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en que las posibilidades de publicación para los jóvenes artistas en las editoriales nacionales iban decreciendo. Si, en aquel entonces, se publicaba bastante todavía en Cuba, los criterios de edición eran muy estrictos. Así, numerosas obras quedaban bloqueadas en los entresijos de la burocracia editorial.

      Al principio, los recursos de esta editorial eran limitados: una máquina Roneo y una máquina de escribir, ambas prestadas. Son las únicas máquinas que utiliza Vigía desde su creación. Más que de cualquier herramienta, sus miembros se valen de sus manos y de su inventiva. Dirigidos por el poeta Alfredo Zaldívar, este puñado de jóvenes escritores movilizaron su imaginación y decidieron que con los restos de papel que podían encontrar o cualquier material que pudiera servir –como flores, hojas, tejido, residuos industriales reciclados, etc.– podían realizar unas plaquettes, estos libros «manufacturados e iluminados a mano», como se puede leer en el letrero de la editorial en Matanzas. Hoy en día siguen utilizando las técnicas de impresión más básicas, poniendo de relieve la importancia de la ejecución artesanal en la realización de sus libros. Sus publicaciones son policopiadas y las ilustraciones son recortadas y coloreadas a mano. La tinta, la pintura, los pinceles o el papel de calidad proceden de diversos donativos del extranjero. El proyecto estético de convertir el libro en una obra de arte rige la creación de Vigía. Cada obra se edita en 200 ejemplares numerados a mano y a menudo firmados por el autor. Aunque la editorial depende del Ministerio de la Cultura –ya que está instalada en el local de «La Casa del Escritor», una institución oficial–, decide lo que quiere publicar. Así, publica esencialmente poesía, cuentos, ensayos, libros infantiles, o sea géneros más bien cortos que se adaptan más fácilmente a una edición manual. Algunas obras editadas por Vigía se publican por primera vez. En este caso, la editorial privilegia los textos de los escritores oriundos de la provincia de Matanzas: así, Antonio José Ponte, nacido en Matanzas en 1964 y cuyas obras ya no se publican en Cuba –por razones principalmente ideológicas–, vio aparecer su ensayo Un seguidor de Montaigne mira La Habana en 1995.2 En cuanto a los otros textos que son reediciones, Vigía publica obras de escritores cubanos y extranjeros de renombre. Lo que era, al principio, una experiencia original, se convirtió con la crisis en una necesidad. La utilización de materiales poco costosos para confeccionar sus obras le permitió a esta singular editorial encarar con más «facilidad» la escasez de papel tradicional.3

      La crisis no solo destruyó el mundo editorial en la isla. También impulsó la inventiva y la creatividad necesarias para su supervivencia. Así nacieron, en plena crisis, una decena de pequeñas editoriales provinciales que hacen maravillas con nada: podemos citar, entre otras, Sed de belleza (Santa Clara, 1994; se inscribe en la línea estética de Vigía), Capiro (Santa Clara, 1990), Mecenas (Cienfuegos, 1991) o Reina del Mar (Cienfuegos, 1996). Son ejemplos que demuestran la capacidad de adaptación de una parte del mundo editorial cubano en tiempos de crisis.

      Adaptarse de manera original a la escasez de papel no fue el único imperativo para poder sobrevivir durante la crisis. Algunas editoriales tuvieron que cambiar radicalmente y reorientar sus publicaciones. Tal fue el caso de la editorial José Martí, de la que hablamos antes. Cecilia Infante, directora de la casa desde 1993, reconoció que «la necesidad [les] abrió nuevos horizontes» (Barthélemy, 2001: 18-19). Desde la crisis, esta editorial se dedica más a la literatura –que se exporta mejor– y publica ahora poesía, cuentos o novelas. Otro cambio importante: a partir de los años 1993-1994, todas sus obras –destinadas tanto a la exportación como al mercado nacional– empezaron a venderse en dólares.4

