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mejor. Un cantante ¿debe tener una gran voz, afinada, limpia y potente? No existirían Tom Waits o Bob Dylan, ni qué decir de Sabina o la mayoría de tantos otros. En el año 1977, el treintañero Joan Manuel Serrat, preguntado por el presentador Joaquín Soler Serrano respecto a sus cualidades como cantante, contestaba: «Cortito, con muchas limitaciones». El noi del Poble Sec, un artista leyenda, que ha acompañado a toda una generación desde su primera juventud hasta los umbrales de la senectud, y en cuyo camino otras muchas se han ido apuntando a la fiesta, resulta que se autodefine como un cantante «limitado». ¿Qué ha pasado? Pues sucede que, afortunadamente, somos capaces de encontrar nuestro propio espacio sin ceñirnos a modelos establecidos. No es difícil extrapolar el ejemplo a la vida cotidiana y laboral. Un toque personal, una habilidad en el trato, una limpieza en las formas, y ya estás más cerca de tu particular seña de identidad. Ni todos los conductores de autobús son iguales, ni los porteros de fincas, ni los que cultivan semillas y amistad.

       El hombre del acordeón

      Silvia lleva una eternidad de años viviendo en España, aunque recuerda cada día su infancia y primera juventud argentina. Emigró, como muchos, porque la dictadura y la falta de oportunidades empujaron a su familia hacia la madre patria, en la que ha forjado su carrera, contraído matrimonio y fundado su propia familia. La vemos haciendo transbordo en el metro de Diego de León hacia la línea 6 Circular. Camina por un largo pasillo al final del cual hay un recodo de noventa grados que enfila otro pasillo de similar longitud. Allí está el acordeonista, es habitual en muchas estaciones que los músicos monten su pequeño tenderete para conseguir unas monedas. El intérprete está atacando el Canon de Pachelbel, una pieza clásica archiconocida. Silvia la ha oído hasta en la sopa, que es como decir en los ascensores, salas de espera o contestadores de muchas centralitas. Tocada por un acordeonista mediocre, además, el resultado es cutre: la insistencia del chelo con las teclas bajas, el dibujo de los violines con las aflautadas… un horror. Silvia pasa de largo, camino de su cita, y se olvida pronto de la cansina sintonía.

      Han pasado tres horas y nuestra amiga está de vuelta. Mismo trayecto, mismo transbordo, aunque ahora en sentido inverso. Enfila el pasillo de turno y sí, al fondo continúa el acordeonista con su matraca. Solo que ahora ya no oímos el famoso canon sino una canción mucho más minoritaria. Se trata de un son cubano para iniciados, que Carlos Puebla interpretó en homenaje al Che. A Carlos Puebla se le conoció como el cantor de la revolución y Silvia, en su primera juventud, conocía todas las canciones que su cuarteto, Los Tradicionales, grababa y difundía. La que suena ahora se llama Hasta siempre, comandante y en este momento le está revolviendo todo su pasado, los juegos en la calle, la escuela, las primeras asambleas… El acordeón pone la música y ella la letra de lo que es parte de la banda sonora de su vida. Canta para adentro: «Aquí se queda la clara, la entrañable transparencia, de tu querida presencia…». No está muy bien tocado, el músico no lo vale, pero la tonada es sencilla y ella está tan conmovida que saca diez euros y alarga su mano al intérprete mientras le dice: «¡Por el comandante!», ante la sorpresa y mirada de agradecimiento infinito que el acordeonista exhibe pero que Silvia ya no ve, porque acaba de doblar la esquina y se aleja dejando al músico a su espalda para que redoble, con más entusiasmo y sonoridad de la esperada, sus acordes revolucionarios.

      Salió ganando el músico, ya se ha visto, porque pasó de una oferta indiferenciada a otra capaz de tocar la fibra sensible, es decir, especializada. De eso trata la comunicación y es elemental. No de agradar a todos, sino de saber conectar con unos pocos, pero de una forma más directa y personal. A eso hoy se le llama vinculación, y las grandes compañías mueren por generar afectos, compromisos, engagements.

