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tan obvio, entre las múltiples razones aducidas desde Estados Unidos para explicar esta realidad destacan la baja calidad de las películas extranjeras, medida mayormente en términos de espectacularidad y en consecuencia de presupuesto; su complejidad, asociada al carácter reflexivo y filosófico de los textos fílmicos importados, excesivamente exigentes para un público poco inclinado a asociar el cine con el esfuerzo intelectual; el gusto único de los norteamericanos por sus propios productos fílmicos, ajeno a lo producido por otras culturas; el rechazo de las películas subtituladas, por el esfuerzo que requieren por parte del espectador; la falta de costumbre a la hora de ver películas dobladas con su inevitablemente imperfecta sincronización entre la voz y los labios; y por último, la inmoralidad y crudeza del cine importado. No olvidemos el efecto de la censura capitaneada por la organización católica National Legion of Decency —creada en 1933— y el Production Code Administration creado en 1934, así como por la propia industria cinematográfica norteamericana, Motion Picture Association of America (MPAA), organismos defensores de una rígida moral a la que no se ajustan las producciones extranjeras, hecho que, por otra parte, puso y sigue poniendo de manifiesto que el verdadero freno para la importación no era solo la moralidad sino también los intereses de la industria nacional. Si bien el impacto de estos mecanismos de censura se ha minimizado en el presente, es fundamental subrayar su legado a la hora de modelar las preferencias de los espectadores y su resistencia al modo de tratar temas más o menos escabrosos en las películas extranjeras.2

      A estos factores hay que añadir el hecho de que las películas importadas generan un mínimo beneficio en las industrias subsidiarias —televisión y DVD—salidas ambas que sin duda redondean los beneficios del cine norteamericano. El porcentaje de películas extranjeras alquiladas en Netflix oscila entre un 5,3% y un 5,8%, y raramente se alquila una película importada más de diez mil veces, número insignificante comparado con las cifras que se manejan con las obras de Hollywood.

      Para que una película entre en este difícil mercado, además de ajustarse a la arquitectura interna de la industria cinematográfica norteamericana, ha de estrenarse en Nueva York, ciudad que exhibe junto con Los Ángeles, San Francisco, Boston y Seattle el mayor número de films importados. El 60% de las proyecciones de cine extranjero tiene lugar en Nueva York y entre el 20-40% de los beneficios de taquilla se generan solo en esta ciudad. En 2005 solo el 10% de las películas extranjeras alcanzaron una recaudación de más de un millón de dólares en Estados Unidos, del cual se destina aproximadamente medio millón a la publicidad, unos doscientos mil a la adquisición de la película y los distribuidores se quedan con el 50% de la recaudación. Sony Pictures Classics, líder en el mercado de importación y barómetro de la presencia del cine extranjero en Estados Unidos, ha reducido las películas subtituladas entre la mitad y la tercera parte de lo que suponían en el pasado, haciendo el proceso cada vez más selectivo. Ello conlleva que las películas de bajo presupuesto, entre las que figuran gran parte de las importadas, cuenten con pocas posibilidades de llegar a las pantallas norteamericanas. La estética que se impone y en la que se educa al espectador se asocia a las grandes producciones hollywoodienses.

      Al margen de estos éxitos de taquilla puntuales, los cines nacionales cuentan con varias producciones que permiten contrastar su cosmopolitismo, tanto en lo que atañe a la esencia de los propios textos fílmicos como a la financiación, con el ensimismamiento del cine norteamericano. Es común incluir en la lista de productores de estos cines nacionales canales privados de televisión por cable, organismos con fines filantrópicos, la Unión Europea y aportaciones de gobiernos de varios países en forma de co-producción junto con subvenciones de las televisiones nacionales. El caso español ejemplifica bien este interés por entrar en la dinámica global con directores como Isabel Coixet, Alejandro Amenábar y Pedro Almodóvar, entre otros, los dos primeros filmando en inglés y eligiendo unas localizaciones, un reparto y una temática que trascienden los registros netamente españoles, y el último barajando unos contenidos y un estilo comunes a la estética global de la postmodernidad.

      El propio Hollywood, consciente de la atracción que despierta en el espectador ver reflejada en la pantalla su propia cultura, ha comenzado a producir y/o financiar películas destinadas

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