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Para ser claros, los independientes no solucionan nada. Pero pensar que cualquier cosa que tenga el sello oficial de partido político es intrínsecamente buena para la democracia, tampoco ayuda mucho.

      Por otro lado, algunos hacen apuestas por innovaciones democráticas: desde la clásica democracia directa a la democracia por algoritmos, pasando por innovaciones participativas, deliberativas, la democracia líquida y la votación cuadrática. También está la experiencia más ambiciosa respecto a combinar la descentralización del poder a nivel local y la «re-regulación» a nivel supranacional en torno a un sistema de gobernanza multinivel (la Unión Europea). Por múltiples razones, ninguna de estas innovaciones, implementadas a gran escala, genera en sí misma la capacidad de solucionar los problemas de agregación legítima que enfrentamos.

      Tampoco hemos descubierto cómo combinar virtuosamente elementos de nuestra tradición democrática-liberal con estas innovaciones, sin que las incompatibilidades entre ambas generen problemas serios. Lo mismo sucede con otras innovaciones de política pública que tienen una fuerte adhesión transversal: las políticas de transparencia y la descentralización. En principio, todos estamos de acuerdo en su conveniencia y necesidad. Pero en un contexto como el actual, esas innovaciones deberán interactuar con los elementos que predominan en la sociedad (por ejemplo, la consolidación de caudillismos regionales, la captura del Estado por poderes fácticos a nivel local, sean empresas extractivas o actores criminales, la preeminencia de la desconfianza y la indignación, aun cuando lo que se transparenta esté ajustado a derecho, etc.). Más transparencia y más descentralización generarán tantos o más problemas como los que vienen a solucionar3.

      La inadecuación funcional de la institucionalidad democrática-liberal para tramitar con legitimidad el tipo de conflicto que se produce en las sociedades contemporáneas y la precariedad de los modelos institucionales alternativos desarrollados hasta el momento, nos tienen en una encrucijada similar a la del cambio climático. O bien ponemos manos a la obra en la búsqueda urgente de nuevos modelos que logren el doble objetivo de preservar los valores democráticos con innovaciones institucionales capaces de adaptarse a los nuevos rasgos de la sociedad, o bien deberemos enfrentar un escenario en que se consolide el proceso de recesión democrática iniciado hace ya unos años a nivel global. A pesar de ser aterrador, este último escenario, lamentablemente, es el más compatible con la historia de la humanidad en que alternan cíclicamente periodos de cooperación, prosperidad y en las últimas décadas democracia, con otros marcados por el conflicto y la violencia.

      Conseguir «el fin de (esa) historia» de alternancia entre ciclos de cooperación y violencia requiere mucho más que salir a afirmar, citando a la cátedra, que «los partidos políticos son necesarios para la democracia y que no hay democracia sin partidos políticos». Esta referencia ineludible en las conversaciones doctas tiene otros paralelos interesantes y recurrentes en los discursos de una élite que hace todo lo posible por sublimar el conflicto y la crisis.

      Los emplazamientos del tipo «pero usted, ¿está seguro de que condena la violencia?» que se volvieron cliché estos años, cumplen la misma función que la referencia a la necesidad de los partidos para la democracia. Si declarar que los partidos son imprescindibles no los crea por arte de magia, el que todos condenemos la violencia, como por supuesto lo hacemos, no nos sirve mucho para entender qué procesos sociales y mediante qué mecanismos han ambientado los episodios de violencia y desborde institucional a los que asistimos.

      Otro recurso usual consiste en afirmar que la crisis de la democracia es global y que lo que pasa en Chile está pasando en todo el mundo. Si bien hay mucho de cierto en esta afirmación, también constituye una media verdad. Peor aún si utilizamos esa referencia no como recurso analítico, sino como un atajo para la exculpación y para instalar una complacencia triste y resignada. Este tipo de desplazamiento ilustra otro componente esencial del momento: la incapacidad que ha mostrado la élite para entender dónde está parada.

