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El estallido logró unificar sentires y demandas que eran muy diversas en el tipo de negación y oposición que ofrecían a la tesis del modelo y en la impugnación a sus representantes («la élite»).

      En un escenario difícil, los resultados electorales de 2020 y 2021 lograron lo que parecía bien improbable tras el estallido mismo: institucionalizar la antítesis en la Convención Constituyente. Detrás de ese resultado hay un logro indudable de quienes promovieron, acorralados por la protesta y el caos, el acuerdo del 15 de noviembre de 2019. También hay un mérito mayor en la obtención de la paridad y la representación de los pueblos originarios para la elección de convencionales. La Convención Constituyente logró, en base a ello, niveles inéditos (en toda la historia republicana de Chile) de representación descriptiva, tanto en términos de género e identidad étnica como en cuanto a extracción socioeconómica.

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      Sin embargo, ese resultado también responde a un proceso subterráneo, menos estridente, pero de enorme relevancia: la incorporación a la política electoral de una nueva generación. Durante años lamentamos la estratificación socioeconómica y el sesgo etario del voto, así como los bajos niveles agregados de participación electoral. Teníamos tan arraigada la noción de la despolitización juvenil que no la vimos venir. Sin mediar cambios institucionales que remediaran el efecto regresivo del voto voluntario, jóvenes que no votaban (especialmente de sectores medios y bajos) comenzaron a hacerlo en el plebiscito de 2020 y en las elecciones a la Constituyente de 2021.

      Me permito ejemplificar la importancia de este proceso en algunas experiencias de los últimos años. A partir de 2011 y hasta 2016, en el marco del Núcleo Milenio para el Estudio de la Estatalidad y la Democracia en América Latina (un proyecto financiado por la Iniciativa Científica Milenio), realizamos una serie de talleres destinados a profesores de educación media. Se trataba de talleres sobre educación ciudadana. En esos pocos años, vimos cambiar radicalmente la demanda y las necesidades de los participantes (profesores de enseñanza media de colegios municipales y subvencionados). Si en los primeros años nos pedían con resignación herramientas para transmitir mejor a sus estudiantes la importancia de la política para sus vidas, en los últimos años el requerimiento era otro: «¿Cómo hacemos para que entiendan que tienen que canalizar institucionalmente su rabia, que no sirve romper todo?».

      En 2017, luego de publicado En vez del optimismo (Ciper-Catalonia), recibí un mensaje a mi celular de María Callealta, en ese entonces alumna de tercero medio del Colegio Jorge Huneeus Zegers de la comuna de La Pintana. Allí, me invitaba a discutir el libro y la situación política con un grupo de estudiantes del establecimiento. María remató su mensaje con lo siguiente: «…para hablar sobre un tema tan importante que podemos evitar que pase a mayores… [y con] la esperanza, que me reconforta, para una sociedad chilena justa». Una vez agendada la visita, recibí una llamada en que me advertía que no esperara mucha gente en la sala. Habían tenido recién una actividad con un candidato a diputado (finalmente electo por Revolución Democrática unos meses más tarde) y «casi no había llegado nadie».

      El día de la charla, sin embargo, me encontré con más de setenta estudiantes en la sala (eran otros tiempos, sin restricciones de aforo). Ante mi sorpresa y para romper el hielo pregunté: «¿Por qué vienen a hablar de un libro aburrido sobre política y no van a conversar con quienes están compitiendo para representarlos en el Congreso?». La respuesta fue tan rápida como transparente: «Porque queremos saber cómo funciona el sistema. ¿Por qué los políticos se han cagado a nuestros padres, a nuestros abuelos? ¿Por qué nos quieren hacer hueones a nosotros?».

      Esa respuesta me sigue resonando aún hoy. Para intentar abordarla y problematizarla, el segundo semestre de 2019 dictamos junto a Lihuén Nocetto un curso titulado «Mafia y Democracia», que estaba destinado a estudiantes de tercero y cuarto medio en el Programa Penta-UC de la UC. Dicho programa, que nada tiene que ver con el grupo empresarial Penta, busca promover el talento académico de jóvenes chilenos y funciona en convenio con distintas corporaciones de educación municipal de la región Metropolitana.