      Construyamos ahora una curva de valor eligiendo a miembros del grupo ciclista cuya identidad se nos ha relatado en estas páginas. Imaginemos la situación. Ismael, una vez revisadas las descripciones de los miembros del grupo, le comentaría a Paco:

      —Paco, he observado que hay constantes repartidas entre nosotros que se repiten. Podemos resumirlas en calificativos y puntuar del 1 al 5 el valor que le asignamos a cada miembro. Seleccionemos a seis compañeros y pongamos diez cualidades a valorar, ¿me ayudas?

      —Yo de eso no tengo ni idea —le respondería Paco—, pero lo que tú digas estará bien. Claro, lo hacemos.

      —Bueno —diría Ismael—, pues nos han salido un montón de adjetivos que vamos a utilizar para la línea de ordenadas, pero, date cuenta, necesitamos algún factor diferencial. Cuando trazamos una curva de valor debemos rebuscar entre nuestras características, inventarlas si hace falta, para encontrar algo que nos haga diferentes. Ahora bien, ¿qué diferencia a Jacobo B.? —Paco miraría al techo, escarbando en su mente—. ¡Exacto!, es pelirrojo —atajaría Ismael—, y yo diría que tiene su chispa. Ocurrente y pelirrojo, ¿qué te parece?

      —Un momento —opondría Paco, cargado de razón—, el factor diferencial ¿no debería ser intelectual, espiritual? ¿No es una frivolidad considerar que ser pelirrojo es una fuente de ventaja competitiva?

Ilustración

      Factores diferenciales como fuente de ventaja competitiva.

      —No —le aclararía Ismael—. Los factores diferenciales pueden ser psicológicos o físicos, reales o inventados. Otra cosa es que sean relevantes. Cuántos productos se han diferenciado solo por el envase, incluso por el nombre. Pero vayamos al caso del pelirrojo. Si eres pelirrojo y gracioso, puedes salir en un programa de la tele. Si luces una barba larga y roja, te van a contratar para hacer anuncios. Si quieres ejercer de influencer, usas gafas de pasta y eres pelirrojo, tienes un buen puñado de seguidores asegurado. ¿Vale esto también para las pelirrojas? Sí, todo excepto lo de la barba, que la puedes sustituir por un montón de pecas en la cara. Cuantas más, mejor.

      —Ja, ja, ja —se reiría Paco, porque habrá pasado de no saber de estos temas a encontrarles el lado divertido—, desde luego, sabéis hacer trampas los de comunicación.

      —Llámalo trampas, pero funcionan —le aleccionaría Ismael—, en definitiva, nos movemos en un mundo de percepciones, de intangibles. No es tan importante para qué sirve algo sino el beneficio que ese algo me proporciona.

      —Y el pelo rojo de Jacobo, ¿en qué le beneficia? —se sorprendería Paco.

      —Pregúntale a él. A lo mejor no ha sabido o no ha querido sacarle partido, pero hay un potencial que está ahí. Un relato, una apariencia. Tan material y concreto como que salta a la vista. Pero no te olvides que se trata solo de un ejercicio, tampoco nos pongamos finos.

      —¿Añadimos entonces pelirrojo como vector? —se animaría Paco.

      —¡Claro!, para lo que quiero demostrar me vale. Olvidémonos de si es determinante o no, quiero que se vea que puede existir una característica sin competencia. Luego, cada cual que se busque la suya. Lo importante es entender que hay algo en cada persona que la hace distinta a los demás. Y si lo sabemos identificar, darle valor y contar, pues mejor que mejor. Pero, bueno, para no quedarnos con lo accesorio, añadamos algo que te parecerá más interesante. Idiomas. Digamos que con más de cuatro idiomas se te considera muy competente. ¿Qué tal José Luis?

      —Sí —respondería Paco—, José Luis habla perfecto francés, inglés e italiano y buen árabe. Creo que controla alemán y hace pinitos en ruso. Y, desde luego, castellano.

      —Pues ahí lo tenemos —sentenciaría Ismael—, dejamos la curva con estos valores, si te parece: valiente, sensato, competitivo, protector, constante, pelirrojo, culto, motivador, con idiomas, innovador. Y ya puestos, vamos a pintarla:

Ilustración

      Curva de valor aplicada a las características entre personas. A nuestro pelirrojo no se le acerca nadie.

      Para esto sirve la curva de valor. Para medirte con tu entorno y poder establecer lo que te hace diferente y puede que único. Tenemos a José Luis; si te tienes que manejar en lenguas

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