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sociales, ni el populismo) alcanza a proveer una explicación completa (las redes) o un diagnóstico acertado respecto a qué es lo que pasa en Chile (la irrupción del populismo). En cuanto a este último fenómeno, nos pasamos el año pasado temiendo la llegada del populismo y discutiendo sobre la definición y los ejemplos comparados de ese tan jabonoso como aterrador mal: primero fue la Jiles, luego Jadue y más tarde la Lista del Pueblo (llamativamente, la amenaza del populismo de derecha y del nativismo conservador, larvado en el Partido Republicano, no asusta a nadie). Pero al menos por ahora, «esto no prendió, cabros».

      A los chivos expiatorios globales se suman los nacionales. La tesis de la «modernización capitalista» es el equivalente funcional a la tesis de «la trampa de los ingresos medios». Y, nuevamente, es parcialmente cierta. Quienes se movilizan y protestan están mejor educados y acceden a mayor bienestar material que sus padres. Pero por eso mismo, ahora visibilizan desigualdades que antes solo intuían, y las politizan. La evidencia es abrumadora.

      No obstante, también es cierto que estos «aspirantes a élites» topan con techos de cristal que reproducen redes de privilegio, las cuales traicionan, una y otra vez, la promesa meritocrática. Esas redes de privilegio y su operación se resignifican en clave política y colectiva en los múltiples escándalos de corrupción que las dejan expuestas. La mejora —hay que reconocerlo— ha sido, además, tentativa: se ha financiado a punta de deuda y es frágil ante cualquier contratiempo personal o familiar.

      Es así como los jóvenes politizan desigualdades y vulnerabilidades que se encuentran fuertemente asociadas a la imagen de una «coalición de abusadores». Esa coalición, nucleada en torno al «modelo» y al «sistema» y nombrada como «la élite», aparece, en los discursos emergentes, en un mismo paquete que integra referencias a los políticos, los partidos, los empresarios, los jueces, los fiscales, los medios de comunicación, los «pacos». Y cuando preguntamos qué vincula a esos actores, surgen las referencias a «las clases de ética», «la cocina», «el CAE», «las AFP», «la salud», «la corrupción» y «la colusión».

      Al comienzo del proceso de la Convención Constitucional, en el marco de la Plataforma Telar del Instituto Milenio Fundamentos de los Datos, y en base a los ejercicios de escucha ciudadana que estamos desarrollando, pedimos a individuos de sectores populares y medios enviar un whatsapp a su constituyente electo. Las respuestas, de modo abrumador, comenzaban con el fraseo «que no…»: «que no robe», «que no se olvide de nosotros», «que no sea corrupto», «que no lo vea como un negocio», «que no juegue con nuestras esperanzas». Quienes pedían algo en clave positiva apuntaban a lo mismo: «que escuche», «que se ponga en mi lugar», «que se acerque», «que haga un esfuerzo por llegar a nosotros», «que cumpla sus promesas de campaña». En estas expresiones no hay polarización izquierda-derecha. Lo que hay es un rechazo a las formas, estilos y figuras de la política tradicional y la esperanza de una política distinta.

      Es por esta razón que el recurrente latiguillo de la «polarización» o del «vaciamiento del centro», nuevamente predominante en el análisis político convencional, no logra dar cuenta del fenómeno subyacente. No es una polarización ideológica, lo que hay es una impugnación a un estilo de hacer política asociado a la clase y a la distancia social. Y cuanto más intenten los políticos desconectados empatizar con una ciudadanía que desconocen, en base a una polarización ideológica bastante trivial y superficial por lo demás, más profundizarán la brecha (aunque en un contexto de desesperanza y crisis, los discursos polarizantes eventualmente puedan prender).

      La contracara de quienes polarizan la conforman quienes llaman al diálogo, a retomar las formas, los consensos, la cohesión social. Contra la violencia y la odiosidad, el antídoto es dialogar y conversar. ¡Tenemos que hablar! Nuevamente hay mucho de atendible en este llamado, pero quienes lo realizan con fruición usualmente niegan lo obvio. El problema no es que se haya suprimido socialmente el valor del diálogo y el consenso, sino que lo que ya no se tolera más es el diálogo («y la transaca») entre los mismos.

