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junto con el director y actor Til Schweiger, ha recaudado sesenta y un millones de dólares en taquilla, poniendo de manifiesto que esta fórmula reporta unos beneficios considerables. Según datos proporcionados por Eric Pfanner en un artículo aparecido en The New York Times, titulado “Foreign Films Get a Hand From Hollywood” (NYT 17-5-2009), Warner Brothers ha extendido su producción fuera de Estados Unidos y planea producir, co-producir o distribuir cuarenta películas en mercados locales frente a las aproximadamente veinticinco que salen anualmente de su estudio de Hollywood.

      Una de las opciones propuestas para abrir espacio a películas extranjeras es filmar siguiendo las pautas del cine norteamericano al margen de cual sea el país de origen del productor y del director. Para ello muchos directores optan por imitar los modelos de Hollywood y ajustarse a sus géneros, además de filmar en inglés, recurrir a actores norteamericanos o instalarse ellos mismos en Estados Unidos. El caso de la película francesa Taken (2009), con una recaudación en Norteamérica de ciento cuarenta y cinco millones de dólares, corrobora la viabilidad de este modelo al filmar una historia de acción típicamente hollywoodiense, además de utilizar el inglés como idioma. Igualmente ilustrativo resulta el caso de los tres directores mexicanos más internacionales, los llamados ‘tres amigos’, Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu que, a raíz del éxito de sus películas y atraídos por las ventajas económicas de la meca del cine, firmaron en el 2007 un contrato con Universal Studios para filmar cinco películas. La consecuencia inmediata de esta realidad es el distanciamiento de estos directores de su propia cultura y el desdibujamiento de los cines nacionales, condición inherente a la era de la globalización y arma de doble filo ya que, si por un lado contribuye a fomentar los procesos de hibridación y a la disolución de barreras culturales, por otro atenta contra el valor de la otredad. Además, la noción de cine de autor, tan ligada al cine extranjero, pierde consistencia en la medida en que estos directores con un estilo tan marcado atenúan sus señas de identidad para llegar a un público más amplio. Conscientes de las reglas de juego del mercado global y de que el éxito de las películas importadas depende cada vez más de factores ajenos al director, eligen en varios casos el inglés como idioma, construyen unas historias atractivas fuera de su entorno y recurren a actores y actrices de prestigio internacional, inmersos en el “star system”.

      Si bien es indudable que la utilización de esta fórmula favorece la circulación de películas en un mercado global y aumenta las posibilidades de un alto rendimiento económico, los efectos de este modelo llevan a difuminar la identidad de las películas, limitando la empatía y la aceptación de otros registros culturales por parte del público norteamericano. De aquí la entrada en el círculo vicioso de no exhibir películas extranjeras porque no reportan beneficios y no despertar interés porque no se exhiben. Mientras que Hollywood opera como el mayor difusor de la cultura norteamericana a nivel mundial y contribuye enormemente con sus imágenes a articular la identidad americana, el público estadounidense se ve privado en gran medida de referentes que le permitan contrastar su cosmovisión con la generada desde otras realidades.

      A los efectos de este distanciamiento del cine extranjero alude Steven Rothenberg, vicepresidente a cargo de la distribución en Samuel Goldwin Company, al declarar: “For the most part the young audience has been drifting away. There is a whole generation of college students that has not been weaned on top-noch foreign-language films the way people in the 60’s and 70’s were, and that affects the grossing potential of those films” (Segrave, 169). Un buen número de películas bien recibidas por la crítica no encuentra espectadores en Estados Unidos, ni siquiera los espectadores más sofisticados, abiertos a la estética y al desafío intelectual que presentan los cines nacionales. Una posible respuesta, apuntada por A.O. Scott (NYT 20-1-2007), es el cambio en el modo de entender la cultura. La valoración del cine extranjero que vivió Estados Unidos en los años 60 y 70 respondía quizá a una concepción más elitista del arte, heredada de la modernidad y apoyada en la conexión entre hermetismo y calidad. Los debates en torno al cine y a la literatura ocupaban un espacio social más amplio en el pasado, ya que en estas disciplinas se armonizaba el entretenimiento y el estímulo intelectual. Quizá en un momento como el actual, tan saturado de estímulos y tan falto de tiempo libre, el espectador prefiere la evasión sobre la reflexión de modo que el cine lúdico, espectacular y accesible que fabrica Hollywood se ajusta más a las prioridades de nuestro presente. La minoría selecta que acudía a las salas de arte y ensayo se ha diluido en la popularización/democratización de la cultura, y ha entrado también en las redes virtuales de comunicación y consumo que sin duda acaparan una buena porción del tiempo libre, antes destinado a actividades culturales más exigentes. A esta situación se refiere Mario Vargas Llosa en su último ensayo, La civilización del espectáculo, en el que lamenta la banalización de la cultura en una sociedad más inclinada a la diversión que a la reflexión. Junto a esto, el progresivo ensimismamiento del espectador norteamericano dentro de su propia órbita opera simultáneamente como causa y efecto de este paulatino desvanecimiento del cine importado en las pantallas estadounidenses. Esta tendencia no implica negar la existencia de un sector del público fiel al cine importado, abierto a otras propuestas estéticas ajenas a la norma y dispuesto a resignificar un texto fílmico en base a su proceso personal de apropiación, reelaboración e interpretación llevado a cabo desde el contexto socio-cultural estadounidense. Como bien señala Henry Jenkins, “We inhabited a world populated with other people’s stories […] The stories that enter in our lives thus need to be reworked so that they more fully satisfy our needs and fantasies” (175). El público actual, modelado en el cine de Hollywood, se ve forzado a activar otras claves interpretativas fuera de este marco dominante para llegar a captar el sentido del cine importado. Pamela Robertson Wojcik sintetiza esta realidad y explora “How the classic Hollywood cinema interpellates the film spectator, binding his or her desire with the dominant ideological positions, and above all, how it conceals this ideological process by providing the spectators with the comforting assurance that they are unified, transcendent, meaning making subjects” (537). Con ello pone de manifiesto la dificultad que encierra distanciarse de este marco interpretativo y la necesidad de mantener una postura abierta como espectador del cine importado desde la cual negociar la experiencia personal, ajena a los parámetros del público como grupo homogéneo, unitario, dispuesto a absorber la estética y la ideología dominantes.

      Un factor clave a la hora de promocionar una película extranjera es la atención que le dedica la prensa ya que el cine importado, generalmente consumido por un público culto, inclinado a la lectura de reseñas, necesita buenas críticas para lograr una recaudación satisfactoria. Una de las publicaciones con más impacto para determinar el futuro de un film importado es The New York Times, ya que, como Segrave comenta, “because imports have to open en New York, The New York Times inadvertently had what Los Angeles Times film critic Michael Wilmington described as a “veto power” over foreign films’ future in America” (179). Como veremos al analizar la recepción del cine de Almodóvar en Estados Unidos, el enorme impacto de este periódico radica en su prestigio, su amplia tirada y la calidad de sus críticos y reseñadores. Igualmente es determinante, según mostrará este estudio, la atención dedicada al cine extranjero por parte de diarios como Los Angeles Times, San Francisco Chronicle, Chicago Tribune, así como determinadas revistas especializadas, The New Yorker, Variety, Vanity Fair, entre otras, cuyos lectores responden al perfil del ciudadano culto y urbano, seguidor del debate abierto por estas publicaciones y parte de la comunidad cultural por ellas constituida.

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