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eurocentradas y le achacó a la «inferioridad racial» de los indígenas dominados la justificación de la violencia de su propia dominación. Esta situación significó, entre otras estrategias de subalternización, la de feminizar al indígena (2018, pp. 106-107).

      Silva Santisteban reconoce que las estructuras patriarcales que persisten en el país, si bien tomaron tal vez su forma más virulenta con la conquista española, ya aparecían en el territorio que hoy reconocemos como peruano desde la expansión inca frente a las culturas locales. De hecho, Irene Silverblatt (1987), en su libro Moon, Sun, and Witches, muestra hasta qué punto el Imperio incaico supuso una distorsión de la dinámica de género entre muchos de los pueblos que conquistaron. Silverblatt cita abundante evidencia de formas de parentesco paralelas, matrilineales para las mujeres y patrilineales para los hombres. Las mujeres podían tener acceso a la tierra de la comunidad, ganado, agua y otros bienes. Los hombres y las mujeres en el ayllu dividían el trabajo de acuerdo con su sexo y su edad. Las labores femeninas se percibían como contribuciones de cada miembro del para la comunidad, al igual que las masculinas. No se trataba de que la esposa cocinara, hilara y cuidara a los niños para su marido. Lo hacían para el bien común. Según Silverblatt, se produce un cambio radical a través de la expansión del Imperio. Aunque los incas respetaron en cierta medida los cultos y costumbres locales, también utilizaron nociones de parentesco para afirmar su poder como «hijos del Sol». Esto justificaba el tributo que demandaban de cada ayllu. Por otro lado, los hombres, y no las mujeres, eran contados como jefes de familia en los censos y eran vistos como de mayor valor, dado que se convertían en soldados al servicio del inca. Aunque algunas mujeres mantuvieron una posición de liderazgo, fueron una pequeña minoría. El poder del Imperio se consolidó como masculino. Los varones locales vieron la oportunidad de escalar dentro de la jerarquía local a través de las prebendas recibidas del inca. Silverblatt, siguiendo con los argumentos planteados por Tom Zuidema en El sistema de ceques del Cuzco: la organización de la capital de los Incas (1995), sostiene que los incas usaron la estructura jerárquica de la conquista para establecer una élite de conquistadores (varones al servicio del inca) y por lo tanto hacer de las poblaciones conquistadas pueblos «femeninos». Estas prácticas se hacen más acendradas durante la conquista española.

      El trabajo de Rita Segato (2016) permite entender la transición que se produce entre el periodo que ella denomina preintrusión y el que, de acuerdo con Aníbal Quijano, llama colonial/modernidad. En el contacto con el poder colonial, la aldea y la dualidad de género existente se transforman debido a factores que sobrevaloran la posición de los hombres en la comunidad por ser los intermediarios con el mundo exterior. Esto produce, para Segato, una serie de efectos:

      la emasculación de los hombres en el ambiente extracomunitario frente al poder de los administradores blancos; la superinflación y universalización de la esfera pública, habitada ancestralmente por los hombres, con el derrumbe y privatización de la esfera doméstica; y la binarización de la dualidad, resultante de la universalización de uno de sus dos términos, constituido como público, en oposición a otro, constituido como privado (p. 113).

      Hay que notar que Segato incorpora la categoría «blanco» para todo poder colonial, aunque ya ha notado Silverblatt que esa sobrevaloración de lo masculino había empezado en el territorio peruano con la expansión inca. Uno de los mayores aportes de Segato en este ensayo es la distinción entre la dualidad de roles en las comunidades preintrusión frente al binarismo que acaba por dividir lo doméstico de lo público y que privilegia lo público mientras desprestigia lo doméstico. El proceso que describe la autora es doble: mientras que la posición masculina en la aldea se magnifica desmesuradamente por su papel de intermediarios del poder externo, se produce una emasculación simultánea de los hombres que son conscientes de la relatividad de su poder, ya que deben someterse al «dominio soberano del colonizador» (p. 116). Segato ve este proceso de dominación como violentogénico: el sujeto masculino colonizado es empoderado en su aldea, pero oprimido frente a los colonizadores y así reproduce la dinámica de control que lo subyuga sobre aquellos que él puede subyugar. Hay que agregar que, como sostiene Aníbal Quijano, uno de los ejes fundamentales del patrón colonial del poder es la solidificación de la idea de la raza como una diferencia esencial, biológica, entre conquistados y conquistadores que ubica «a los unos en situación natural de inferioridad frente a otros» (2014, p. 778). Para Quijano, la modernidad es un fenómeno global que es apropiado como una característica de lo europeo, que además se identifica en este proceso con lo blanco y moderno frente a otros racializados («indios», «negros», «orientales») y no modernos o primitivos. Los conquistados son vistos como el «otro» en términos raciales —aquel que es ajeno por su diferencia— y como inferior. Esa inferioridad tiene una indeleble marca de género: la masculinidad se asocia con el poder y el poder con el ser «blanco». El poder se convierte en un valor directamente proporcional a la masculinidad y a la «blancura». Así, los hombres dominados serán vistos como menos blancos y más femeninos. Esto afectará la forma en que se concibe la hombría de los hombres mestizos e indígenas y también de manera dramática la de los varones africanos y afrodescendientes.