      Tampoco resiste ya una conversación donde unos explican y otros asienten, según su estatus o posición social. O abrir conversaciones para saber lo que piensan los excluidos, para que luego, con esa información, los de siempre formulen diagnósticos y propuestas. El problema con el diálogo no es que se niegue su valor: lo que está en entredicho es el carácter excluyente de un diálogo en que siempre los mismos tenían la razón y explicaban al resto. He ahí, nuevamente, una de las claves de la adhesión lograda por la Convención Constituyente al conocerse la diversidad y cercanía con el Chile real de quienes resultaron electos como representantes.

      Esa adhesión no está anclada en la negación del diálogo, sino en la heterogeneidad social, de género y étnica de quienes fueron electos para dialogar. Ese diálogo, no obstante, no debe ser meramente una conversación. Porque en una democracia que funciona bien, se negocian intereses y no siempre ganan los mismos. La debilidad de la democracia de los consensos estribaba en que su vocación por suprimir el conflicto terminó despolitizando a la política, y politizando a la sociedad en contra de la política.

      El estallido como antítesis enfrenta otras debilidades relevantes. Entre las fundamentales está la probabilidad de que la Convención Constituyente pierda adhesión ciudadana, especialmente en sectores medios y populares. Esto último es bien probable a raíz de la volatilidad de las preferencias de las clases medias y populares en sociedades que transitan procesos de estancamiento y crisis social como el actual. Muchos de quienes se sintieron esperanzados e interpretados por la antítesis que representó el estallido, tras dos años de crisis política, sanitaria y económica, enfrentan con temor las vulnerabilidades que se volvieron mucho más palpables de lo que ya eran. Las ansias de transformación social mutan así en una nostalgia por las seguridades de un pasado que aunque era jodido, se percibe más ordenado y estable.

      En conjunto con otros sectores conservadores, activados políticamente para defender el avance de políticas progresistas como las que impulsan la igualdad de género y los derechos de las mujeres y disidencias sexuales, o motivados por la xenofobia en un contexto en que la inmigración se ha vuelto más visible socialmente, las clases medias nostálgicas del orden perdido pueden propiciar el crecimiento de coaliciones fuertemente conservadoras. El riesgo de reversión del proceso iniciado por el estallido está a la vuelta de la esquina.

      Un obstáculo adicional para la articulación de una síntesis, entre tesis y antítesis, es el carácter multidimensional, y no meramente político, de la crisis que hoy experimentan Chile y su modelo. ¿De qué se trata la crisis chilena, si no es meramente otra crisis de la democracia liberal contemporánea? ¿Dónde está el problema, si no es en las redes sociales, en la demanda por liderazgos populistas, o en la polarización y resentimiento social? En mi opinión, la crisis chilena tiene cuatro componentes fundamentales. El primero es la ya mencionada incapacidad de la élite política, social y económica de aquilatarla en todas sus dimensiones e implicancias.

      Segundo, Chile vive hoy una descomposición política profunda. Su sistema político está fragmentado, se basa en adhesiones fuertemente personalistas y, en los últimos años, ha intentado suplir su desconexión mediante una polarización ideológica cosmética y maniquea. Como si fuera poco, sus actores e instituciones principales no solo carecen de legitimidad, sino que son sistemáticamente repudiados por la ciudadanía. Entre los que se salvan o logran emerger a pesar de todo, nadie genera mucha adhesión. Predominan los techos bajos y la movilización en base al mal menor. Estos atributos son consistentes con lo que usualmente se denomina una crisis de representación, siendo este un fenómeno típico de las democracias liberales contemporáneas.

      Al mismo tiempo, el estallido y su desenlace es asimilable, en alguno de sus rasgos fundamentales, a las denominadas «(segundas) crisis de incorporación», que varios países de la región transitaron sobre finales de la década de los noventa y principios de los 2000. Aquellas crisis dieron por tierra con los sistemas de partido tradicionales cuando grandes masas se movilizaron contra la exclusión social generada por las políticas de ajuste económico («neoliberales») que sobrevinieron a la crisis de la deuda de los ochenta. En esas crisis emergió la movilización étnica, la de los trabajadores informales, así como irrumpieron conflictos —muchos de ellos ambientales— que

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