbólica. Siguiendo a Gayatri Spivak (1997), Portocarrero afirma que, como criollos, los peruanos quedaron atrapados en una posición poscolonial, revelándose ante la Corona española que niega su existencia, pero sin poder afirmarse sin el reconocimiento que esta les otorgaba. Los peruanos, ante el fantasma de la ley, buscan medrar en los márgenes, pero al hacerlo se menoscaban y destruyen los principios de sociabilidad (2007).

      Los estudios sobre la violencia sexual en el Perú realizados por María Cristina Alcalde (2014), Jelke Boesten (2014), Mercedes Crisóstomo Meza (2017), Kimberly Theidon (2004) entre otros, insisten en cómo el racismo y la clase social están imbricados en ella. La violencia sexual de los hombres hacia las mujeres o hacia hombres que perciben como inferiores manifiesta todos los efectos de las jerarquías sociales: la voluntad de imponerse sobre el otro o de hacer valer el propio deseo sobre los cuerpos ajenos. Hablar de racismo en el Perú supone entender que las nociones de raza son simultáneamente muy arraigadas y relativas. Ya Aníbal Quijano (2014) ha mostrado que la categoría de raza y la modernidad nacen ambas del proceso colonial que permite «la codificación de las diferencias entre conquistadores y conquistados en […] una supuesta diferente estructura biológica que ubicaba a los unos en situación natural de inferioridad respecto de los otros» (p. 778). Desde las ciencias sociales se constata una persistencia de la idea de raza y de formas de discriminación en torno a estas, pero también se muestra clara evidencia de que las ideas de raza dependen de muchos otros factores que harán que se les adjudique a los mismos individuos distintos atributos raciales, según el lugar y circunstancia en que se encuentran (De la Cadena, 2000; Fuenzalida, 1970; Quijano, 2014; Santos, 2002 y 2014; Twanama, 2015). Y en relación con la jerarquía social que se establece en el sistema de dominación colonial se impondrá no solamente la idea de razas superiores y razas inferiores, sino también la feminización de la raza del grupo dominado. Richard C. Trexler, en su libro Sex and Conquest: Gendered Violence, Political Order, and the European Conquest of the Americas, presenta amplia evidencia de que «feminizar» el cuerpo de los enemigos derrotados, una práctica militar común desde la antigüedad, no era desconocida entre las sociedades indígenas de las Américas y continuó siendo utilizada durante la conquista (1995). La violación de los vencidos, la castración, circuncisión y otras formas de violencia sexual eran maneras de marcar al enemigo con una masculinidad mancillada para así feminizarlo. Estas prácticas continúan activas, aunque funcionen únicamente de manera figurativa, en los distintos sistemas simbólicos de origen patriarcal como puede verse en el estudio de Eduardo Archetti sobre los insultos entre los hinchas de fútbol argentino: las imágenes utilizadas para degradar a los oponentes provienen de referencias a la sodomización, la emasculación u otras formas de «feminizar» al adversario (2002). En su artículo «Altering Masculinities: The Spanish Conquest and the Evolution of the Latin American Machismo», Michael Hardin (2002) añade que la violación de mujeres en un contexto en que son tratadas como propiedad de los hombres es también una forma de ejercer poder sobre los hombres vencidos.

      Rocío Silva Santisteban resume la confluencia de racismo y dominación patriarcal en el Perú de la siguiente manera:

      la modernidad se ha basado en relacionar

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