      El resultado del patrón colonial del poder es aquello que Danilo de Assis Clímaco llama un patriarcado dependiente: «un pacto desigual entre las élites masculinas colonizadoras y los hombres de los pueblos a los que buscaba colonizar» (2016, p. 53). En el contexto colonial, afirma De Assis Clímaco, la conquista se masculiniza en el sentido de establecer el dominio como masculino frente a la feminización de los dominados: la colonización homogenizó el poder de las autoridades locales impidiendo a las mujeres el acceso a la tierra, a cargos públicos o a trabajos mejor remunerados. El autor plantea un elemento importante en el patriarcado dependiente: la colonización en América Latina impone, con ese pacto desigual, un modelo de familia nuclear sustentada en lo que Silvia Federici llama «el patriarcado del salario» (2018, p. 17). Federici examina los procesos históricos y económicos a través de los cuales el padre se convierte en el jefe de la familia y el resto de los miembros son subordinados a él y dependientes de él. Hay que aclarar que, cuando habla de esta imposición de un sistema económico basado en el salario, Federici está hablando del siglo XIX europeo. Sin embargo, es posible ver cómo las distintas maneras en que se otorga el poder económico y político a los hombres a través de las alianzas de poder entre conquistadores (primero incas frente a las otras sociedades del territorio andino y luego españoles frente a todas las poblaciones indígenas), devalúan el trabajo de las mujeres y forjan una imagen en la que ellas solamente tienen injerencia en el espacio privado, mientras que los hombres dominan el espacio público.

      Al formular la idea de un patriarcado dependiente, De Assis Clímaco (2016) nos presenta una paradoja: la imposición del modelo del «patriarcado del salario» no tiene una correlación con un sustento político y económico que le dé un valor real a los varones de sectores dominados. Esos varones que deben ser jefes de familia no tienen realmente los recursos suficientes para proveer para ellas y esto tiene como resultado un estado de permanente frustración. El autor observa que entre los hombres dominados en una sociedad jerárquica se imponen formas de hipermasculinidad —la fuerza física, la violencia, el dominio sexual— para compensar la frustración de nunca alcanzar el modelo ideal. Un «patriarcado del salario» no puede funcionar en una sociedad con poblaciones esclavizadas y explotadas, como las nativas y africanas o afrodescendientes del territorio peruano. Los procesos de la formación de categorías raciales marca a los varones no blancos como excluidos del sistema en el que los varones deben tener poder, capacidad de proveer y prestigio social. Ser clasificado como indio, cholo, zambo o cualquier otro término racial lleva el peso de la asociación con grupos subalternos que en esa dinámica han sido feminizados y que potencialmente conduciría a adoptar expresiones de hipermasculinidad para alejarse del tabú de lo femenino. En el caso de los afrodescendientes, Martín Nierez (2011) resalta el hecho de que sobre ellos pesa el estigma de descender de esclavos, apreciados básicamente por su fisicalidad, su fuerza, su capacidad de hacer trabajos pesados y como «sementales» para reproducir la fuerza de trabajo esclava, mientras se ignoraba o incluso castigaba el despliegue de sus cualidades intelectuales.

      En la sociedad peruana, marcada por jerarquías estamentales construidas en torno a complejas intersecciones de raza y clase, los varones marcados por su raza difícilmente acceden a posiciones socioeconómicas de poder (aunque como lo discuten autores

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