      El desconcierto de la élite (en términos más técnicos, su anomia) constituye un obstáculo fundamental para buscar soluciones a la crisis. Confieso que durante estos últimos años las actitudes predominantes en la élite han sido fuente para mí de perplejidad e ingenuidad. ¿Cómo tan perdidos y desconectados en el oasis? ¿Cómo no logran ver más allá de sus temores? ¿Cómo tan suicidas? ¿Cómo tan impermeables a una realidad que si bien desconocían hace un par de años, les viene dando cachetadas día a día? ¿Cómo no se dan cuenta que están generando una profecía autocumplida?

      Si mi perplejidad respecto a los discursos y actitudes de la élite fue fuente de inspiración usual durante estos años, también lo fueron las actitudes (en rigor, los actos fallidos) de Sebastián Piñera. Entre ellas destacan la retahíla de frases vacías, con tres adjetivos fijos, cuál más rimbombante, con que Sebastián Piñera presentó con gran parafernalia un sinnúmero de proyectos de ley que no tenían apoyo parlamentario (porque aun siendo un gobierno políticamente débil nunca se molestaron en negociar apoyos antes de lanzar cada operación comunicacional y emplazamiento al Congreso). Ambas perplejidades tienen vínculos obvios. El presidente Piñera ha devenido en la mejor caricatura de la élite desconcertada y descolocada, con actitud de winner, desprovisto de empatía, indolente, con un pasado lleno de dudas, y con un presente en que a cada paso trastabilla hundiendo un poquito más todo lo que llegó a salvar (remember «Chilezuela»).

      En estos años también me tocó interactuar más frecuentemente con esa élite, a la que como extranjero, y como cualquiera que no haya sido criado en las redes de socialización del barrio alto, solo veía de lejos. Lo primero que me llamó la atención en estos últimos años es otro desdoblamiento. Desde la élite se realiza hoy una crítica feroz al rol de Piñera como catalizador de la crisis actual, haciéndose mención frecuente a su incapacidad patológica para entender dónde está parado y para actuar en consecuencia. Esa crítica, tan extendida hoy en sectores socioeconómicos altos, convive con el predominio, en esos mismos sectores, de tropismos, actitudes y visiones sobre la realidad del país que perfectamente podrían imputársele también a Piñera. Sin los rasgos más exagerados de la caricatura presidencial, la élite repite en su visión sobre la crisis interpretaciones cuya desconexión con la realidad es equivalente a la que atribuye en su crítica a Piñera.

      No obstante, también encontré en esos diálogos intentos honestos por comprender la crisis. Asistí a su vez a esfuerzos relevantes por contribuir con soluciones, antes y después del 18-O. Como en todo grupo humano —y esto es algo que quienes operan desde la superioridad moral desconocen hasta que les toca enfrentar la condición humana de alguien a quien han idealizado o satanizado—, hay de todo en la élite.

      Pero esa diversidad es poco visible a nivel social. El «efecto burbuja» que generan en Chile los medios de comunicación tradicionales (las redes sociales de quienes critican a las redes sociales), también a punta de medias verdades y de alguna noticia falsa, generan comportamientos «en manada» que contribuyen a disociar los discursos y actitudes de la élite de la realidad en que vive el resto de la sociedad. Si usted quiere encontrar anomia, en el sentido sociológico del término, así como numerosas referencias a la anomia en su sentido coloquial (como sinónimo de violencia callejera), basta darse una vuelta por los medios más cotizados de plaza y, especialmente, por su sección de «opinión».

      También me sigue sorprendiendo cuán parroquiales son el discurso y las referencias (culturales, teóricas, etc.) que circulan en ese mundo. Esto último salta a la vista al comparar las diferentes actitudes de las élites empresariales extranjeras con intereses e inversión en Chile (mucho más moderadas) y las de sus contrapartes locales. Para ponerle nombre, uno no se topa con tanto Juan Sutil por ahí afuera.

      Pero más que festinar con la desconexión y sobrerreacción de las élites (que por lo demás, no son las únicas que andan descolocadas), me interesa ahondar en los discursos predominantes con que buscan explicar (y expiar) la crisis chilena. Algunos de esos discursos, como argumenté arriba, hacen referencia a que lo que pasa en Chile es parte de un problema global. A modo de ejemplo, se habla de la crisis global de la democracia y se la vincula a las redes sociales y al advenimiento del populismo. Las redes sociales sin duda generan efectos significativos en la comunicación política y en la movilización social. Pero nada refleja mejor la exageración

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