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      En la actualidad, toda la atención se concentra en el escándalo de Petrobras y la sentencia a Lula. Y, sin duda, el sistema de sobornos establecido en la década de 2000 por el gigante petrolero, que sirvió en gran medida para financiar a los partidos políticos, es un escándalo. Sin embargo, todo el sistema de financiamiento de la democracia en Brasil es problemático y habría que reformarlo de manera integral; prohibir las donaciones de empresas fue un primer paso necesario, pero habrá que ir aún más lejos. La instauración, en 2017, de un fondo público para financiar las campañas electorales es, desde este punto de vista, una excelente medida que hay que aplaudir en un contexto en el que, como veremos, abundan las democracias que, hoy en día, desmantelan el financiamiento público de su vida política. Sin embargo, queda mucho por hacer, en particular para comenzar a redefinir las reglas que rigen las donaciones de individuos a campañas electorales.

       ¿Y si todos donaran?

      Imagino que el lector ya se ha convencido de la injusticia que caracteriza a las medidas fiscales que se aplican a las donaciones a partidos políticos y campañas electorales en muchas democracias. Una reacción natural podría ser la siguiente: ¿por qué no, simplemente, convertimos las reducciones de impuestos en un crédito fiscal igual para todos los hogares, gravables y no gravables? Eso podría parecer un mínimo necesario de reforma, en la medida en que anularía el carácter “regresivo” del sistema actual en el que, mientras más pobre sea alguien, más paga.

      El problema es el siguiente: si consideramos, por ejemplo, el caso de Francia, el sistema, tal como existe en la actualidad, está concebido para un número limitado de contribuyentes. Si todos los franceses decidieran donar tanto como donan actualmente los más ricos (y en el próximo capítulo veremos que la gran mayoría de los franceses no contribuyen, pero los más privilegiados lo hacen en gran medida), o si, de manera más general, se instituyera un sistema que permitiera a cada ciudadano francés beneficiarse de una aportación pública comparable a la que beneficia hoy a los más ricos en sus actividades políticas, entonces el sistema simplemente no sería sostenible en lo financiero. Imaginemos por un momento que cada uno de los 37 millones de hogares se beneficiara de una aportación pública de 5 mil euros (es decir, la reducción fiscal que gozan en la actualidad quienes donan cantidades cercanas al tope de 7500 euros por partido). El costo total sería entonces de 165 mil millones de euros, es decir, más de tres veces el presupuesto total de la educación nacional. E, incluso si se redujera el gasto por hogar a 200 euros (es decir, aproximadamente la reducción fiscal correspondiente a la donación promedio, que en el sistema actual es de 300 euros), eso llevaría a un costo total de 7300 millones de euros, casi el presupuesto total de la educación superior.

      Si queremos que la situación sea más equitativa, debemos modificar todo el sistema. Es un sistema que, hoy por hoy, podríamos calificar de hipócrita, pues se ostenta como “hecho para todos” cuando en realidad sólo está concebido para una minoría. Sólo una refundición igualitaria más profunda nos permitiría salir de esta hipocresía; tal es el sentido de mi propuesta de Bonos para la Equidad Democrática (BED), que explicaré en detalle en el capítulo 10. Pero sigamos nuestro viaje por el mundo.

      LA HIPOCRESÍA DE LA “DEMOCRACIA

      POR IMPUESTO” A LA ITALIANA

       La plutocracia por impuesto

      Dos milésimas partes de los impuestos, es decir, no uno ni dos euros, sino una suma que depende de los impuestos pagados, o sea, del ingreso. Así, mientras más rico sea un ciudadano en Italia, más le ofrece el Estado la posibilidad de financiar —gratuitamente— al partido político de su elección. Además, no hay límite para el monto que un solo individuo puede donar con este mecanismo: el único límite es el “2 por mil”, o sea que un empresario próspero, que pague cada año un millón de euros de impuestos, puede, si lo desea, ver cómo el Estado paga por él 2 mil euros al partido político de su elección. A la inversa, un modesto asalariado que pague mil euros de impuestos no podrá aportar más que dos euros de dinero público a su partido preferido, y una persona no gravable no podrá aportar nada, pues cero, ciertamente, no es mucho. En otras palabras, si un ciudadano comprometido quiere echar mano al bolsillo para defender sus preferencias políticas, puede hacerlo, y con generosidad, pues el Estado paga por él. Sólo es necesario que sea lo bastante rico, y mientras más rico sea, más pagará por él el Estado, es decir, todos los demás ciudadanos.

      No sé, por cierto, por qué los economistas se empecinan en enseñar a sus estudiantes de primer año el principio según el cual, en lenguaje económico there is no free lunch [no hay tal cosa como un almuerzo gratis]. Eso no sólo es, en primera instancia, falso: there is free lunch, sobre todo para los más privilegiados, y a veces con la bendición de una buena parte de los economistas; para convencerse de ello, sólo hay que leer a Tancrède Voituriez, quien, en L’Invention de la pauvreté [La invención de la pobreza], da una descripción hilarante de la profesión. Pero además se han instaurado, a menudo con el pretexto de promover la generosidad, sistemas innovadores de deducción, reducción o crédito fiscal, a fin de que los más ricos puedan financiar gratuitamente sus preferencias de todo tipo, a costa de los menos privilegiados. Como si la preferencia de un rico —cuyo éxito, supuestamente, demostraría sus múltiples y superiores capacidades— valiera, por definición, más que la de un pobre. Como si legítimamente estuviera a la cabeza para marcar el rumbo y los demás lo siguieran porque tira de ellos. ¿Para qué, entonces, reducir la pobreza?

      Italia ha inventado también, junto con el sistema del “2 por mil”, un doble voto. Cada ciudadano vota dos veces: una en las urnas —una persona, un voto— y una en su declaración de impuestos —un euro, un voto—. Lástima que eso no se haya enunciado de manera más clara en los debates. Sobre todo, lástima que nadie, entre los felices instigadores de esta medida, haya pensado en señalar que eso, de hecho, privaba de su segundo “voto” a más de una cuarta parte de los contribuyentes italianos, cuyo monto de impuestos es nulo. El “2 por mil” por cero impuestos los deja sin voto… Claro que no es el caso de ningún legislador.

      Algunos hablan de tax democracy: una especie de democracia mediante impuestos. Una libertad otorgada a los ciudadanos fuera del ciclo electoral, que les permite expresar sus preferencias anualmente, en vez de cada cuatro o cinco años. Yo llamaría a este sistema, más bien, tax plutocracy: una farsa electoral. A propósito de los censores de su época, Victor Hugo evocaba “la censura de hálito inmundo, de uñas negras, a esa perra que, humillada la frente, sigue a todos los poderes”. El contexto ha cambiado, pero ¿cómo no asombrarse ante tales desviaciones? Con el pretexto de la justicia y la tax democracy,

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