      Nuestro curso comenzaba con la comparación de los procesos de formación del Estado-nación en Europa y en América Latina, introducía las nociones de ciudadanía civil, política y social, y terminaba discutiendo, en base a un análisis comparativo de sociedades contemporáneas, las tensiones propias de democracias que funcionan en el contexto de Estados débiles y sociedades fuertemente desiguales. Aunque el curso tenía vocación comparativa, cada clase terminaba, sin mucha inducción de nuestra parte, en Chile, en el barrio o sector de los estudiantes, y en los problemas sociales y familiares. Y desde esa perspectiva se planteaba una impugnación directa no solo a «los políticos» (a todos los políticos), sino también a la institucionalidad.

      El curso terminó con el estallido, sin posibilidad de darle un cierre. Cuando al final pudimos reencontrarnos con los estudiantes en una actividad de puesta en común sobre lo que estaba pasando en Chile organizada por todo el Programa Penta, escuchamos testimonios durísimos, no solo referidos a la represión a la que habían sido sometidos algunos de nuestros alumnos, sino también a los saqueos e incertidumbre que varios habían sufrido en sus casas y poblaciones, de donde habían «desaparecido» los carabineros. No obstante, el clima era alegre, hasta esperanzado. Estudiantes que ni se saludaban al llegar cada sábado a la sala esta vez se abrazaban y conversaban. Había muchísima incerteza y hasta miedo, pero también había nacido una esperanza, tenue y frágil, pero que meses atrás tampoco se veía venir por ningún lado.

      Desde que vivo en Chile no pasa mucho tiempo sin que algún colega extranjero o un compatriota uruguayo me pregunte ¿cómo aguantas vivir en una sociedad tan individualista y desigual? ¿Por qué vives ahí, donde todo está tan jodido a pesar del crecimiento económico? Más allá de razones personales y de la fascinación analítica que siempre me ha producido tratar de entender las contradicciones profundas de esta sociedad, mi respuesta a esa pregunta siempre termina en los jóvenes. Desde hace mucho tiempo siento que Chile viene cambiando con su juventud.

      Pero ese cambio no es solo generacional. Recuerdo claramente una mañana del 2011 cuando volviendo en taxi desde el aeropuerto nos topamos con una de las manifestaciones estudiantiles de aquel año. Cuando el taxista me dijo «jefe, vamos a tener que desviarnos porque están los cabros protestando», al igual que ante el colega en LASA me llamé a silencio. Años de conversaciones similares me hicieron anticipar el consabido «cabros de mierda, por qué mejor no se ponen a estudiar». Pero ese día la cosa cambió y el taxista me confesó: «¿Sabe?, yo estoy con ellos. Tengo dos hijas, ambas profesionales universitarias. Me he sacado la mugre para pagarles la universidad. Ellas también. Pero no encuentran trabajo».

      El problema y la demanda ya no era de los estudiantes, sino también de sus mayores. Y la contracara de esa situación estaba en jóvenes que habían visto trabajar a sus abuelos toda la vida, y ahora los veían comenzar a recibir pensiones miserables. Si no se quebraban con una enfermedad, las familias quebraban por arriba con las pensiones y por abajo con las deudas que dejaba (la mala) educación. En la precariedad de las experiencias familiares, estirada a punta de créditos de consumo y tarjetas de casa comercial con tasas de usura, y en su contraposición con el discurso de éxito del modelo, había un potencial de agregación de múltiples descontentos. Esa agregación terminó de cristalizar en el estallido del 18 de octubre de 2019.

      No obstante, en sí mismo, el estallido sería lógicamente incapaz de generar una síntesis que lograse integrar y superar a la tesis del modelo y a su antítesis. Esta limitación es fundamental para comprender su derrotero y sus posibles consecuencias futuras (las que abordo brevemente al final del libro). Los recordados eslóganes «Son tantas hueas que no sé qué poner», «Nos quitaron tanto que terminaron quitándonos el miedo», reflejan por un lado la potencia del carácter antitético del movimiento, pero, por otro, la patente incapacidad de síntesis.

      Tras el estallido también

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