      Vender los libros en moneda fuerte fue otra de las necesidades impuestas por la crisis a las editoriales. Ninguna escapó a este fenómeno, ni siquiera Vigía, que vende hoy en día la mayoría de sus obras en pesos convertibles para comprar el material mínimo necesario para su fabricación. Para sobrevivir al Periodo Especial, las editoriales cubanas tuvieron que adaptarse a una economía de mercado y entrar en una lógica comercial. Así, las librerías en dólares –que pasaron a ser librerías en pesos convertibles a partir de noviembre de 2004– conocieron un desarrollo importante desde su aparición en los años noventa. De todas las librerías que existían en La Habana y que vendían las obras en pesos cubanos, apenas quedan tres o cuatro. Por ejemplo, en La Moderna Poesía, la librería más grande de la capital, podemos encontrar los mejores libros de los mejores editores españoles; sin embargo, para el que compra en pesos, la oferta es mucho más reducida: las obras vendidas en pesos son viejos libros sobre la Revolución, clásicos del marxismo u obras de Martí. La mayoría de los cubanos puede contemplar allí las novedades literarias, pero no las puede comprar. Algunas editoriales hacen lo imposible para seguir publicando libros para el público que paga en pesos, pero se enfrentan a un problema crucial: de ahora en adelante, los editores deben pagar la impresión en pesos convertibles, una inversión que no están en condiciones de recuperar con el dinero de los compradores nacionales.

      Acudir a las coediciones y coproducciones con editoriales extranjeras –sobre todo europeas y latinoamericanas– fue una solución posible para salir de la crisis. Desde principios de los años noventa, muchas obras pudieron publicarse en Cuba gracias a la multiplicación de estas joint-ventures. El editor extranjero se encarga de los gastos de impresión y los cubanos se ocupan del resto. Así, gracias a la financiación de autores y editores argentinos, pudieron parecer en 1994 los cien pequeños volúmenes de la colección Pinos Nuevos, editada por Letras Cubanas, para dar un espacio de expresión a los jóvenes escritores cubanos. Los argentinos financiaron la primera publicación de estos libros hasta entonces inéditos, mientras que el Instituto Cubano del Libro se encargó de las reediciones. Otras experiencias solidarias, como «Un libro para Cuba» de México o los proyectos de la fundación italiana Arci Nova, permitieron dinamizar de nuevo la producción literaria cubana.

      Un poco después, la creación de un Fondo para el Desarrollo de la Cultura, que dedica parte de su presupuesto en divisas a este sector intelectual, contribuyó a la aparición de colecciones como La Rueda Dentada –de la Editorial Unión–, que publica textos poco voluminosos en un formato de libro de bolsillo. Los ganadores de los premios Casa de las Américas se publican también a menudo en joint-ventures, pero por la falta de dinero solo se otorgan cada dos años. A estas dificultades financieras hay que añadir el problema de la lentitud del proceso de edición. En la isla, hasta finales de la primera década del presente siglo, había que esperar casi un año antes de ver un libro premiado publicado: este sistema no es competitivo en comparación con los que existen en el extranjero, donde una obra puede publicarse en tres meses. Esta espera acarrea en Cuba un desajuste bastante importante entre el tiempo de la escritura y el tiempo de la publicación de la obra, sin contar los numerosos textos que permanecen inéditos, sobre todo en tiempos de crisis.

      La última solución –que es, sin lugar a dudas, la más lucrativa para los escritores– para hacer publicar una obra en este contexto especial se encuentra más allá de las fronteras de la isla. De hecho, como el régimen castrista ya no puede encargarse solo de la producción, de la promoción y de la difusión de las obras, permite a los artistas, desde 1995, vender sus creaciones directamente en el extranjero, sin pasar por los canales gubernamentales tradicionales, acto que hasta entonces se juzgaba como un delito penal. Basta con recordar la imaginación que le fue necesaria a Reinaldo Arenas en los años setenta para sacar clandestinamente sus escritos de la isla y publicarlos en el extranjero, así como el precio que tuvo que pagar por aquel gesto.

      Cuando la industria editorial cubana se desplomó, los escritores de la isla tuvieron que dirigirse hacia el extranjero para poder esperar publicar sus obras. A pesar de la recuperación de este sector, les cuesta vivir gracias a sus ediciones nacionales. Por ello, una de las primeras opciones que se les ofreció fue participar en los concursos literarios internacionales, que les permitían no solo ganar dinero, sino también verse publicados. En los años noventa, muchos fueron los escritores de la isla que probaron fortuna en estos concursos. Por ejemplo, no es baladí que ningún escritor cubano haya sido recompensado en el concurso de cuento y novela corta con más fama en la literatura iberoamericana, el Premio Juan Rulfo, desde su creación en 1984 hasta 1989, mientras que a partir de 1990, cuando se le otorga a Senel Paz por su cuento El bosque, el lobo y el hombre nuevo, los cubanos se convierten en figuras ineludibles de este concurso. Así, entre 1991 y 1995,

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